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Columna
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En el barullo de las especulaciones

Las consideraciones sobre los efectos de la pandemia han estado cargadas de una fuerte veta moral

José Andrés Rojo
Varias personas en una terraza de un restaurante de Madrid.
Varias personas en una terraza de un restaurante de Madrid.Ricardo Rubio (Europa Press)

Lo que ha hecho el dichoso coronavirus es imponer en los últimos meses una única conversación en el mundo entero, desde un rincón chamuscado de una tienda repleta de refugiados en Oriente Próximo a la lujosa cocina de la residencia de lujo de un alto ejecutivo en las afueras de Chicago, por ejemplo. En todas partes lo mismo, ¿qué nos va a suceder?, ¿qué futuro tiene este mundo desbocado por la avaricia y el consumo?, ¡qué perversos fuimos al tratar tan mal a la naturaleza, tenía que llegar el día de su silenciosa y atroz venganza! Etcétera. Nadie se ha privado de hacer su diagnóstico, cada cual ha participado con argumentos de todo tipo en la clarificación de un horizonte incierto. El regreso del Estado nación, la crisis de la globalización, la inquietud por la imposición del estado de excepción como norma de las sociedades actuales, la fragilidad de las democracias frente a la eficacia de los regímenes autoritarios, el salto definitivo a la digitalización: de todo ha habido en la viña del Señor. La palabra de moda ha sido “incertidumbre” y los más jóvenes se han enfrentado a los adultos a cara de perro: vaya mundo que nos habéis dejado.

Tienen razón, pero este mundo lo teníamos ya estropeado desde mucho antes de la llegada de la minúscula criatura. Y no parecía que los proyectos que pretendían enfrentarse a alguno de sus mayores problemas, como el del cambio climático, contaran con el beneplácito de algunos de algunos de los más relevantes actores de la escena mundial. La cosa iba mal y el bicho la ha empeorado.

El caso es que en Europa se está saliendo de la parte más aguda de la crisis y, digamos, la cháchara está cambiando. Ya no solo se habla de lo mismo, del tema, los asuntos son más variados. Las anécdotas del confinamiento empiezan a tener el color sepia de lo que va quedando atrás y los afanes espontáneos se orientan a satisfacer esas querencias que se tenían postergadas y que mueven el mundo: el deseo, el amor, la amistad. Las mascarillas, en ese terreno, se convierten en un estorbo.

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Siguen, sin embargo, siendo necesarias. Como guardar las distancias y lavarse las manos. Nos la estamos jugando. Quizá sea importante por eso buscar un poco de distancia y hacer balance. La larga e ininterrumpida conversación sobre el coronavirus tuvo un problema recurrente. Estuvo (y sigue estándolo) todo el rato permeada por un componente moralista y moralizante que suele tener algunos peligros. Es, por desgracia, demasiado habitual que el virtuoso mude de conducta cuando le empieza a afectar el cansancio que procede de mantener tanto rigor. Los libros sobre las viejas pestes cuentan que la gente, tras tanto aislamiento, le cogía gusto a las bacanales.

Esa inagotable conversación sobre la pandemia ha producido dolor de corazón y hondos propósitos de enmienda. Se ha hablado de la oportunidad de cambiarlo todo, como si fuera cuestión de ponerse a la de tres y darle la vuelta al calcetín. El motor de ese sinfín de especulaciones ha sido siempre el miedo. El politólogo Ivan Krastev en un pequeño ensayo sobre la pandemia observa de pasada que, al salir del aislamiento, igual es el enfado el que sustituye al miedo. Los escenarios que surjan en ese momento (ya ha habido muchos avisos) serán muy diferentes. Esto no ha hecho nada más que empezar.


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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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