“Tienes que aprender a compartir”. ¿De verdad es una frase útil para los niños?
Mi experiencia como padre de dos hijos me ha permitido identificar tres situaciones conflictivas recurrentes en las que se lanza esta expresión a los niños, y la más complicada es la que se vive en el parque
Como padre, confieso que he acabado usando sin querer una frase que ya me daba grima antes de tener hijos: “Tienes que aprender a compartir”. Con mi primera hija la empleé muy poco, porque en casa ella tenía suficientes juguetes y ninguna competencia que se los quisiera quitar. Y, además, la mayoría de sus amigas eran igual de generosas, desprendidas o distraídas, y casi nunca había conflictos, a menos que se tratara de sus juguetes preferidos. Pero con el tiempo vi tres situaciones conflictivas recurrentes en las que yo u otros adultos nos veíamos soltando la frasecilla para evitar males mayores.
La más complicada se vive en el parque, con niños de la clase o con desconocidos, donde siempre aparecen momentos de tensión geopolítica paternal. Nosotros invertimos tiempo, dinero y espacio en llevar la típica bolsa de juguetes (de plástico y baratos, pero juguetes nuestros, en definitiva). Y no tardaban en aparecer los buitres. Esos niños asilvestrados, espabilados, con un punto salvaje, que acuden a la novedad ajena con el ansia de los locos que en las cabalgatas de Reyes se pelean con los niños por caramelos gratis.
Alguno hay que se queda mirando desde la cercanía, como un vampiro esperando a que se le invite a entrar. Pero la gran mayoría alarga la mano sin dudar para llevarse los juguetes, pase lo que pase. Lo más normal es que entonces se produzca un forcejeo, donde tu criatura diga “es mío, es mío” a lo Gollum y el otro haga más fuerza, demostrando que la propiedad privada le importa bien poco cuando no se trata de la suya. Y lo más normal también es que acabe llorando el tuyo, porque es más civilizado y educado, y porque tiene unos padres que se preocupan de llevarle juguetes al parque y no ha tenido que desarrollar actitudes criminales para conseguirlos.
Son niños pequeños, claro; están aprendiendo, vale; lo hacen sin mala intención, esperemos que sí. Pero en algún momento habrá que ponerles límites para que no se acaben acostumbrando a que la ley del más fuerte siempre triunfa.
En situaciones así, donde sabes que algún niño acabará magullado, te sale invocar el hechizo “tienes que aprender a compartir”. La frasecilla puede tranquilizar el ambiente y disolver la pelea, aunque de rebote acabe entristeciendo a tu criatura. Porque, en el fondo, le estás diciendo que lo suyo no es suyo, y que tiene la misma prioridad un agresor desconocido que tu propia sangre.
Yo no le dejaría mi iPhone ni un libro ni mi botella de agua a un desconocido, y para mis hijos sus juguetes de plástico de tres euros son igual de valiosos. Pero muchos nos vemos obligados a este compromiso de paz porque ni te vas a llevar a tu hijo del parque, que él no tiene la culpa, ni, en principio, le vas a gritar a otro niño o a sus padres (aunque ganas no te falten).
Otro escenario inquietante se produce cuando estás en tu casa y los que quieren algo a toda costa son los invitados (los hijos de amigos, que pueden tener una relación más o menos esporádica con tus críos, o sus propios compañeros de clase, que los ven cada día y han sido ellos quienes les han dicho de jugar en casa).
Y, por último, el tercer clásico de posesión y pelea: cuando tienes más de un crío son tus vástagos los que luchan ferozmente por juguetes que de normal ignoran completamente. A veces el pequeño quiere algo de la mayor, que ella usa actualmente, o peor, los dos se discuten por algo que es de la casa, al grito de “¡es mío, es mío!”. Las patadas y arañazos entre hermanos se ven menos graves en el código penal familiar, pero duelen igual, así que toca siempre destensar la situación. Si les pides siempre que compartan, los mayores pueden creer que solo tenemos ojos para los pequeños y que sus pertenencias son en el fondo un leasing familiar. Y si decides como juez que el propietario sea el único que lo emplee, al final estás perjudicando a los pequeños, que lo heredan casi todo. No hay un win-win, solo reparto de enfados y control de daños, hasta que alguno o ambos lloran y luego se desahogan y se olvidan.
Por mucha tensión que se viva en cualquiera de estos tres casos no se debe obligar a compartir, y menos antes de los cuatro o cinco años. Porque hasta esa edad no entienden que la situación durará cinco minutos, y se imaginan que les están robando para siempre.
Los expertos recomiendan intervenir poco, a menos que la violencia vaya escalando como cualquier día en Twitter. Podemos desviar la atención del juguete preciado a otros que estén libres, proponer jugar en grupo con el objeto de deseo o iniciar otra actividad que les apetezca y les lleve a olvidarse del conflicto. Pero debemos respetar la decisión de nuestros hijos, sobre todo ante desconocidos agresivos.
Al final, yo tengo dos tácticas rápidas y prácticas cuando se trata de familia o amigos: ser salomónico y repartir el objeto entre los niños, para que jueguen en tandas alternativas, o directamente requisar el objeto problemático con la frase “esto lo he pagado yo, así que es mío”. Siguen cabreados igual, pero al menos ya no se pelean entre ellos.
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