Chiapas, territorio tomado
EL PAÍS recorre la frontera del Estado más pobre de México, una región dominada por los grupos criminales. De Tapachula a la selva Lacandona pasando por Comalapa y Chicomuselo, esta historia ilustra la pelea entre carteles, el abandono del Estado y su rastro de asesinatos, desplazamientos, secuestros y extorsiones, pero también los intentos de la población local y la migrante por sobrevivir
Una familia venezolana encerrada en una jaula para gallos, de camino a Tapachula, aguarda su turno de salida. Un viejo, helado de frío, recuerda en la noche de Comitán la huida de su hogar en la frontera, las amenazas del crimen, aquel papel que le querían hacer firmar. “Firmar, ¿para qué?”, susurra. Un grupo de campesinos, adolescentes y ancianos, armados con viejos fusiles de caza y ametralladoras último modelo, guisan sobre las brasas, mientras vigilan la entrada de Frontera Corozal. Un coronel guatemalteco y su brigada custodian la desembocadura del Suchiate, en el Pacífico: “Aquí está todo el tráfico: de droga, de armas, de personas”. Un grupo de hombres disfrazados de policías, con pistolas al cinto, irrumpe en Nueva Palestina con un mensaje: a partir de ese momento, ellos dictan la ley. Uno de los pocos vecinos que quedan en una comunidad de Chicomuselo, en el centro de la batalla, murmura una preferencia peligrosa: “Vinieron los de Sinaloa y nos pidieron apoyo. Se lo dimos”.
Estas seis imágenes repartidas a lo largo de más de 600 kilómetros de frontera ilustran estos días la batalla por Chiapas. El Estado más pobre de México es un territorio en disputa, víctima del pulso entre los dos grupos criminales más poderosos del país, el Cartel de Sinaloa y el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG). En las costuras de la pelea sobrevive la población, prisionera de un conflicto armado que recuerda a Tamaulipas, Michoacán o Guanajuato, extraño a estas tierras hasta hace poco tiempo. Cuna de la última guerrilla que nació en América, imagen de las desigualdades del país, del turismo de aventura y la pobreza extrema, Chiapas mira ahora a la frontera y su rastro de asesinatos, secuestros, desplazamientos forzados y extorsiones.
Las escenas de arriba iluminan un viaje de mes y medio de seis reporteros por la geografía del conflicto, de Frontera Corozal y Nueva Palestina a Tapachula y la desembocadura del río Suchiate, pasando por Frontera Comalapa, Chicomuselo y las puertas de la sierra Mariscal. Decenas de testimonios recogidos en este tiempo alumbran el terror y la paranoia de la población, que se siente abandonada por el Estado. Durante el recorrido, la presencia de las autoridades es intermitente. El Ejército, la Guardia Nacional y la policía llegan cuando algo ya ha ocurrido, siempre tarde. La población mira con desconfianza, como si ellos, los uniformados, fueran también parte del problema.
Documentos de la Secretaría de la Defensa Nacional, aireados por la filtración del grupo de hackers Guacamaya, muestran la hegemonía del Cartel de Sinaloa en el negocio criminal en el Estado hasta 2022. Más o menos por entonces, la organización sufrió una escisión tras una disputa interna. El CJNG aprovechó la ocasión para infiltrarse por el flanco del Pacífico, desde donde lanzó sus tentáculos hacia el norte, explica a este diario Lantia Intelligence, consultora especializada en los movimientos del crimen organizado en México.
Así se fragua una guerra por los negocios fronterizos de una región pobre: cruce de migrantes, de drogas, influencia de cara a las elecciones de junio... En palabras de las organizaciones de derechos humanos que monitorean la situación, en la zona se desarrolla un “conflicto armado no reconocido”, una batalla que ha sacado de sus casas a al menos 10.000 personas solo en la frontera central, según los cálculos del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas. El Gobierno federal y estatal tratan de rebajar el ruido y hablan incluso de un Estado en paz. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) lo llama guerra civil.
La confusión subyace a la tragedia. En pueblos y comunidades de Chicomuselo y Frontera Comalapa, campesinos y vecinas prefieren al Cartel de Sinaloa. A sus ojos, el CJNG encarna el mal, la extorsión, mil motivos para la huida. En la selva Lacandona, con los de Jalisco aparentemente replegados al frente de batalla del centro del Estado, Sinaloa domina sin necesidad de hacer mucho ruido. En la costa, la vieja unidad del Cártel de Sinaloa se ha roto y ahora distintas facciones pelean para mantener el control del Suchiate y las rutas de tráfico que salen de Tapachula hacia el norte. En todas las regiones, los testimonios señalan que a veces es muy difícil saber quién es quién. Mientras, entre las plazas y sus disputas, los vecinos, los migrantes, los cautivos.
Contra El Maíz
Ni un alma pasea sus penas por las calles de Nueva América. Apenas hay trajín ganadero, ajetreo agrícola, prisas de viajeros. Nada. La luz ocupa el espacio que dejaron los vecinos del ejido, la mayoría se fueron. Algunos perros vaguean sobre el piso de tierra, desconcertados, aburridos. En el camino a la presa, el esqueleto de una camioneta forastera encarna la confusión y el nerviosismo de los que quedan. Nadie sabe cómo llegó ahí, nadie dice de quién es o por qué la abandonaron. Es la tónica estos días en la frontera central de Chiapas, muchas cosas se ignoran, las demás, se callan.
En una esquina de la plaza del ejido, dos hombres murmuran. Ven a los recién llegados y uno se mete corriendo a la casa. El otro se queda. Es el único vecino con un pie en la calle, en un kilómetro a la redonda. “Por allí bajaron los grupos”, dice, cauteloso, moviendo el mentón dos milímetros. Se refiere a la calle de enfrente, el camino a la presa, la brecha donde yace el esqueleto de la camioneta. “Bajaron, pero donde toparon fue ya en la y griega”, añade. Dice “toparon”, como si dos amigos se hubieran encontrado. Pero no, allá, en la y griega, donde el camino se parte en dos, rompió la última balacera entre el Cartel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Aquello ocurrió el 15 de enero y no era la primera vez. Desde hace año y medio, la batalla por la frontera central mantiene aterrorizada a la población de decenas de comunidades y ejidos, caso de Nueva América. Es una batalla vieja en escenarios nuevos. Según informes de Lantia Consultores, “el CJNG se ha desplazado gradualmente de Tapachula al norte, donde había una presencia muy fuerte del Cartel de Sinaloa, también en la frontera central. Estos enfrentamientos que hemos visto en la zona son el resultado de eso”.
Los más de 15 testimonios recogidos en Nueva América y en otras comunidades de Chicomuselo y Frontera Comalapa, a principios de febrero, y entre la población desplazada de esos y otros ejidos en Comitán y Tuxtla, la capital, destilan miedo, una sombra pegajosa. Sus nombres no salen aquí para evitar cualquier tipo de represalia. “Está todo muy tenso, estamos rodeados”, dice una señora en la cabecera de Chicomuselo, una mañana, en voz baja; “nos querían comprometer a trabajar para ellos, como carnada”, lamenta un señor de Bella Vista, el pueblo vecino, una noche ventosa, en Comitán, donde vive desplazado.
El frente de la batalla discurre entre la vertiente oriental sur de la presa de La Angostura y la sierra Mariscal. Las cabeceras de pueblos como Chicomuselo, en las faldas de la montaña, parecen atrapadas en una eterna tarde de domingo, las calles vacías, muchos negocios cerrados. Comunidades alejadas de las cabeceras resultan prácticamente inalcanzables. En la ruta, uno y otro grupo instalan sus retenes. Como policías, paran al viajero, le piden su credencial, le toman fotografías… Desde La Trinitaria a Motozintla, pasando por Frontera Comalapa, Chamic, Amatenango, Chicomuselo, Sultepec, etcétera, uno y otro grupo viven persiguiéndose, peleando por las riquezas fronterizas.
Luego está la propaganda, las tretas del CJNG y el Cartel de Sinaloa para convencer a los pobladores de que su vía es la correcta, la mejor para ellos. A diferencia de lo que han hecho en otras partes de México, en la frontera central de Chiapas, donde el tejido social es rico y profundo, unos y otros parecen adaptarse a las formas de vida locales. Los testimonios recopilados señalan, por ejemplo, que el CJNG se disfraza de organización social –o usa a una organización social de la zona, o una mezcla de ambas– para convencer a la gente, u obligarla, a que se integre en su estructura.
Los pobladores llaman a esta especie de brazo social del CJNG, “El Maíz”. El señor que cuenta que los criminales querían que él y su comunidad trabajaran para ellos “como carnada” se refería a El Maíz. Explica que un día, en diciembre del año pasado, llegó gente de ese grupo para que “les firmara un papel”. El señor es autoridad en su comunidad. “Querían que jalásemos con ellos, que les diéramos comida, que les mantuviéramos, pero no teníamos nosotros ningún beneficio… Ahí ya la gente comenzó a salir de la comunidad”, explica. La ironía es terrible. En una región agrícola de subsistencia, el crimen ha pervertido la relación entre un cultivo venerado y la palabra que lo nombra.
El único hombre que pisa la calle en Nueva América ilumina las tretas de los cárteles y las preferencias locales. “Dos días antes del topón, los de Sinaloa ya habían entrado aquí a hablar con la gente”, explica, como quien describe el vuelo de los pájaros. “Se estuvo de acuerdo con ellos, porque no se quería que entrara El Maíz”, añade. El hombre dice que la reunión que convocó Sinaloa tenía un objetivo bien claro: que cuando llegara El Maíz, los pobladores les cerraran el paso. Por lo que cuenta, no hubo dudas, tampoco resistencias. Era parte del estado natural de las cosas.
Esa aparente aceptación del Cartel de Sinaloa en Nueva América se escucha con cierta frecuencia en la frontera central. A grandes rasgos, los pobladores ven con buenos ojos al grupo y desconfían del CJNG. “No quieren aquí a El Maíz”, dice el hombre de la plaza de Nueva América. “Los de Sinaloa no te obligan a que jales con ellos, si uno quiere bien, y si no, no. Pero los otros sí te obligan”, señala. Esto es, a participar en bloqueos de carreteras cuando el grupo lo necesita, a pagar cuotas, en algunos casos. A mantenerlos, a darles de comer.
Un vecino de Frontera Comalapa cuenta el caso de la cabecera de ese municipio, el más importante de la región, reducto de El Maíz, rodeado por Sinaloa. “Aquí ahora se vive tranquilo, porque todo está controlado por El Maíz. Todos los comerciantes, todos los transportistas, están integrados a la fuerza en esta organización. Toda la vida depende de ellos. Las últimas elecciones no se llevaron a cabo, desaparecieron las urnas y se acordó poner un consejo de gobierno cuyos miembros pertenecen a ellos”, dice.
No queda claro si los vecinos de Nueva América llegaron a cerrar el paso al CJNG el día que Sinaloa lo pidió. Pero todos coinciden en que el domingo 14 de enero, la tensión podía cortarse con un cuchillo en la zona. Un religioso que frecuenta la región dice que, para ese día, los grupos ya habían cortado algunos caminos. Un vecino desplazado a Comitán cuenta que, en la noche, empezaron a escucharse disparos en El Plan, la entrada de la comunidad. Otro recuerda: “Yo me fui de allí el lunes por la tarde y justo cuando llegábamos a la presa, se empezaron a agarrar a balazos en la y griega. Cada quien salió como pudo”.
Según pasaban las horas, la situación se tornaba más confusa. El martes por la mañana, el Ejército llegó a la comunidad. En vez de sentir alivio, los vecinos lo vieron como una amenaza y se juntaron en El Plan para evitar cualquier avance. Se armó una batalla campal. En redes sociales se compartieron vídeos de militares y pobladores intercambiando pedradas y bombas de gas lacrimógeno; en otros, un jefe militar les regaña con crudeza. En el camino que baja de El Plan a las casas, los pobladores tumbaron decenas de árboles y cruzaron los troncos sobre la pista. Los militares los quitaban a golpe de motosierra. Fueron cientos los vecinos que dejaron la comunidad en esos días.
¿Por qué no querían que entrara el Ejército? Pobladores de Nueva América, religiosos conocedores de la situación, vecinos desplazados, dan una respuesta sorprendente. Para todos, el Ejército abre camino al CJNG. “No queríamos que entraran los militares, no les tenemos confianza. Detrás de ellos vienen los otros, todos revueltos”, dice uno, en Comitán. “Gentes de otras comunidades ya nos habían dicho que les abren camino, y ya ellos llegan y cobran piso”, dice otra mujer, también en Comitán.
No hay evidencia de que esto ocurra, claro. Tampoco hay evidencia de la batalla de hace dos semanas esta tarde en Nueva América. La camioneta negra en el camino a la presa extraña allí como la falta de sonido, de ruidos. En la y griega, un auto blanco, quemado, yace a un lado del camino, como el esqueleto de una vaca muerta. Pocas imágenes representan mejor el olvido que esos huesos hechos de fierro oxidado.
La selva armada
La última frontera de Norteamérica es un tajo retorcido que acuchilla la tierra y divide dos mundos. Aquí, en Frontera Corozal, un pueblo de campesinos choles en el corazón de la selva Lacandona, lo llaman el río Usumacinta. Su embarcadero ha sido desde hace décadas la puerta de entrada de miles de personas de Centro y Sudamérica a México, la penúltima parada en la odisea hacia al norte.
Muchos vecinos prosperaron al calor de los negocios, más o menos legales, más o menos éticos, que llegaron con los migrantes. Otros simplemente se acostumbraron a vivir viendo pasar gente con acentos del sur. El muelle era un trasiego de personas y oportunidades que atrajo las miradas equivocadas. Hoy está vacío. Una amenaza, la sombra de una guerra, obligó a cerrarlo. Las barcas quedaron encalladas en la orilla de arena. Cuando la tarde bosteza, solo se escuchan los aullidos de los saraguatos.
Un grupo de campesinos custodia el embarcadero. Camisetas de deporte, gorras descoloridas, botas de rancho. Todos van armados: la mayoría con viejos fusiles de caza de puntería poco afilada; unos pocos, con metralletas último modelo que han comprado a las mafias guatemaltecas. Si el azar los hubiera hecho nacer en otras geografías, hace tiempo que muchos saborearían la jubilación. Aquí, hace meses que tuvieron que abandonar sus sembrados y reconvertirse en milicianos.
Está Alberto, que carga a sus espaldas con 73 años y una escopeta de caza, él, que no entiende de guerras, solo del sudor en la frente al trabajar el campo, de vivir tranquilo, que por aquí significa vivir con el lomo doblado sobre la tierra hasta que te mueres. Está Andrés, de 26, que votó a López Obrador, pero dice que el lema de “abrazos, no balazos” del presidente no funciona en Chiapas. Está Fidencio, de 58, que cuenta que no quiere matar a nadie, solo recoger su cosecha. Está Carlos, de 75, que lleva medio siglo en la Lacandona y dice que qué culpa tiene la gente, que por qué vienen a maltratarlos.
Ellos lo llaman la guardia comunitaria. Dicen que es lo único que mantiene a raya la descomposición que traen los cárteles. Que no quieren que su hogar se vuelva un campo de batalla, como pasó allá arriba, en la otra frontera, ese desierto sinónimo de tanto horror al norte del país. Que son granjeros, no soldados, pero quién les va a defender cuando vuelvan los malos, si los del Gobierno no hacen nada.
A Alberto no le gustan los extraños ni sus preguntas. Pide identificaciones, pasaportes, carnets de prensa. La paranoia irrumpió el mismo día que el Cartel de Sinaloa y, aunque parece que los han expulsado, el miedo se ha quedado. Los criminales contagiaron su lógica de guerra a los habitantes de la selva. Cuando el viejo campesino finalmente se atreve a responder, lo hace en lengua chol. No habla español. Uno de sus compañeros, más joven, traduce:
—La delincuencia entró libremente, con armas, traficando, matando gente. La policía estatal se involucró con los malos. Cobraban a los indocumentados. La Fiscalía también cobraba su cuota. Nunca habían entrado tanto los cárteles. Soy viejo, pero aquí voy a morir, en la guardia, porque no quiero que perjudique a nuestros nietos, nuestro futuro.
En la Lacandona la guerra es más discreta que en el resto de Chiapas; la violencia, sutil, maquillada. El terror psicológico es un arma poderosa: de las decenas de personas entrevistas, líderes sociales y campesinos que se han visto obligados a huir, solo un puñado se atreven a dar su nombre. El miedo se ha propagado como el delirio de una fiebre selvática.
La Lacandona no tiene una historia de paz. Sus comunidades son pobres: indígenas desposeídos que reclaman sus tierras frente a caciques que se niegan a dejarlas. El oeste es el bastión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, la reacción inevitable en forma de guerrilla contra la miseria de siglos. La selva, aislada, siempre ha sido una región fértil para lo ilícito. Los aviones cargados de cocaína aterrizan en pistas clandestinas desde que la droga es un negocio rentable. Los coyotes recorren las carreteras a su antojo con camiones hacinados de migrantes. La violencia, sin embargo, no había arrollado la región como en otras partes de México. El conflicto actual es nuevo.
La burbuja estalló en septiembre.
Los hombres de Sinaloa llegaron a Frontera Corozal, dijeron que eran enviados del Gobierno, pidieron listas de los negocios para cobrar derecho de piso. Las autoridades indígenas no les hicieron caso. Entonces ocurrió el primer secuestro. Luego el segundo. Después el tercero. No hizo falta un cuarto. Como no podían fiarse de los policías estatales ni los rurales, en la nómina del cártel, la asamblea decidió organizar la guardia comunitaria. La misma que desde entonces custodia las dos entradas: la del embarcadero y la de la carretera. Todos los hombres del pueblo están obligados a participar en ella. Algunas mujeres colaboran también. Quien no participa, paga multa.
La asamblea nombró encargado para la paz y responsable del diálogo con el Gobierno a Esquivel Cruz. Sentado en el porche de su casa, explica: “Nosotros no estamos preparados para ser policías, nos dedicamos al trabajo del campo. Si Chiapas estuviera en paz, no estaríamos haciendo esto. No queremos dejar lo poco que tenemos porque nos ha costado mucho construirlo. No es vida lo que estamos viviendo, pero ni modo, esa es la nueva normalidad para nosotros. Si dejamos la guardia van a entrar y a los primeros que van a matar somos nosotros”.
El control es total. Una mentalidad de colmena se ha instalado en Frontera Corozal. El alcohol está prohibido. Hay toque de queda. Dicen que todos son policías, que ya no hay pandillerismo porque también arrestan a los chavales sospechosos: los que visten de negro, llevan tatuajes, tienen miradas agresivas. Saben que han renunciado a libertades básicas, que si estalla el conflicto los muertos los pondrán ellos. “Hacemos responsable al Gobierno federal. Nos estamos exponiendo, pero no tenemos otra alternativa”, lamenta Cruz. Es el precio a pagar por esta paz sucia que se parece mucho a la guerra.
El Cartel de Sinaloa no esperaba esta respuesta colectiva, la movilización de la gente que se niega a aceptar la violencia como parte de sus vidas. Un mes antes, pasó lo mismo en Nueva Palestina, un pueblo de casas bajas, habitantes sudorosos, calles de tierra, tuc tucs. Un grupo de hombres disfrazados de policías irrumpió en las oficinas de las autoridades con pistolas al cinto. Dijeron que eran la nueva ley. La gente se rebeló, pidió una intervención militar, marchó contra los cárteles, montó su propia guardia. Una calma tensa se instaló. En la sombra, las amenazas volaron. Hubo gente que huyó, se escondió, sufrió en sus carnes las represalias y ya no se atreve a alzar la voz. La vida siguió.
Un centenar de militares ha acampado en San Javier, entre Frontera Corozal y Nueva Palestina, en el mismo cruce de caminos en el que antes los cárteles cobraban peaje a los coyotes. Hasta los soldados tienen miedo. “Hay grandes extensiones de Chiapas controladas por el crimen organizado, y muchos de nosotros somos de la región o de aquí cerca, tenemos que proteger nuestra identidad. Ahorita [los cárteles] están tranquilos porque estamos aquí”, confiesa uno de ellos. Lo que el joven uniformado no dice es lo que pasa cuando ellos no están.
Es paradójico: a pocos kilómetros del retén militar, en San Javier y la cercana comunidad de Lacanjá Chansayab, está el epicentro de los cárteles. Allí viven los jefes de plaza, nombres como Cabrero Segundo o Hugo Chambor. También hay aldeas como Bethel, con cabañas de madera y suelo de tierra, la fotografía de la miseria absoluta, la mano de obra barata de los criminales, la carne de cañón. La zona atraía también turismo de aventura por la selva y las ruinas mayas de Bonampak, pero las agencias ya no vienen por miedo. La zona hotelera es un pueblo fantasma. “Yo nunca jamás voy a ir con los cárteles, pero no puedo huir. Me han amenazado: ‘O te aplacas o venimos a por ti’. No hay respuesta del Gobierno. Y sin turistas perdemos día a día”, dice un hotelero.
Los soldados están presentes más como símbolo. No intervienen. El tráfico no se detiene a pesar de su presencia. La gente sobrevive como mejor sabe. Unos huyen. Otros clavan la mirada en el suelo, aprenden a vivir en silencio. Los que pueden se organizan, tragan saliva, toman las armas. Tiran de épica, rezan para no estar ahí cuando la selva escupa balas. Están solos. Cuando en el río Usumacinta cae la noche, los campesinos armados cocinan en grandes calderos sobre brasas en el suelo. Los saraguatos siguen aullando.
Suchiate, testigo del crimen
Todos lo vieron flotar. Río abajo, contenido por bolsas de basura, el rostro cetrino, los ojos cerrados. Sus rasgos hinchados en las redes y en los celulares. Todos lo grabaron al pasar. Más allá, nadie sabe. No saben los periodistas ni el ejército, tampoco los políticos ni los ejidatarios, no saben los que manejan las lanchas, no sabe el que dirige los panteones. ¿Quién era antes de que lo tiraran a las aguas sucias del Suchiate? ¿Cómo terminó acá revuelto? Lo recogieron al final del recorrido, azotado por un océano que le devuelve al río todo lo que no le corresponde: la basura y las ofrendas. Algunos dicen que su cuerpo lavado continúa todavía en el Servicio Forense de Tapachula. Sin identificar, pronto acabará dónde van los que se mueren sin nombre en esta frontera. Tendrá la tierra de una fosa común encima. La compañía de una botella de plástico con un papel dentro: el número de la carpeta de investigación que no responde quién era ni por qué lo mataron ni por qué al río. Lleva en su cuerpo estampada la lógica feroz de una guerra, ahora en Chiapas. Lo vieron todos, no lo reconoce nadie.
El río Suchiate nace en las faldas del volcán Tacaná y llega hasta el océano Pacífico. Su cauce oscuro separa Guatemala y México. Es por él que Tecún Umán y Ciudad Hidalgo son dos ciudades distintas. Ellas son la puerta y el río, el pasillo. Por encima cruzan miles de tráileres con mercancías cada semana, y, por debajo, mojado, todo lo demás. El ejército de Guatemala y los políticos de México lo describen igual: este es un límite poroso.
La frontera estuvo décadas manejada a ambos lados por el Cártel de Sinaloa. En Tecún Uman (Guatemala) gobernó durante 11 años, Erick Súñiga, alias El Pocho, sucesor elegido del grupo de los Chamalé, pastor y empresario. Fue extraditado a final de 2019 a Estados Unidos por sus vínculos con el narcotráfico, murió a los meses, y su hija, Isel, que fue Miss Guatemala, lo dirige ahora. “Se le ha llenado la casa de Jalisco y de Sinaloa. No se puede controlar”, cuenta un reportero, después de recordar los 200 balazos que le dieron al director de la policía municipal.
La Brigada de Operaciones de Montaña de Guatemala, dirigida por el comandante Juan Ernesto Celis, patrulla estas tierras de plataneros, llega hasta la desembocadura de un río agotado, recorre la arena que recibe al Pacífico. “Hemos incrementado la presencia en estas áreas. La orden que tenemos es tener estabilizado este límite político”, señala y unos metros más allá ya es México. Llegó el Ejército porque las comunidades guatemaltecas de la frontera habían empezado a denunciar la entrada de integrantes del crimen organizado. El problema, apunta el comandante, es que cuando se van ellos, no vigila nadie. Es entonces cuando todo cruza: las personas, las armas, las drogas.
Al otro lado de las aguas turbias, la alcaldesa de Ciudad Hidalgo, Sonia Eloína Hernández, alias La Chona, pidió a las madres que cuidaran a sus hijos, porque la situación estaba “fuera de control”: “Pórtense bien y el que se porte mal, por favor les pido que respeten a la ciudadanía”. Poco después, el Gobierno de Estados Unidos prohibió a su gente acercarse a esta localidad. En esta zona los datos no mienten. En 2023, la Fiscalía del distrito, llamado Fronterizo Costa, abrió 723 carpetas de investigación por homicidio —136 de personas migrantes asesinadas— en 14 municipios que bordean la frontera y llegan hasta el Pacífico. Ahora todo se ha multiplicado: los ejecutados aparecen en el Walmart de Tapachula y en los caminos, al lado de una escuela, frente a las casas.
Con la música atronadora, en un bar vacío de altísimas paredes verdes, dos políticos que estuvieron vinculados al ayuntamiento de Ciudad Hidalgo hablan del miedo. En enero acribillaron a David Rey, aspirante del frente opositor a la presidencia municipal. Lo ejecutaron después de visitar una zona a la que debía llegar Xóchitl Gálvez a hacer un mitín unos días después. “Esta ciudad ya no la controla el Gobierno”, dicen los que fueron funcionarios. ¿Entonces quién? “Pues Sinaloa”.
El Tío Gil, hombre de confianza del Chapo Guzmán, manejó aquí la entrada del tráfico durante años. En 2016 lo detuvieron en Guatemala y lo extraditaron a EE UU por distribución de cocaína. Lo sucedió su hijo: El Junior. Lo mató un comando en 2021 y la jerarquía se complicó.
El reportero está tan amenazado que reconoce que ya solo le permiten hacer su trabajo a medias; a cambio, puede llevar a sus hijos al colegio. Dibuja el panorama: dos facciones de Sinaloa, una a menudo confundida también con el CJNG, se pelean desde hace año y medio esta puerta, la entrada a México. Susurra nombres y vínculos: El Botana que es sanguinario y hermano de una presidenta municipal de Morena, El Memo que lo detuvieron después de hacer un pacto con la muerte para sobrevivir a las balas, El señor de los caballos que tiene una guerra sin cuartel contra El Güero Pulseras. Y los que se quedan entre las patas de los grandes: los narcomenudistas que trafican y mueren, los halcones que vigilan y mueren, los polleros que trasladan y mueren, los migrantes que cruzan y mueren. ¿Es uno de ellos el cadáver que flota en el Suchiate?
Hace meses que no llueve y el río se puede cruzar caminando. Aun así, casi todos los migrantes eligen a los balseros guatemaltecos: les engañan en quetzales, pero no arriesgan a los niños ni a los documentos que cargan desde hace miles de kilómetros. Han acampado a la orilla del lado mexicano, porque el Instituto Nacional de Migración ha montado ahí un puesto de control, que les promete autobuses hasta Tuxtla Gutiérrez, la capital del Estado. Los migrantes son muchos y los buses, pocos. “A los que tienen dinero los trasladan rápido y a los que no, tienen que aguantar hasta que migración quiere”, resume Heyman Vázquez, cura de referencia de Ciudad Hidalgo.
La perspectiva de una semana esperando sobre un cartón húmedo, frente a un río que hiede y bajo un sol de 40 grados obliga a muchos a empezar la travesía a pie. Pero si quema la sombra, arde el asfalto.
Genésis y su familia caminaban por un costado de la carretera hacia Tapachula cuando se los llevaron. Era mitad de febrero y hacía un par de semanas que habían salido de Caracas. Se acercaron cuatro motoristas y les ofrecieron adelantarles parte del camino. “Nos hablaban de Dios, por eso nos montamos”, dice esta mujer menuda que tiembla. Los conductores los llevaron ante unos hombres armados. “Nos encerraron en unas jaulas para gallos”. Les pedían 1.100 pesos por persona (unos 60 dólares) para liberarlos. “Pero no los teníamos”, llora. Estuvieron horas enjaulados con otros migrantes que no conocían. No puede identificar el lugar, solo se veía monte. Los soltaron cuando ya era de noche. Los sicarios se quedaron a dos de las mujeres. Los demás llegaron agotados y perdidos en la madrugada a una caseta de migración, justo donde se lee: “Viva México”.
El camino hacia el norte (Huehuetán, Huixtla, Mapastepec, Pijijiapán, Arriaga) está plagado de controles. Pero Migración y la Guardia Nacional solo retienen a los migrantes si van dentro de algún vehículo, los dejan pasar si van caminando. “El Gobierno le apuesta a que el migrante se canse, se desgaste físicamente y económicamente”, describe el padre Heyman: “Es un dineral el que están haciendo con los migrantes. Las personas que trabajan moviéndolos también le dan su mochada a las autoridades”.
Esto es una carrera de obstáculos con una presa que avanza a trompicones entre el verde de los plataneros. A la altura de Mapastepec, Yamineth enseña una foto de su celular: es un tatuaje de tinta de un ave fénix en su antebrazo, se lo puso, dice, el cartel. Quien los vendió como ganado fue una camioneta gris a la que le pagaron por acercarlos unos kilómetros. “Cuando nos bajaron, lo primero que vimos fueron personas superarmadas, con capuchas. Nos hicieron a una esquina y nos dijeron: ‘Esto no es un secuestro como muchas personas le llaman, esto es para que transiten en el pueblo de Tapachula sin que nadie los moleste. Le vamos a cobrar 1.100 pesos mexicanos, aquellas personas que no tengan, no salen. Aquí tenemos Western, recibimos el dinero que les manden. Si vemos algo raro, tenemos que actuar”. Los revisaron, pusieron cinta en los celulares, los encerraron en un corral vallado. “Habían niños, bebés chiquiticos, de meses, personas que tenían tres días ahí. Nosotros teníamos el dinero. Pagamos y salimos”. Había gallos alrededor. El norte todavía queda lejos. “¿Es verdad que hacia allá se pone peor?”.
En el río Suchiate, en la selva Lacandona, en la sierra Mariscal, la vida transcurre así: de lado, con un ojo mirando hacia delante y otro hacia atrás, con las orejas bien abiertas, alerta, siempre alerta. Pese a ello, los gobiernos estatal y federal tratan de quitarle importancia al asunto. El presidente, Andrés Manuel López Obrador, decía en febrero, por ejemplo, que las denuncias son parte de “campañas mediáticas” en su contra. El gobernador, Rutilio Escandón, cercano al mandatario, aseguraba en enero que “en Chiapas se vive en paz”. Hay cifras que sostienen sus dichos, caso de la tasa anual de asesinatos, relativamente estable. Pero esa estabilidad abona la confusión. En muchos casos, las víctimas no denuncian, en otros, la realidad desborda la ley, ciega ante el desplazamiento forzado, el miedo y la zozobra de la población.
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