1994, el año que vivimos en peligro
Colosio me dijo que intuía que su relación con el presidente “no era la óptima”. Yo le sugerí que descartara esa impresión y que el “no se hagan bolas” era la mejor evidencia
El domingo 28 de noviembre de 1993, a las 10 de la mañana, me llamó el presidente Carlos Salinas de Gortari, como hizo con todos los gobernadores del PRI. Ese día, el partido había anunciado que su candidato presidencial sería Luis Donaldo Colosio, el secretario de Desarrollo Social. Yo estaba por salir de la Casa de Gobierno estatal y tomé la llamada en un teléfono fijo. Salinas estaba exultante. Semanas atrás, el Senado norteamericano había aprobado la vía rápida para autorizar al presidente de Estados Unidos a negociar el Tratado de Libre Comercio con México y Canadá, que entraría en vigor el 1 de enero siguiente. Tenía una abrumadora mayoría de 320 diputados federales del PRI en la cámara y su índice de aprobación rondaba el 72%. Colosio, por su parte, había estado en Aguascalientes días antes para encabezar una reunión sobre vivienda, el clima político nacional era muy favorable y todo parecía una coreografía ideal.
Casi el paraíso. O eso pensamos.
Como he relatado en un libro reciente, Colosio conoció a Salinas en 1979, a través de Rogelio Montemayor. Ambos estudiaron economía en el Tec de Monterrey y luego hicieron sus posgrados en el extranjero. Cuando Colosio regresó de Austria, donde hizo una estancia corta, Rogelio se lo presentó a Salinas, que ya estaba en la Secretaría de Programación y Presupuesto (SPP) como director general de Política Económica, con Miguel de la Madrid como titular. Colosio entró de asesor. Tanto en la SPP, a la que llegó como secretario en 1982, como en la Presidencia, Salinas solía trabajar o tener varios grupos. Uno formado por sus coetáneos de la universidad —Manuel Camacho, Emilio Lozoya Thalmann, José Francisco Ruiz Massieu, principalmente—; el otro por economistas jóvenes como Montemayor, Colosio o José Córdoba, y uno más integrado por políticos procedentes de otros círculos como Patricio Chirinos y yo. Mi impresión es que les tenía especial aprecio a todos, aunque de distinta naturaleza.
Hacia 1985, Salinas, que ya estaba preparando su proyecto presidencial, impulsó a varios de ellos, como Colosio, a una diputación federal, con la idea de que se fueran fogueando políticamente por si la nominación le favorecía. De todos, por quien Salinas tenía sin duda más simpatía y afecto era por Colosio. De hecho, cuando yo regresé de trabajar en la embajada mexicana en España, en 1986, para ser oficial mayor de la SPP, Salinas me instó a conocerlo, lo que hice rápidamente. Colosio había sido también Director General de Programación y Presupuesto Regional en esa dependencia, un área muy importante porque desde allí se distribuían los recursos a los estados, de modo que era la ventanilla para los gobernadores, y además una posición de enorme confianza porque esa relación con los caciques locales a la postre sería muy importante. En suma, Salinas sentía aprecio real por Colosio —era un tipo que caía bien a todo el mundo, sencillo, norteño, sin pretensiones ni linajes— y lo veía como una especie de pupilo o hermano menor. Además, Colosio nunca competía con nadie, estaba en su lugar, y no generaba anticuerpos de ningún tipo.
Ya instalado en la presidencia, Salinas siempre tuvo claro que su candidato sería Colosio pero, como era usual en la cultura política de esos años, incluyó en su baraja otras opciones y las movía dependiendo de las circunstancias. Las señales eran abundantes para los que quisieron verlas. Primero, lo nombró coordinador de su campaña y más tarde presidente del PRI, y pese a la derrota en Baja California en las elecciones para gobernador de 1989 sus resultados al frente del partido entre ese año y 1991 fueron excepcionalmente buenos pues en las legislativas de este año el PRI arrasó.
Fue el mejor momento electoral de Salinas, de Colosio y del PRI. Y el último.
Salinas juzgó entonces que era la oportunidad para mandar a Colosio a otra área estratégica —Desarrollo Social— por tres razones al menos: gestionaba el gasto social, incluido el Programa Nacional de Solidaridad; trataba con los gobernadores de todos los partidos, y se suponía que allí estaba el constituency de lo que, según se especulaba, sería la base para la reinvención del PRI. En marzo de 1992, en el aniversario del partido, Salinas formula su tesis del liberalismo social, que daba soporte conceptual a lo que el gobierno intentaba hacer. Entre ese 4 de marzo y principios de abril, Colosio deja armadas las doce candidaturas para las elecciones de gobernador de 1992, entre ellas la mía, y el día 12 llega a SEDESOL. Es decir, para principios de 1992 era obvio que él sería el candidato. No había otro miembro del gabinete que le compitiera. A Colosio se le preparó a detalle y a conciencia.
La perestroika del PRI
Mucho se ha especulado sobre por qué Colosio. Además de las observaciones descritas previamente, esa pregunta puede plantearse de otra forma. Casi todo el sexenio, a la luz de los éxitos del gobierno, se habló de que se estaba haciendo una perestroika sin glasnost, que era la retórica binaria de moda entre algunos articulistas mexicanos tras la caída del Muro y la desintegración de la URSS. También era tema de conversación que salía en los encuentros de Salinas con otros mandatarios, y nadie sabía a ciencia cierta en qué iba a terminar Gorbachov habiendo empezado por lo político y no por lo económico, en un momento en que la economía soviética ya estaba hundida. El 4 de julio de 1991, por ejemplo, Salinas viajó a Moscú, y en una larga sobremesa posterior a la cena que el líder soviético le ofreció en la Cámara de Facetas del Kremlin, el entonces embajador mexicano, Carlos Tello Macías, le hizo en privado al presidente y a su comitiva un minucioso y bien informado análisis de la coyuntura soviética. Sus conclusiones eran dramáticas o, mejor dicho, realistas. Moscú estaba destrozada, sus luces apagadas y sus calles vacías. Vacías de vida. Aquello se desmoronaba.
Cuarenta y cinco días después, en agosto, ocurrió el intento de golpe de Estado a Gorbachov lo que confirmó los temores de que no iba a poder manejar los dos procesos en paralelo. Más bien, primero había que estabilizar, modernizar y mejorar razonablemente la vida de la gente y luego proceder a la apertura política porque iba a enfrentar a una nomenklatura que no quería cambios, como la historia lo demostró. Ése era el enfoque —y la apuesta— de Salinas: si había crecimiento económico y desarrollo social, los progresos democráticos y las reformas políticas serían más viables por añadidura, más graduales si se quiere por las resistencias dentro del viejo PRI, pero vendrían. Por una de esas coincidencias misteriosas, el mismo día en que sucedió el golpe en Moscú, se celebraron las elecciones intermedias en México con un resultado formidable para el PRI.
En ese contexto, Colosio era el más indicado para llevar a cabo la siguiente generación de reformas. La gestación de su candidatura no fue miel sobre hojuelas. Existía una histórica disciplina del PRI y las luchas internas eran reales, pero no cruzaban ciertas líneas rojas, o al menos no todavía. La posibilidad de que fuera Colosio era vista con escepticismo por el sector decadente del PRI, el del nacionalismo revolucionario, la empresa pública, la burocracia voraz y la corrupción, porque suponía la llegada —o con más propiedad la prolongación— de una nueva generación por formación, edad y trayectoria. Eran los expertos —los tecnócratas— y eso no le gustaba a la nomenklatura, a los residuos del echeverrismo que habían controlado al PRI por años, a los personeros de lo que con el tiempo mutó en Morena. Además, Salinas se los dijo en 1988 cuando el día de su elección admitió que se acababa la era del partido casi único. Fue un balde de agua helada para los que habían lucrado con el partido toda la vida. Y la derrota del PRI en Baja California, al año siguiente, con Colosio como dirigente nacional, fue, según ellos, el testimonio de la rendición.
Se cuenta que algunos priistas de Baja California llegaron a amenazar con hacer un túnel hasta el sitio donde estaban las boletas electorales para robárselas o algo así. Desde la misma noche de estos comicios, Colosio le informó telefónicamente a Salinas que el PRI perdía, que había muchas presiones para no reconocer el triunfo del PAN porque no se podía entregar un estado fronterizo al PAN y a la derecha mexicana, es decir, una reedición del “fraude patriótico” que al parecer operó Manuel Bartlett en las elecciones de Chihuahua en 1986. Estaban enfurecidos y, claro, se lo reprocharon a Colosio, pero éste se mantuvo firme, no había vuelta atrás porque los números eran incontestables. Salinas apoyó su posición sin reservas.
En conclusión, Colosio siempre fue el candidato in pectore. ¿Había otras opciones? Sí, sin duda, pero ninguna de la densidad que alcanzó Colosio en esos años. Por ejemplo, a Pedro Aspe le faltaba ambición y además tenía un perfil técnico que no encajaba bien con el proyecto del liberalismo social, así que no era alternativa real. En cuanto a Manuel Camacho él mismo liquidó sus posibilidades por varias razones. La primera es que siempre se exhibió y se condujo con un aire de superioridad chocante frente al resto del gabinete, una suerte de primus inter pares. Sentía haber sido el artesano de la candidatura de Salinas y que éste se la debía; todo el tiempo criticaba lo que los demás hacíamos y presumía tener su propio juego. Practicaba esa costumbre desleal de que al terminar alguna reunión colectiva le pedía al presidente hablar unos minutos a solas y allí intrigaba en privado lo que no se atrevía a decir en público. Todas estas actitudes fueron minando sistemáticamente sus posibilidades.
Por ejemplo, el 21 de marzo de 1992, en un vuelo a Ciudad Juárez, estábamos hablando el presidente y yo sobre los medios y salió a la plática Camacho porque le dije que era un problema para la comunicación que aquellos periodistas más críticos con el gobierno siempre encontraban refugio y aliento en el entonces jefe del departamento del Distrito Federal, que aparecía comprensivo y quizá dadivoso, lo que afectaba la cohesión de nuestra estrategia. Salinas no se inmutó y dijo en voz alta: “Acuérdate que nunca ha sido candidato quien se alía con los adversarios del presidente”.
Camacho hizo una mala lectura de las numerosas señales que sugerían que no sería candidato. La primera fue nombrarlo Regente de la capital en 1988 porque desde allí lo inmovilizaba para hacer política nacional. Camacho pensó que iría a Gobernación, y se quedó atrapado entre los dinosaurios —Fernando Gutiérrez Barrios, Carlos Hank, Jorge de la Vega, Bartlett, etcétera— y los newcomers —todos los demás—, y entonces labró su espacio tratando de influir en el presidente a propósito de cualquier tema, sobre todo si no eran de su competencia, y haciendo aliados entre los opositores de todo pelaje.
Para ciertas cosas, Salinas sí lo escuchaba porque solía articular algunos asuntos con cierta originalidad, pero de allí a que eso fuera el pasaporte seguro a la candidatura mediaba una constelación de diferencia. Camacho nunca comprendió esa lógica y naturalmente se hundió cuando supo que Colosio sería el candidato. Nadie lo engañó: conocía las reglas del juego, jugó con ellas y cuando perdió, las rompió. Pero esta ruptura, como bien dijo un cercano colaborador suyo, no fue ni de lejos una crisis interna en el PRI sino un mero berrinche personal que, por lo menos para el parto de la candidatura, no significó un problema mayor. En síntesis, nunca fue un contendiente verdaderamente de peso o por lo menos dejó de serlo en algún punto.
Atmósfera tóxica
Los problemas, sin embargo, surgieron después del parto en un escenario inesperado: el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas el 1 de enero de 1994. Aunque nadie sabe en qué paró el zapatismo, la epifanía que pretendió ser se frustró y a nadie parece importarle, en aquellos días el conflicto creó una atmósfera política muy tóxica, desestabilizó la campaña de Colosio —o, mejor dicho, la percepción de la campaña—, e introdujo incentivos entre quienes vieron, en esa sacudida, una oportunidad: Camacho y la nomenklatura del PRI. Por un lado, abrió la puerta para que éste reapareciera como el “gran salvador”, y, por otro, los reflectores mediáticos dejaron de seguir la campaña de Colosio y se concentraron, inevitablemente, en el conflicto. Salinas ha sido explícito en su libro, México, un paso difícil a la modernidad (2000) al relatar cómo vivó el episodio y las decisiones que debió tomar, entre ellas los cambios en el gabinete que por lo demás, según ha contado, conversó con el candidato del PRI.
El estallido de los Altos de Chiapas, a mi juicio, fue devastador para el presidente y para el gobierno, porque surgió en un momento de gran relevancia y no estaba en el libreto. Pero la política es la menos exacta de las ciencias. Y en ese sentido, en un momento de extrema necesidad, Camacho, que como ya dije verbalizaba los problemas con originalidad, debe haberle vendido al presidente algunas opciones que éste, dada la situación delicada, le compró. Probablemente, bajo ese mismo estrés, no se calcularon bien los efectos colaterales, principalmente mediáticos, que tendría designar a Camacho como Comisionado para la Paz. Esta decisión —explicable si se quiere, dadas las circunstancias, pero errónea al fin— también abrió una rendija —pero no la puerta— para que en las siguientes semanas una mezcolanza de personajes del viejo priismo y de gente resentida con Salinas, con Colosio, con las reformas o con todo a la vez, olfatearan que algo se movía, en lo que era más una proyección freudiana del deseo que una lectura compleja de la realidad.
Toda campaña empieza de menos a más. La de Colosio no fue la excepción, y como se vio espoleada por Chiapas y el protagonismo desleal de Camacho, la prensa política empezó a esparcir el rumor de que no levantaba y que era floja, y, con una ayudada de los damnificados por esa candidatura, de plano empezó a circular la idea de que podría haber un reemplazo. El 27 de enero, Salinas nos citó a gobernadores, funcionarios, legisladores y líderes del PRI a un desayuno en Los Pinos en donde soltó su frase: “No se hagan bolas, hay un solo candidato del partido, al que apoyamos todos y con él llegaremos al triunfo”. No me queda claro cómo o por qué ese lance, pero Salinas tenía buen olfato así que dudo que alguien —Colosio, por ejemplo— se lo haya pedido.
Ese mismo día, Colosio viajó a Aguascalientes, y sobre las cuatro de la tarde llegó a mi oficina de Palacio de Gobierno. Salimos a la calle y conversamos sentados en una banca de la plaza principal. Tenía un semblante serio, sombrío. Cuidadosamente, pero con apertura, me dijo que intuía que su relación con el presidente “no era la óptima”. Yo le sugerí que descartara esa impresión y que el “no se hagan bolas” era la mejor evidencia. Registró el comentario, pero creo que no se convenció ni cambió demasiado el rictus. Pienso que lo enrarecido de esos días había alimentado su suspicacia. Sin darme detalles, añadió que pensaba hacer una reestructuración de fondo en su equipo de campaña.
Sin embargo, es posible que esta hipótesis —la decisión de Colosio de hacer cambios— haya generado celos en una parte de su equipo. Así lo confirmó Ernesto Zedillo, coordinador de la campaña, que el 9 de marzo le envió una carta privada al candidato enunciándole los problemas más notorios: “claras deficiencias en el equipo de campaña. Calidad insuficiente en los recursos humanos, falta de coordinación, inconsistencia acerca de la situación que se enfrenta y un aprovechamiento ineficaz de las fortalezas del candidato”.
El problema de fondo era que Colosio tenía un equipo muy heterogéneo y débil —de hecho, varios equipos—, carente de empaque y disciplina suficientes, elementos críticos en una campaña. Algunos se sentían los nuevos gerifaltes, otros se dedicaron a hacerle la vida imposible a Zedillo y a tratar de decapitarlo, y varios más ya estaban pensando incluso en la siguiente sucesión presidencial. En esos círculos había gente buena, otros muy mediocres, y algunos más que le hicieron un daño terrible a Colosio y a su campaña, como Alfonso Durazo. Ellos pensaban que eran los propietarios únicos y exclusivos del candidato, del partido y de la campaña; no se dieron cuenta de que la política mexicana, y la política a secas, es el arte de las alianzas, y, antes bien, empezaron a intrigar a medio mundo.
Este clima interno le provocó enormes problemas a Colosio, y se convirtió en caldo de cultivo de rumores, especulaciones e inseguridades que afectaron la atmósfera de confianza indispensable en todo proyecto electoral. Yo intuí que, en ese instante tan delicado, Salinas ya había ensamblado los resortes psicológicos para orillar a Camacho a formular una definición sin ambigüedades en el sentido de que no buscaría ser candidato —lo que efectivamente declaró el 22 de marzo— y no quería que, como pez enjabonado, con cualquier pretexto se le escapara de las manos.
Al día siguiente, Colosio fue asesinado.
Y la historia cambió
Como a las siete de la tarde estaba en el Palacio de Gobierno y me hablaron para decirme que balacearon al candidato. Llamé a algunos colaboradores para que me dieran más información, pero todo era muy vago o borroso. ¿Qué había pasado? ¿Cómo estaba Colosio? Horas más tarde un vocero confirmó que el candidato había muerto. Apenas empezábamos a reponernos del movimiento en Chiapas; las complicaciones de la campaña; las circunstancias políticas frágiles, y de pronto, en cosa de minutos, ocurre el asesinato. Y la historia cambió. Fueron meses en que no hubo tregua para nadie.
Para Salinas, la muerte de Colosio fue devastadora en todos los sentidos. La situación de Chiapas estaba bajo control, así que el asesinato fue lo peor que pudo haber sucedido porque en perspectiva el balance del sexenio era excepcionalmente bueno. Todo esto —más lo que vino después— se transformó en una tragedia griega. Además, el presidente tenía que tomar decisiones y enfrentar una realidad muy cruel, pero inevitable y dura, que era retomar el control de los hilos del proceso político. Por lo que sé, Salinas empezó a recibir presiones de los cabecillas del viejo PRI que, todavía caliente el cadáver del candidato, vieron la oportunidad de asaltar el Palacio de Invierno y colocar a uno de los suyos como reemplazo. Luis Echeverría, por ejemplo, se apersonó en Los Pinos sin previo aviso para proponer a Emilio Gamboa como candidato. Los gobernadores empezamos a recibir llamadas de todos, y las cosas podían haberse salido de control. Salinas convocó, a solas y por separado, a varias docenas de personas para preguntarnos nuestra opinión sobre quién debería ser el nuevo candidato. Yo acudí a Los Pinos el 26 de marzo y le entregué un análisis al presidente, con algunas ideas sobre la atmósfera nacional, la correlación de fuerzas y el perfil del sustituto.
Entiendo que Salinas pensó en Aspe pero no transitó porque estaba impedido constitucionalmente; también en Francisco Rojas y creo que hasta en Fernando Solana, pero al final se decidió por Zedillo. Como se ha documentado extensamente, el 28 de marzo el presidente citó a las doce horas a los líderes del PRI y de las cámaras, a los gobernadores y a otros más en Los Pinos, convertido en sala de partos, y allí se nominó a Zedillo como candidato emergente.
El ambiente político y mediático de la Ciudad de México siguió en franca descomposición. Salieron a relucir los peores rasgos de la condición humana, o, al menos, de la vena política, en medio de una feria de rumores, denuncias y versiones disparatadas, así como un reparto de acusaciones y culpas. Por un lado, la pandilla del PRI había perdido la batalla en su pretensión de imponer a uno de los suyos, y, por otro, parte del equipo de Colosio se quedó en el desamparo y se instaló en el resentimiento: no sólo se habían esfumado sus ambiciones, sino que el sustituto fue el que menos querían. No obstante, días o semanas después, muchos de ellos acudieron solícitos a entrevistarse con el presidente y de allí obtuvieron candidaturas legislativas y cargos públicos.
A la distancia, tres décadas después de aquellos días trágicos, difíciles y amargos, los hechos suelen verse más nítidos y se tiene una perspectiva más clara. Como ha sucedido históricamente, los magnicidios suelen quedar registrados en el imaginario social como uno de esos eventos sobre los que siempre habrá opiniones encontradas, un tupido velo y, por consecuencia, nunca habrá conclusiones definitivas ni verdades absolutas o únicas. Si las hay, es poco probable que alcancen niveles altos de credibilidad a pesar de que, tras seis años de investigaciones (1994-2000) de los fiscales, la averiguación del homicidio sumaba 174 tomos, 68 mil fojas con 293 anexos, y casi 2.000 declaraciones ministeriales de distintas personas . En esto, como en muchas otras cosas, la duda, el prejuicio y la sospecha parecen formar parte natural de la psicología colectiva, habituada a vivir más cómodamente en la disonancia cognitiva entre los hechos y las creencias. Nada distinto ha ocurrido con el asesinato de Colosio.
Probablemente Colosio podría haber representado la continuidad de un diseño estratégico de país, de régimen político y por supuesto de conservación del poder. Pero sigue siendo un enigma el modelo de presidencia que Colosio habría hecho, lo que cae en otro terreno, el de la historia contrafactual: cómo habrían sido las cosas contrastándolas con lo que realmente sucedió.
En la historia política de México, habituada a lo binario —buenos contra malos, puros contra pecadores— frecuentemente se pierden aspectos clave para entender las cosas. Dice un escritor de origen vietnamita que hay acontecimientos decisivos, como las guerras, que se libran dos veces: la primera en el campo de batalla y la segunda en el recuerdo. Y este es un enfoque indispensable para entender la lógica que subyace en la política y el poder, y para averiguar, documentar y examinar, con evidencia razonable, la forma como los líderes gestionan crisis, de modo que sea posible obtener denominadores comunes, extraer precedentes y entender mejor la historia. El conocimiento de este caso estuvo inundado de especulación, o, mejor dicho, de elaboración de lo que a algunos les habría gustado; es decir, una reinvención de deseos y expectativas o una “proyección” de deseos.
Nada más que, como dice el historiador británico Edward Hallett Carr, “interpretar el pasado, no es lo mismo que inventar el pasado”. Y es cierto.
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