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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Todos somos Miranda Makaroff aunque los ricos no nos inviten a sus fiestas

No hay dinero en el mundo capaz de convertir lo malo en bueno

Nuria Labari
Miranda Makaroff en una fotografía publicada en su cuenta de Instagram.
Miranda Makaroff en una fotografía publicada en su cuenta de Instagram.Instagram

La influencer Miranda Makaroff se ha ido de fiesta con un montón de amigos sin mascarilla toda vestida de rosa. Concretamente, se ha ido a celebrar el cumple del fotógrafo Dylan Don y el empresario Carl Hirschmann en la típica mansioncita de la Costa Azul con decenas de coleguis influencers. Todos, eso sí, con sus PCR hechas para poder bailar y disfrutar como en tiempos de prepandemia. Imprescindible leer completo el reportaje que se ha marcado SModa al respecto.

Lo más increíble de este evento es que el dress code exigía ir vestido para ser retratado por Slim Aarons, el fotógrafo de la alta sociedad americana en los 60 y 70. Un poco rollo mansión Playboy, esa clase de fiesta en la piscina y esa clase de vida, you know. El resultado son decenas de fotografías circulando entre los millones de seguidores en Instagram de los asistentes para mostrar que es posible pagar una vida libre de covid. Y demostrar, de paso, aunque esa no fuera su intención original, que esa vida es enfermiza además de retrógrada.

Porque las imágenes del evento exhiben sin pudor otros virus que nos atacan y que de momento no detectan las PCR. No solo a Miranda y sus amigos ricos sino a todos nosotros. El primer síntoma de falta de salud (mental en este caso) es el código estético propuesto: vestirse para ser retratado por un fotógrafo muerto. La petición evidencia que el verdadero objetivo no es tanto estar con los otros como aparentar ser alguien al lado de los demás. Y así, disfrazados de quienes no son en un tiempo que no habitan y con una pandemia que de repente no existe, los invitados bailan sobre el abismo de la infinity pool. Si el gran F. Scott Fitzgerald levantara la cabeza alucinaría al ver que todos los asistentes son reencarnaciones del joven Gatsby. Todos almas que caminan hacia un mismo precipicio, el del éxito en la vida, sin saber el daño que causan a su paso a los demás. Sin saber siquiera, y esto es lo más triste de este obsceno encuentro y de esta forma de vida, el daño que se están haciendo a sí mismos. Ya saben como acaba aquella trágica novela.

Pero la enfermedad del alma no es la única que ataca a la pobre Miranda, que nos ataca a todos en mayor o menor medida. El virus más letal que circula en esta fiesta es de tipo político y consiste en aceptar que el dinero puede vivir por encima del sistema. Porque esta fiesta celebra una silenciosa ideología que grita que todo lo que puede pagarse con dinero es bueno. Como si el dinero fuera un blanqueador de la moral y hasta de la ley. Como si gastar no implicara ninguna responsabilidad más allá de poner la pasta. Así, esta fiesta celebrada por encima del tiempo y de la ética viene a decir que el dinero puede comprarlo todo, hasta la dignidad. Hasta la inmunización.

Los anfitriones se han comprado un espacio libre de pandemia, pagando PCR a todos sus invitados. Y están tan convencidos de que su actitud es moralmente incuestionable que muestran cómo se hacen los test en las redes sociales. Porque además de ricos y afortunados son personas responsables. Y quieren, claro está, que se sepa. Compartir esas fotografías no solo legitima su burbuja sino que les exime de la responsabilidad de habitar dentro de ella. Cuando comparten esas fotos están preguntando a los demás quién no haría una fiesta libre de covid con todos sus amigos si pudiera pagarla. Y la respuesta más habitual es un like.

Sin embargo, todos sabemos que nadie puede pagar una fiesta donde la pandemia no exista, por dos motivos. Primero porque no es posible —las pruebas no son garantía, dado que uno puede dar negativo y estar desarrollando la enfermedad— y segundo y no menos importante porque atenta contra la idea misma de democracia en términos de igualdad y de justicia social. Y también en términos de solidaridad y de empatía. Es una rancia fiesta de pijos antidemocráticos que disfrutan del poder que da tener lo que la mayoría no tiene. Y sí, ya sabemos que cada día es más difícil saber dónde está la frontera que separa la democracia del mercado, suponiendo que aún exista. Porque todos respiramos ideales democráticos y aspiraciones capitalistas, una de cuyas variantes es el poder que se expresa mediante el consumo. Ciudadanos y consumistas, esa paradoja.

Por eso, cuando Miranda Makaroff nos enseña sus impresionantes e ingenuas fotografías disfrutando de una mansión sin hacer daño a nadie y con su PCR negativa en el bolsillo, nos está mostrando desnudo y viral un conflicto que es a la vez íntimo y social: el que se da entre los consumidores voraces que somos y los ciudadanos que llevamos dentro.

Al final, se trata de que el consumidor que nos consume no compre PCR al por mayor, ni papel higiénico al por mayor cuando se desata una pandemia. Se trata de conseguir que el ciudadano que apuesta por el comercio de proximidad no sea el mejor cliente de Amazon, que el activista climático no busque compulsivamente vuelos baratos para viajar a cualquier parte en los mismos aviones que denuncia, que el padre o la madre amante de la lectura no neutralice a los hijos a base de pantallas, que el ciudadano que exige una información de calidad la busque antes en un periódico que en las mendaces redes sociales… Se trata de conseguir, en definitiva, que cuando nos inviten a una fiesta como la de Miranda, sepamos y queramos decir que no.

Todos tenemos claro la clase de ciudadanos que queremos ser pero a todos nos arrebata el demonio del consumo, con todas sus secuelas. Por eso todos somos un poco Miranda, todos hemos soñado con una fiesta con todos nuestros amigos en la que bailar hasta el amanecer libres de covid. Pero algunos de nosotros aún sabemos que esa fiesta está mal. Y que no hay dinero en el mundo capaz de convertir lo malo en bueno.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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