Escarabajos
En la acción política no sirven criterios morales absolutos
Enero de 1958, Witold Gombrowicz está tumbado en una playa de Necochea, estirado al sol, ahí en la costa de la provincia de Buenos Aires. El escritor polaco observa que sobre la arena “pululan laboriosamente” unos escarabajos. Se da cuenta entonces de que cerca del alcance de su mano uno de ellos yace patas arriba. “Lo había volcado el viento”, anota en su diario, y movía desesperadamente sus patitas. “Yo, el gigante”, apunta Gombrowicz, “contemplaba esa agitación... y, tendiendo la mano, lo saqué de su suplicio”. El escarabajo salió zumbando.
Enseguida Gombrowicz ve un poco más lejos otro escarabajo en circunstancias similares, panza arriba, agitando las patitas. “¿Has hecho feliz a uno y el otro ha de sufrir? Cogí una ramita, alargué la mano y lo salvé”. Pero resulta que un poco más allá descubre que hay otro escarabajo tumbado por el viento. “¿Tenía que convertir yo mi siesta en un servicio de urgencias para escarabajos agonizantes?”, se pregunta. De todas formas, le da la vuelta: “Una vez empezado el salvamento, no tenía derecho a detenerme en un punto arbitrario”, explica. “Hubiera sido demasiado terrible ante ese tercer escarabajo: detenerme justo en el umbral de su desastre..., hubiese sido demasiado cruel y de algún modo inconcebible, impensable...”.
El caso es que mira a su alrededor, y hay otros cuatro escarabajos con la panza al sol, en plena agonía. Gombrowicz se levanta en toda su inmensidad y los salva a todos. Ya de pie, la cosa se complica. En la ladera vecina observa seis puntitos, otros pobres bichos agitándose a punto de diñarla. Está bien, se acerca, procede. Los escarabajos salen corriendo. Pero es que más allá hay otros. Y Gombrowicz, que se ha identificado con su sufrimiento y que no soporta que puedan morir, empieza “a correr como un loco para socorrer, socorrer y socorrer”.
Sabe, sin embargo, que “tenía que llegar el momento en que diría basta y tenía que haber un primer escarabajo al que no salvaría. Pero ¿cuál? ¿Cuál? ¿Cuál? A cada momento me decía este y lo salvaba sin poderme decidir a esa arbitrariedad terrible, casi abyecta, pues ¿por qué razón este, por qué precisamente este?”.
La cosa sigue así hasta que de pronto Gombrowicz para y deja a un escarabajo panza arriba, abandonado a su suerte, agitando las patitas.
Unos días más tarde escribe: “¡La cantidad! ¡La cantidad! Tuve que renunciar a la justicia, a la moral y a la humanidad, porque me venció la cantidad. Eran demasiados”. Sí, llega un momento en que frena y hay un bicho al que decide no salvar. “¿Por qué ese único tiene que pagar por el hecho de que sean millones?”.
¿Y bien? Necochea, 1958. Eran otros tiempos, pero las consideraciones que hace Gombrowicz siguen ahí como el signo terrible de una impotencia vergonzosa. Hay un momento, viene a decir, en que la piedad se apaga, así que reconoce que “la moral es imposible”. “Porque la moral tiene que ser la misma para todos, pues en caso contrario, se vuelve injusta, es decir, inmoral”.
La Gran Recesión ha sido una de esas épocas en que la piedad se apaga. Y hoy son muchos los que han dejado de confiar en la democracia, en el Estado de derecho, en la vieja Europa que surgió de la Segunda Guerra Mundial. Quizá no tenga sentido aplicar criterios morales absolutos a la acción política, y más cuando toca fortalecer esos antiguos valores que hoy parecen desgastados. La mera indignación no conduce a ninguna parte.
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