Un aislamiento feroz
La alegría fue para Beethoven la mejor manera de combatir la bilis negra que le produjo la sordera
De todos los aislamientos posibles, el de la sordera es uno de los más terribles. Sigues en contacto con las cosas, pero un muro interno te separa de ellas: ahí están, pero se escapan o sólo alcanzas a barruntarlas (como si anduvieras atrapado en una burbuja). Es lo que le pasó a Ludwig van Beethoven. La música seguía circulándole por dentro, y de qué manera, pero no conectaba con la que sonaba fuera. Cuando un amigo, el compositor Louis Spohr, lo visitó durante la última fase de su vida lo encontró ensimismado tocando el piano. Lo tenía desafinado, de lo que no era consciente en absoluto, pero es que además de tanto en tanto aporreaba las teclas con una intensidad inaudita y, sin embargo, en los pasajes quedos casi no se lo escuchaba.
En una anotación de su diario hecha en 1960, el escritor polaco Witold Gombrowicz cuenta que durante su juventud devoró la música de Beethoven, pero que se había ido apartando de ella, se le fue convirtiendo “en algo cercano a un lugar común”. Escuchó entonces por casualidad el cuarteto en fa menor, y quedó deslumbrado de nuevo. Así que salió corriendo a comprarse los discos con sus 16 cuartetos, y volvió a enamorarse de su música. Este año se celebran los 250 años del nacimiento en Bonn del compositor, y el coronavirus ya ha estado entorpeciendo algunos de los actos programados. Pero lo que importa, realmente, es escucharlo y las condiciones son óptimas para hacerlo en lo que queda de este retiro obligatorio.
Fue hacia 1800 cuando Beethoven empezó a tener los primeros síntomas de que no oía bien. Un par de años después estaba tan desesperado que estuvo a punto de quitarse de en medio. En 1817 su sordera era prácticamente total. Fue por entonces cuando empezó el que se conoce como su periodo final, que se extiende hasta su muerte en 1827, y en el que compuso algunas de sus más impresionantes obras: la Missa solemnis, la novena sinfonía, las cuatro últimas sonatas para piano y los cinco últimos cuartetos, y la Gran Fuga op. 133. Aquel hombre sordo estaba inventándose en Viena, sobre todo en esos cuartetos, la música del futuro.
A uno de ellos, el duodécimo, se refiere en otro momento Gombrowicz para mostrar cuánta emoción hay en sus “embriagadoras armonías” y en sus “modulaciones voluptuosas”, y, al mismo tiempo, y a cada instante, “una mano severa y hasta brutal y despiadada viola este deleite y te obliga a terribles afiladuras, saltos repentinos y a una dura economía” en lo que resume como una ascética expresión.
También el filósofo Eugenio Trías se ocupó en La imaginación sonora de está época final de Beethoven. Describe el andante del op. 132, su cuarteto más autobiográfico, diciendo: “El enfermo acaba de salir, para decirlo de modo anacrónico, de la unidad de cuidados intensivos”. Más adelante escribe que “la chispa divina, hija del Elíseo, es el único farmakon que puede espantar esa infirmitas procedente de la bilis negra”. A la melancolía que le producía a Beethoven su aislamiento la considera un “virus anímico que suscita pasmo y parálisis ante el Tiempo: el tiempo que transcurre en veloz carrera hacia la muerte”. En estos duros días de confinamiento muchos habrán tenido noticia de esta afección tenebrosa que “envenena el alma”. Beethoven, según Trías, supo darle respuesta: “Solo la alegría puede servir de traca contra esa pócima mortal”. Y la llevó a su música.
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