Los productores mexicanos de café y cacao resisten en Chiapas ante un clima impredecible
Los agricultores del sur batallan contra las lluvias torrenciales y el aumento de la temperatura, mientras sus comunidades menguan por la falta de prosperidad económica


Entre la neblina de los bosques tropicales del sur de Chiapas, al límite de la frontera con Guatemala, crecen dos cultivos vulnerables a desaparecer por el cambio climático: el café y el cacao. Los agricultores ya no pueden predecir el clima para sembrar, ni protegerse de las lluvias torrenciales que traen plagas, ni resguardar las plantas del granizo. Aun así, los que todavía se aferran a conservar su medio de vida y evitar migrar a la ciudad, como muchos en su comunidad, buscan formas de adaptar sus plantaciones. Asisten a clases donde aprenden cómo prepararse ante las inclemencias del clima y a diversificar sus ingresos. Eso les permite reducir las pérdidas de su producto, un bien preciado que —aunque se paga cada vez más caro en las cafeterías— no da tranquilidad a sus bolsillos.
Las regiones aptas para sembrar cafetales podrían verse reducidas hasta un 50% a nivel global en los próximos 30 años, según un estudio de la Universidad de Ciencias Aplicadas de Zúrich. La predicción para los cultivos de cacao es similar, llegando a perder sus cultivos a la mitad por las sequías. Estos frutos son especialmente sensibles a los aumentos de temperatura, que disminuyen drásticamente el rendimiento de las cosechas, así como a las sequías que merman la producción. Pese a que en Chiapas a los agricultores no les preocupa la falta de agua, son golpeados una y otra vez por el exceso. Con una temporada de lluvias cada vez más intensa y cambiante en el calendario, es más difícil saber cuándo sembrar para que las gotas no hagan caer las flores antes de que sean polinizadas. La humedad no solo no deja secar los frutos, sino que atrae hongos que desatan temibles plagas que diezman las cosechas. Además, los deslaves aíslan a las comunidades y las dejan a merced de los “coyotes”, intermediarios usureros que aprovechan la vulnerabilidad de aquellos que no pueden salir a comerciar para comprar el producto a un precio mercenario.





Para aliviar el flujo de desplazados climáticos que abandonan sus cultivos y reducir el golpe en la economía de los campesinos, la Organización Internacional de Migraciones de la ONU ha desarrollado un programa de escuelas de campo para asesorar a los productores ante un panorama incierto. Adriana Rodríguez, bióloga y coordinadora del proyecto de adaptación climática para la agricultura, reconoce que el cambio climático es un factor confuso y abstracto más entre los problemas que enfrentan las comunidades. Los pueblos del sur están atravesados por realidades más tangibles como la pobreza, la pérdida generacional de trabajadores de campo, la inseguridad en una zona disputada por los grupos armados y los desastres naturales. “Hace tres semanas tuvimos una lluvia muy intensa. Hubo mucho lodo y quedaron comunidades incomunicadas. Las zonas más altas, que es donde crece el café, tienen más riesgo porque son terrenos muy pronunciados y degradados por la deforestación para cultivos. No hay raíces que retengan el suelo y se deslavan”, explica. Además, ante el aumento de la temperatura, los productores deben buscar el frío en las zonas más altas para sembrar, lo que eleva el precio que cobra el trabajador por bajar las cajas de la montaña. “Con todos los riesgos climáticos que enfrentan, ya no les rinde”, lamenta Rodríguez.
Entre el olor a tierra mojada y el humo de leña que inunda el aire, su proyecto ha reunido a varios agricultores en el ejido de La Trinidad, en las faldas del volcán Tacaná. Las calles están repletas de árboles de café que crecen silvestres, asomando las preciadas cerezas rojas. Aquí se reúnen dueños de plantaciones y trabajadores para aprender a preparar mesas de secado, lo que les permitirá evitar que el café se llene de hongos o fermente al dejarlo al sol en el suelo. Además, facilita vender el café seco, mucho más redituable que venderlo con la pulpa. A pocos metros, las manos curtidas de Edna Morales González preparan las bebidas y alimentos para la actividad. Desde que la plaga de la broca arrasó su cultivo de Arábica, esta agricultora de 63 años decidió solo plantar Robusta, más resistente, aunque menos demandada y, por lo tanto, peor pagada. “Le invertimos todo lo que tenemos al cultivo, a sembrar, a podar, a limpiar el terreno y a los insumos. Pero muchas veces apenas vemos ganancias”, asegura. En estos talleres también ha aprendido a fabricar sus propios fertilizantes y fumigadores, para ahorrar al dejar de comprarlo a grandes empresas.

Morales recuerda perfectamente cómo la sequía de hace tres años hizo que la producción bajara a mínimos y esta temporada, con una inusual lluvia que no da tregua, a sus árboles les cuesta madurar el producto sin pudrirse y tornarse negros. Pese a que ha visto cómo los hombres abandonan las plantaciones y migran para trabajar en Tijuana y Ciudad Juárez por un salario más amable, ella se niega a irse. A su lado, Paula Pérez Ortiz, de 69 años, narra como cuida de sus terrenos ella sola. “Tengo una hija que gracias a Dios ya tiene sus estudios y su profesión, me suplica que, cuando pueda, venda el terreno. Pero yo llevo 52 años trabajando el café y les hablo a mis plantas para agradecerles todos los días por darme de comer”, dice orgullosa.
Con los jóvenes migrando para estudiar y trabajar,los agricultores envejecen sin nadie que quiera relevarlos en la tarea de mantener a flote el café mexicano. Anselmo Martínez, de 45 años, se ha visto muchas veces tentado a irse a la ciudad. Empezó a trabajar en cafetales a los 7 años, tal y como hizo su padre y su abuelo antes que él. En su familia recuerdan tiempos mejores, cuando el calor no desesperaba a la hora de trabajar y los horarios laborales eran más amables, ya que no había que madrugar tanto para evitar la lluvia. “El clima no está loco, somos nosotros los humanos los que lo echamos a perder”, expresa con tristeza. Martínez dice que, pese a que cada vez es más difícil la tarea, él la seguirá aguantando mientras pueda. Este año, además, el precio del mercado para el café mexicano le ayuda, después de que las heladas quemaran las plantaciones de Brasil, el principal productor del mundo. Con todo, se pregunta quién cortará el café en el futuro. “Cada vez hay menos patrones porque sus negocios de café quiebran y yo no le puedo pedir un buen precio por la caja que recolecto si a ellos no se lo pagan”, señala.






A pocos kilómetros de allí, en el ejido de Río Florido, los productores de cacao maldicen las lluvias que desatan la plaga de la moniliasis. Este hongo, que prospera con la humedad, genera una plaga que deforma las mazorcas y endure las semillas. José Antonio Rodríguez Aguilar, de 72 años, se resigna y dice que ya ha aprendido a convivir con ella. “Aparece cuando más llueve y entonces, de 50 mazorcas de cacao, sólo puedo cosechar 10″, señala. Junto a su mujer, Anita, son de los pocos que siguen apostando por el cacao pese a su ingente necesidad de agua. “Nosotros tenemos suerte porque tenemos un río cerca, pero hay compañeros que no tienen tanta agua. Si tienes un pozo, hay que invertir en una bomba que cuesta 18.000 pesos, pero eso prefieren cambiar la siembra a maíz, nuez de la India o mango”, dice la pareja que ha visto cómo su comunidad ha ido menguando por mudarse al norte. “A mi hijo, un amigo le ofreció irse con él a Estados Unidos, pero le recordamos que los que migran no regresan. Al final me dijo que a él le gustaba el campo y que su futuro estaba aquí”, exclaman orgullosos mientras don José luce con la cabeza alta la gorra de la universidad de su hijo, quien ha estudiado Ingeniería Agroalimentaria y les ayuda con los terrenos.
Pese a que sus árboles, todavía jóvenes, prometen dar buenas cosechas, no quieren arriesgarse a perderlo todo por una sequía, una inundación o la plaga. Por ello, están aprendiendo a trabajar el chocolate, crear una marca, diseñar un logo y a empaquetarlo para tener su propio emprendimiento además del campo. “Si aprendemos a secarlo, tostarlo y molerlo para transformarlo en chocolate le sacamos más dinero. Mi hijo se hubiera ido pero le ha gustado este negocio y ocupará mi lugar en el cultivo de cacao. La ventaja es que no migrará”, señala don José desde su casa, donde los granos de cacao desprenden su dulce aroma al secarse al sol. “Toda la juventud prefiere irse, pero yo de aquí soy y aquí me quiero morir”, sentencia.
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