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Claudia Sheinbaum
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El México de Claudia Sheinbaum

Una incontestable mayoría ha terminado por aprobar la gestión de la llamada Cuarta Transformación y le ha concedido a Sheinbaum todo el poder

Claudia Sheinbaum saluda a sus seguidores en el Zócalo, este 3 de junio.
Claudia Sheinbaum saluda a sus seguidores en el Zócalo, este 3 de junio.Victoria Razo
Jorge Volpi

Se agota el México de Andrés Manuel López Obrador y se abre el de Claudia Sheinbaum. Se impone una doble, aunque cautelosa, celebración. Primero, porque concluirá una de los gobiernos más ríspidos y contradictorios de los últimos decenios y, en especial, porque por primera vez llegará a Palacio Nacional una mujer que además es científica y proviene —algo nada desdeñable— de nuestra comunidad judía. Será el fin de una era —la primera campaña de AMLO se inició cuando nacían quienes hoy han votado por primera vez— y el irremediable inicio de otra. Una incontestable mayoría ha terminado por aprobar la gestión de la llamada Cuarta Transformación y le ha concedido a Sheinbaum todo el poder.

Tras su triunfo en 2018, AMLO apenas tardó en convertirse en alguien distinto a quien se había batido en tres ocasiones por la silla presidencial: su propio dopplegänger. Siguiendo el ideario populista ensayado en otras partes, muy pronto hizo a un lado su discurso de reconciliación —semejante al que hoy pronunció Sheinbaum— para inventarse un enemigo con el cual enfrentarse todo su sexenio: los “conservadores” —un término arrancado, en su lectura interesada de la historia, del siglo XIX— o “neoliberales”: una categoría ficcional en la que cabían tanto sus enconados rivales del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y del Partido Acción Nacional (PAN), como cualquier ciudadano que osara criticar sus decisiones.

Este enemigo omnipresente le permitió desprenderse de cualquier atadura ideológica y en particular de las vertientes más escoradas a la izquierda de algunos de sus seguidores. Su identificación con los liberales decimonónicos, que nada tenían de socialistas, lo llevó a crear un régimen híbrido a la medida de su personalidad. Si, por un lado, articuló políticas públicas destinadas a combatir la desigualdad con una batería de apoyos directos a los sectores más vulnerables y un encomiable alza a los salarios mínimos, por el otro adoptó medidas de corte netamente conservador y neoliberal: la militarización extrema; la ausencia de una reforma fiscal que, en los hechos, benefició solo a los más ricos; el desdén hacia los derechos humanos, la cultura, la ciencia o la ecología; y dramáticos recortes presupuestales que disminuyeron la capacidad de acción del Estado en áreas cruciales como la educación o la salud.

La catarata de recursos públicos entregados de forma directa a los más pobres —el foco de la 4T—, le confirió, como hoy ha podido constatarse, una colosal base de apoyo: esos millones olvidados por el PRI y el PAN son los que le han otorgado su enorme victoria a Sheinbaum. Por desgracia, la popularidad conseguida con estas acciones, sumada a una agotadora campaña de propaganda y agitación, le confirió a AMLO el margen de maniobra necesario para traicionar el resto de la agenda progresista y construir un régimen piramidal y cada vez más autoritario donde la disidencia quedó proscrita. En un abismal ejercicio de disonancia cognitiva, de la noche a la mañana decenas de militantes de izquierda pasaron a aplaudir la prisión preventiva oficiosa, las concesiones a los militares o la devastación ecológica.

La rotunda victoria de Sheinbaum reitera tanto el profundo descrédito de la clase política tradicional como la extrema habilidad de López Obrador: al elegir a una mujer —y a una mujer que sí proviene de la izquierda—, privó a la oposición de muchos de sus argumentos y la obligó a buscar, in extremis, a otra mujer capaz de competir con ella. El desparpajo y la candidez de Xóchitl Gálvez, aceptada a regañadientes por los dirigentes de la oposición, no fueron suficientes para que resultara competitiva. Peor: los ciudadanos parecen haberle concedido a la 4T la mayoría calificada en las cámaras, la cual permitiría que, incluso antes de que Sheinbaum tome posesión, AMLO pueda aprobar numerosas reformas constitucionales, entre las que se cuentan iniciativas que concentran aún más el poder, amenazan a los más pobres —con su énfasis punitivista hacia el narcomenudeo— o amplían el catálogo de la prisión preventiva oficiosa: una reiterada violación a los derechos humanos.

Si la llegada al poder de López Obrador en 2018 alimentó grandes esperanzas, en buena medida defraudadas, el de Sheinbaum en 2024 solo abre espacio para un optimismo moderado. Si de algo podemos estar seguros es que, por más leal que se presente hacia su mentor, ella no es AMLO. Por fortuna, viene de un lugar muy distinto: el del activismo, la ciencia y la ecología, tres áreas que López Obrador siempre pareció desdeñar. Legitimada por las dimensiones de su triunfo, Sheinbaum cuenta con todos los elementos para convertirse en una buena presidenta, siempre y cuando se mantenga fiel no a quien la llevó a la candidatura, sino a sus orígenes: el socialismo internacionalista de sus padres y su carrera como física. En otras palabras: esperemos que su estilo personar de gobernar sume su vocación social con el rigor crítico y dialogante de la ciencia.

Pero no nos llevemos a engaño: México —imposible no repetirlo— es un cementerio. Se hablará cuanto se quiera de crecimiento económico, estabilidad financiera o cierta disminución de la pobreza —las condiciones que han determinado la victoria de la 4T—, pero las cifras de muertes violentas y desapariciones, de las cuales se resuelve solo el 0.4 por ciento, refrendan que en esta materia no habido avance alguno: en México, la justicia no existe.

El desafío de Claudia Sheinbaum se torna mayor, si cabe, que el de López Obrador: si no cesan las descalificaciones hacia el cuarenta por ciento de la población que no comulga con su proyecto y no desarrolla cuanto antes políticas que incluyan el control del poderío militar, la defensa a ultranza de los derechos humanos (incluyendo la abolición de la prisión preventiva oficiosa), una nueva y más fructífera relación con la sociedad civil, una ambiciosa agenda cultural, científica y ambiental y, sobre todo, una inaplazable reforma al sistema de justicia, que abarque tanto al Poder Judicial y a las fiscalías como a las policías y las propias leyes en la materia, su impresionante victoria no impedirá que el país se le deshaga entre las manos.

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