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PENSÁNDOLO BIEN
Columna
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Reforma eléctrica, pero ¿y si no se aprueba?

Si no camina esta reforma por razones políticas, habría que inventar otra para sanear un sector que opere en beneficio de todos los mexicanos y no para un puñado de empresas

Reforma eléctrica en México
Un electricista realiza trabajos en el cableado público en el colonia Álamos, en Ciudad de México.Isaac Esquivel (CUARTOSCURO)
Jorge Zepeda Patterson

Todo indica que la reforma energética propuesta por el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador será desechada en la Cámara de Diputados, salvo algún milagro político de último momento. Improbable pero no imposible, considerando que ese “milagro” consistiría en que medio centenar de legisladores del PRI traicionen la instrucción de sus líderes y sumen su voto a los de Morena y aliados el próximo domingo.

Tratándose de priistas nunca se sabe, pero por lo pronto habría que asumir que no prosperará la propuesta obradorista de reinstalar la hegemonía del Estado en todo lo relacionado a la generación y distribución de energía eléctrica.

Más allá de la polarización política que convierte toda polémica importante en un asunto de vencedores y vencidos, habría que preguntarse cómo queda el interés público, al margen del éxito o del fracaso político del Gobierno o de sus opositores en este tema. Tendríamos que salir del esquema binario de “buenos y malos” y confrontar el saldo resultante en función de las necesidades del país, y no solo de victorias y derrotas políticas. En ese sentido, es preocupante el abordaje desde la perspectiva de “todo o nada”, fuese en un sentido u otro. Es decir, más allá de preocupaciones ambientalistas legítimas y dudas razonables sobre la eficiencia del Estado, habría que estar conscientes de que el rechazo a esta reforma, a mi juicio, dejaría intocados problemas aún más lamentables.

La reforma intenta combatir prácticas inaceptables de abuso y corrupción que no son menores y conjurar riesgos mayores en términos de dependencia y encarecimiento de la energía. Las soluciones propuestas por el Gobierno pueden no convencer a muchos, pero eso no descalifica ni resuelve la pertinencia o la necesidad de abordar las fallas estructurales que acusa el sector por los cambios introducidos en la reforma de Peña Nieto, que ahora se trataban de enmendar.

Es una lástima que, como tantas otras cosas en este sexenio, la discusión de una propuesta para resolver un preocupante diagnóstico haya resultado rehén de la batalla política entre dos visiones de país que, si bien están obligadas a convivir y a encontrar puntos de coincidencia, se empecinan en desenlaces en los que el vencedor “toma todo”. Y en esto las dos partes llevan responsabilidad.

Por un lado, tiene razón el Gobierno cuando afirma que buena parte de la resistencia obedece a la defensa de intereses espurios, originados en las ganancias extraordinarias de empresas amparadas en la coartada de ofrecer energías limpias. Como sucedió con otras iniciativas peñanietistas, el aeropuerto de Texcoco por ejemplo, la intención original de resolver una carencia o un problema, en este caso la necesidad de ampliar la producción de energías alternativas apoyándose en la inversión privada, derivó en una orquestación encaminada a expoliar recursos en beneficio de unos cuantos, medrando con la infraestructura y las finanzas públicas. Estos intereses están detrás de las campañas de desprestigio y oposición en contra de la reforma obradorista. También lo están los adversarios poco dispuestos a conceder una victoria política a este movimiento.

Pero, dicho lo anterior, existen preocupaciones legítimas sobre la capacidad y eficiencia del Estado para constituirse en el garante único de un bien básico como es la electricidad. Si la privatización ha dado lugar a actos sistemáticos de rapacería, tampoco puede ignorarse la burocracia, la ineficiencia y la corrupción en la historia de las paraestatales y los organismos públicos.

Una iniciativa que propone un giro en esa dirección, como es la nueva reforma, estaba obligada a responder a preocupaciones sobre la atingencia del Estado para hacerse cargo sin incidir en esas fallas. Venimos de una dura experiencia puntual en la que la necesidad de romper el monopolio de las medicinas, reivindicación justa y atendible, dio lugar a una intervención estatal mal diseñada que ocasionó una aguda escasez perjudicial en lo inmediato para muchos mexicanos. Y no estoy diciendo que la CFE estuviera condenada a fracasar en caso de restablecer la preeminencia del Estado, después de todo su reputación es superior a la del resto de la administración pública, pero sí que se habría requerido una argumentación sólida de cara a la sociedad sobre la forma en que serían conjurados los riesgos de burocratización, sindicalismo charro, ineficiencia o corrupción. Y ciertamente se habría necesitado mucho más que exhibir un pañuelito blanco en la mañanera para decretar el destierro de la corrupción en el Gobierno, lo cual a ojos de los mexicanos obviamente no ha sucedido.

Algo similar pasó con el tema ambiental. A mi juicio se ha satanizado la propuesta y se le ha llevado a un encuadre injusto y maniqueo según el cual “energías limpias vs energías sucias” es un correlato de lo “privado vs público”. La iniciativa tendría que haber enfatizado las muchas maneras en que el Estado podía haber incentivado la generación de energías alternativas por parte de ciudadanos y de la sociedad, sobre bases justas y razonables. Pero prefirió justificar el nuevo orden a partir de la denuncia de la expoliación y el abuso de las trasnacionales. Las primeras reacciones frente a las preocupaciones ambientalistas consistieron en una descalificación de los argumentos por considerarlos una manipulación de los poderosos grupos afectados (que los había, pero no necesariamente en todos los casos). Posteriormente, cuando las autoridades argumentaron la congruencia del proyecto de reforma con las exigencias ambientalistas, fueron percibidas como parches o justificaciones expost para salir al paso y no como parte sustantiva de la propuesta.

Mucho de esto deriva del rasgo que ha dominado la operación política y de comunicación de la 4T en su conjunto, y no exclusivamente de la CFE. Si el presidente ha escogido la polarización y la denuncia permanente, es comprensible que toda exposición de motivos se justifique mucho más a partir del diagnóstico (es decir, “los errores del neoliberalismo”) que en las bondades de las soluciones ofrecidas.

Ahora bien, no podemos ser ingenuos y creer que la reforma será rechazada porque el balance entre las ventajas y desventajas es negativo a juicio de los legisladores. Será rechazada, si el voto se confirma, porque Morena y el PRI no llegaron a una negociación favorable. No son precisamente las convicciones ambientalistas de los priistas lo que movió la balanza.

El presidente ha dicho que pasará una ley de minería que asegure el control del litio por parte del Estado si la reforma no se aprueba, pero eso no compensa los muchos otros aspectos que esta intentaba subsanar en materia de abusos, excesos y prácticas inadmisibles, las preocupaciones sobre autosuficiencia energética o las distorsiones en precio y abastecimiento que provoca la intervención predominante del mercado. Eso, y no el balance de victorias o derrotas políticas, es lo que tendría que preocuparnos. O, dicho de otra manera, si no camina esta reforma energética por razones políticas, habría que inventar otra. ¿Cómo sanear el sector para que opere en beneficio de todos los mexicanos y no para un puñado de empresas?

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