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Columna
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El olor a desinfectante

El saber de los científicos apunta a la realidad; el de los literatos, al abismo

José Andrés Rojo
Un funcionario desinfecta una calle de Paraisopolis, una de las mayores favelas de Sao Paulo (Brasil).
Un funcionario desinfecta una calle de Paraisopolis, una de las mayores favelas de Sao Paulo (Brasil).Fernando Bizerra (EFE)

Gustav von Aschenbach llevaba cuatro semanas de vacaciones en Venecia cuando empezó a darse cuenta de que el ambiente estaba cargado de un olor peculiar, “un olor dulzón”, que le hizo pensar en un sospechoso afán de limpieza general. Tardó todavía unos días en enterarse de que la peste estaba ya ahí y cayó entonces en la cuenta de que las autoridades se ocupaban de esconderla. El secreto inconfesable de una ciudad que ocultaba por codicia la enfermedad coincidía, de alguna manera, con su propio secreto inconfesable. Desde el mismo día de su llegada, en que sus ojos descubrieron la belleza de un muchacho de unos 14 años, se había vuelto loco por él, y andaba siguiéndolo y observándolo desde lejos, fascinado, rendido, entregado a tiempo completo a una pasión que lo desbordaba. Cuando el empleado inglés de una agencia de viajes le explicó por fin que el cólera se había instalado en Venecia, pensó que debía advertirle enseguida a la madre del chaval para que se marcharan cuanto antes. Estaban alojados en un gran hotel en el Lido, y nada le hubiera costado hacerse el encontradizo en el vestíbulo y contarle la mala noticia. Ante la aterradora perspectiva de dejar de ver al muchacho, sin embargo, prefirió callar.

En estos tiempos de confinamiento, lo imprescindible es acudir a los científicos para saber cómo se comporta el virus y si hay alguna manera de derrotarlo, y para entender de qué forma conviene actuar para evitar males mayores. Las consideraciones que pueden encontrarse en la literatura sobre estas situaciones anómalas son de otro calado. Más que remedios o salidas, los escritores tienden más bien a irse por las ramas y a meter el dedo en otro tipo de llagas. La muerte en Venecia, de Thomas Mann, se ocupa del arrebato de un hombre mayor que queda abrumado por la belleza de un adolescente. Aschenbach es un autor de renombre al que su país ha llegado a reconocer con un título nobiliario, y que sigue trabajando pese a un “agotamiento creciente que nadie debía sospechar y del cual no podía quedar en su obra huella alguna”. Un día paseando por Múnich, la ciudad donde vive, descubre que quiere hacer un viaje.

“Aschenbach era el poeta de todos aquellos que trabajaban hasta el límite del agotamiento”, escribe Thomas Mann, “de los abrumados, de los que se sienten caídos aunque se mantienen erguidos todavía, de todos estos moralistas de la acción que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de exigir a la voluntad y de administrar sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la impresión de lo grandioso”. Ese es el hombre que un día descubre en un hotel de Venecia a tres chicas de una familia polaca, que debían de andar entre los 15 y los 17 años, y a su hermano, Tadzio, su perdición. Aschenbach cayó fulminado: el gran referente moral, “el soldado y guerrero” —el arte era para él “una guerra”, apunta Thomas Mann—, esa gloria nacional que proyecta su fama en el mundo entero, fundido en un instante por unos cuantos bucles, un rostro pálido y “una expresión de deliciosa serenidad divina”. Cosas, en fin, de la literatura.

El caso es que la peste reinaba ya en Venecia y, sin embargo, el escritor eligió el abismo. Está claro, ¿no? Ante cualquier situación de crisis, siempre es más recomendable escuchar a los científicos.


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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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