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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Escisión

La lucha de Puigdemont contra el PDeCAT puede acarrear coste electoral

Carles Puigdemont en un partido de rugby del USAP Perpinyà.
Carles Puigdemont, líder del nuevo partido Junts per Catalunya.Albert Garcia

Desde hace ocho años, los partidos independentistas catalanes procuran, sin lograrlo, romper el Estado español. En cambio, cosechan un éxito continuado en la fragmentación del propio movimiento. Sus dos principales componentes, el mundo posconvergente y Esquerra Republicana, profundizan cada día en su pelea en el seno de la Generalitat. Y, sobre todo, el —por el momento— principal de ellos, que gestiona el legado de la moderada Convergència i Unió (CiU), se subdivide entre sí continuamente y de un modo tan estentóreo que puede generar fracturas sucesivas en los grupos parlamentarios (Congreso y Parlament), el Govern y distintos Ejecutivos locales.

La continua tensión entre el sector mayoritario del PDeCAT en el interior de España y el expresident Carles Puigdemont, rodeado de sus fieles radicales junto a los demás fugados a Waterloo y los presos, ha explotado. Y lo ha hecho hasta el punto de que sus cinco senadores, varios consejeros y otros altos cargos acaban de romper con su militancia en el PDeCAT, partido heredero de Convergència —y algo menos radical que los próximos a Puigdemont—, con la excusa del litigio que está ahora en los tribunales por la posesión de la marca electoral Junts per Catalunya. Pero de hecho encabezan una escisión en toda regla. Esta ruptura no es otra más tras la exclusión de Unió de la antigua federación de CiU, de la miniescisión del grupo democristiano Demòcrates, de la creación del PDeCAT como sucedáneo de la Convergència atribulada por la corrupción, o del surgimiento de media docena de otras marcas, de las que las más prometedoras parecen Units per Avançar o el Partit Nacionalista de Catalunya. Esta es la quiebra de mayor entidad entre interior y exterior. Es la dramática lucha de altos cargos autoestimulados contra alcaldes y cuadros medios cercanos al territorio, entre la ensoñación populista partidaria del “enfrentamiento” total, “inteligente” (o menos) contra España, y un afán de hacer política real desde la inspiración soberanista. Entre un líder personalista y su partido al que, como no logra domeñar, pretende convertir en chatarra. El signo de que se trata de un suceso de primera magnitud, que eventualmente podría mellar la mayoría independentista en el Parlament, estriba en que el litigio por la marca Junts haya llegado a los tribunales. Que era propiedad del PDeCAT es indudable; que fue absorbida por el círculo de Puigdemont mediante maniobras administrativas, también; que eso sea declarado ilegal por el juzgado que examina la cuestión, se verá hoy mismo. Depende de si las discutibles operaciones políticas han respetado o no los mínimos requisitos formales.

Pero antes del veredicto judicial, ya es sintomático que la explosión final del conflicto se sustancie en torno a su “judicialización”, esa expresión que suele usarse como sinónimo de remitir todas las cuestiones políticas al poder judicial, obviando el imprescindible diálogo. Y que el secesionismo demoniza porque reniega precisamente de la legalidad constitucional y estatutaria.

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Quienes apoyados en la potencia electoral —demostrada por Puigdemont en otras ocasiones— y en los medios de comunicación oficiales de la Generalitat auguran un éxito arrollador de su maniobra de escisión no siempre tienen en cuenta que las rupturas internas suelen acarrear graves costes en las urnas. Pronto se verá si esta ley se cumple también en el atribulado espacio secesionista.


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