De una distorsión a otra
El mundo se ha vuelto, gracias al coronavirus, un texto ilegible, lleno de tachaduras, borrones, correcciones
Han pasado ya más de 100 días desde que una minúscula criatura, viniera de donde viniera, dio el salto para colarse en los cuerpos de los humanos. Desde entonces han sido tantas las transformaciones que ha provocado su actividad letal que el mundo tal como lo conocíamos resulta ya extraño. El coronavirus ha destrozado buena parte de los marcos de referencia con los que se operaba para entender la marcha de las cosas. Ya no puede decirse que la realidad sea la misma si antes eran las multitudes las que marcaban el paso y ahora la indicación a la que resulta obligado plegarse es la de no juntarse demasiado, mantener las distancias, evitar el barullo, la proximidad, el mogollón, la mezcla. Así que desde hace ya unas semanas es importante contar con que la distorsión es la que marca las pautas a la hora de entender y tratar y padecer cuanto está ocurriendo. El mundo se ha vuelto un texto ilegible, lleno de tachaduras, borrones, correcciones. Un texto al que incluso le han caído unas cuantas manchas, con lo que hay algunos pasajes que resultan totalmente oscuros.
Desde el principio, los políticos señalaron a los científicos para transmitir la idea de que se habían puesto en sus manos y seguían sus recomendaciones para gobernar en medio de una tormenta que venía de nuevas. Es sorprendente, a estas alturas, comprobar lo mucho que se equivocaron los expertos. Pero eso no quiere decir que obraran de manera irresponsable o que no utilizaran bien sus herramientas y procedimientos para calcular y valorar las repercusiones de la actividad del recién llegado. Ni siquiera se les puede culpar de haberse dormido en los laureles cuando ya se les había advertido de que llegarían patógenos de ademanes poco ortodoxos a estropear la plácida vida de las sociedades de consumo. ¿Cómo iban a conocer las maneras de ese virus que ni siquiera se había manifestado? Hay quienes le exigen a la ciencia respuestas que no puede dar. Sus conocimientos operan sobre un universo que tiene unas características concretas. Y lo que el bicho hizo fue darle a ese universo un empujoncito, y una ficha empujó a la siguiente y esta a la que venía después, y así: al rato, las certezas estaban desparramadas y confundidas y no era fácil dar con la salida adecuada.
Cuando se tuvo localizado al coronavirus en Wuhan, en China, y se procuró cercarlo para tenerlo quieto y controlado, resulta que ya estaba sembrando dolor en otros rincones del globo. Aunque la ciencia tardó un poco, pronto supo que aquello era peligroso. Apareció entonces, como en los cuentos, un viejo sabio —Zhong Nanshan, de 83 años, el héroe del SARS— para sugerir una antigua medicina: la cuarentena. Probablemente en ese momento no contaba con que la receta iba a aplicarse en el mundo entero. Y un mundo parado y vacío ya nada tiene que ver con ese mundo frenético de ayer, donde las gentes circulaban de un lado a otro y donde las aglomeraciones formaban parte habitual del paisaje.
Durante el confinamiento, el trato con las cosas ha estado lastrado por la distorsión de entender y gobernar una situación anómala con las herramientas conocidas. Ahora que se rompe el aislamiento habrá otra distorsión: esa realidad a la que se regresa ya no es la que se dejó hace un tiempo. En un contexto con tan pocas agarraderas, nada provoca tanto espanto como esos petulantes que creen tener las claves de un universo que desconocen.
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