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Columna
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Los fantasmas y las tentaciones

Los dioses cuentan menos en esta época descreída, así que habrá que atribuirle al azar los desperfectos que produzca la Covid-19

José Andrés Rojo
Una calle vacía en Wuhan, provincia de Hubei (China), el 27 de enero.
Una calle vacía en Wuhan, provincia de Hubei (China), el 27 de enero. EMILIA (REUTERS)

Lo que el coronavirus vuelve a colocar en el corazón de la vida de las personas es la conciencia de su fragilidad. Desde hace ya tiempo esa fragilidad está fuera de foco, devorada y oculta por el vertiginoso ritmo de la vida moderna; se da por hecho que una epidemia solo puede ser cosa del pasado. Los avances tecnológicos, los progresos de la ciencia, los abrumadores recursos de los que disponen las sociedades avanzadas, todo eso contribuye a transmitir la impresión de que todo está siempre bajo control. Por lo menos en ese puñado de zonas privilegiadas de este mundo: las cosas malas solo les pasan a otros, que viven lejos, que son invisibles. Y de pronto, resulta que un agente infeccioso de unos 125 nanómetros, realmente diminuto e imperceptible, es capaz de colarse en el interior de los cuerpos e incluso puede destruirlos. El contagio empezó en China, pero resulta que se ha trasladado a todas partes. También a Europa, y a otras zonas ricas de Occidente.

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Así que, de un día a otro, vuelven a circular los viejos fantasmas, aunque lo hagan con modales y ropajes de rabiosa actualidad. Y aquellas remotas historias de la peste amenazan con tener una versión adaptada a la efervescente actualidad. Las calles vacías de las ciudades, la gente que hace colas y que corre a llenar los armarios de provisiones por lo que pudiera venir, las sospechas de los vecinos, el nervio con que millones de pantallas van dando cuenta puntual de cada pequeño avance, los protocolos y las listas de instrucciones y las admoniciones de las autoridades, los temores antiguos. Resulta que seguían ahí, y los ha vuelto a despertar esa partícula minúscula, escurridiza, resistente. Y, al parecer, todavía bastante imprevisible. Hace mucho, en la Edad Media e incluso en épocas más recientes, era fácil atribuir la llegada de la enfermedad, y las muertes que iba provocando, a una suerte de castigo divino. Y los púlpitos se alimentaban con nociones como la culpa y el pecado, y la imaginación se aventuraba a levantar los más variados escenarios apocalípticos. Tronaban los dioses en las alturas y caían millares de criaturas en la Tierra, apestados y malditos.

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Ni los relatos ni las imágenes de aquellas pestes remotas tienen hoy fácil traducción simultánea. Es más difícil atribuirle a un lejano e inescrutable demiurgo la potestad de irritarse y de lanzar el mal y la enfermedad y el dolor y el miedo sobre este mundo de hoy, cerrado a cal y canto frente a cualquier amenaza externa con límpidas e impermeables superficies de cristal, plástico o acero, que se han visto de pronto vulnerables. Los dioses cuentan menos en esta época descreída (aunque algunos creen que están resucitando), así que habrá que atribuirle al azar los desperfectos que produzca la Covid-19. A la mala suerte, que es igual de caprichosa y oscura que los dioses, pero que te libera de la culpa y del pecado y del infierno. Digamos que enfermas y mueres igual que hace siglos, pero con menos prosopopeya.

También es verdad que las sociedades del siglo XXI están más equipadas para combatir cualquier amenaza. Pero, como los fantasmas están circulando por ahí, hay quienes se rinden a la tentación del pistolero que desenfunda veloz y del rebelde, y niegan la amenaza y cuestionan cualquier estrategia para combatirla. Frente a la arrogancia de unos cuantos ignorantes, cuídense. Cuidémonos.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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