Carta a mi hijo con discapacidad: del dolor a la esperanza por un momento de felicidad
Al principio no acepté tu diagnóstico ni sus consecuencias. Hoy he de reconocer que cuando digo que he aceptado tu destino no soy del todo sincero, ya que aún me queda un reducto de rebeldía
Querido Alvarete,
Aquel día de julio pegaba el sol con fuerza, nos tocaba hacerte la última prueba para descartar que tuvieras algo grave, apenas tenías 16 meses. Mientras tanto, tu madre, tu abuela y yo estábamos en la sala de espera, refugiados del calor, hablando distendidamente sobre qué íbamos a hacer ese verano. Se abrió una puerta y salió un doctor con cara compungida, supe que nos buscaba a nosotros y rápidamente me acerqué a él antes de que tu madre, que estaba embarazada, pudiera reaccionar. Aquel buen hombre me explicó la situación y trató de darme ánimos, pero su manera de agarrarme del hombro me transmitió lo contrario. Según terminó de hablarme, me perdí por un pasillo y llamé a nuestro amigo Ramón, ginecólogo de tu madre, y le pregunté si debía contarle la noticia a tu madre dado su estado…
Como bien conoces, Alvarete, al principio no acepté tu diagnóstico ni sus consecuencias. Me acuerdo de la primera pregunta que le hice a la neuropsicóloga después de que me hablara de las consecuencias de tu enfermedad: le pregunté si podríamos ir al Calderón tú y yo juntos. No sé por qué pregunté justo eso y no algo más profundo, pero así fue. Aún visualizo la cara que ella puso antes de intentar hacerme entender lo que aún no estaba preparado para comprender.
Le he dado muchas vueltas en mi cabeza a aquellos días, me muevo por ellos con facilidad sin perder un solo detalle y como si se tratara de películas que ves una y otra vez; con cada visualización aprecio nuevos matices que me ayudan en mi proceso de comprensión. Ahora sé que lo que más me costaba aceptar era que todas aquellas esperanzas que había puesto en ti se desmoronasen de un plumazo. ¿Cómo podía pensar que mis sueños eran más importantes que tu propio destino?
Pasé los peores seis meses de mi vida, no di fruto y me sequé. Las noches me quemaban, las mañanas me aliviaban y el trabajo se convirtió en un bálsamo. No estuve a la altura de las circunstancias, pero afortunadamente la vida había generado en mí unas raíces sólidas, que con el nacimiento de la primera de tus hermanas se reactivaron. La gratitud que sentí fue el mejor de los abonos para volver crecer. Qué importante fueron para mí, en aquellos momentos, las raíces. Aquellas creencias, vivencias, relaciones e incluso errores previos me habían dejado un poso que ni yo sabía que existía. Unas raíces que no hice nada, al menos conscientemente, para merecerlas.
Nuestros padres son los primeros jardineros que trabajan nuestra tierra, a medida que crecemos y tomamos nuestras propias decisiones, las exponemos a injerencias externas, positivas y negativas, dejando que otros también las trabajen. Estas decisiones, por pequeñas que sean, son de vital importancia, ya que necesitamos que la tierra esté bien cuidada para que sea fértil y así los vientos del destino no arranquen las cosechas y, si lo hacen, estas puedan volver a crecer.
La gratitud me llevó a la aceptación. Pero he de reconocerte que cuando digo que he aceptado tu destino no soy del todo sincero, ya que aún me queda un reducto de rebeldía que, como aquellos maravillosos galos, no claudica. Los estoicos piensan que no merece la pena luchar contra lo que no se puede cambiar, puesto que así se evitan sufrimientos innecesarios, pero yo creo que tener esa pizca de locura, que sala sin sal, me ayuda a vivir la aceptación con esperanza, aunque parezca contradictorio.
No pienses que es una esperanza en que te vayas a curar o vayas a volver a hablar, es una esperanza en tu sonrisa, en un paseo, en dormir del tirón, en que encuentres un amigo o en que tengas un buen día que nos permita volver al Calderón, aunque ahora se llame Metropolitano. Esperanzas que se cumplen y que van directas a aquel tarro, que nunca se llena, de la gratitud. Esas esperanzas se convierten en metas que motivan, que impulsan, que nos sacan una sonrisa y que sirven para estar centrados y no salirse de un camino que no siempre es fácil de seguir.
Ramón me recomendó que hablara con tu madre, que era fuerte y que debíamos afrontarlo juntos. Me costó enfrentarme a aquel momento. La cara de susto de tu madre, sabiendo que no le iba a decir nada bueno, tu abuela moviéndose en círculos o el abrazo en el que nos fundimos, con esa sensación de cosquilleo por no tener suelo en los pies, no se me podrán olvidar nunca. Tu madre, durante esos seis meses, fue dura, cariñosa y también supo ser paciente conmigo. Ella ya era consciente que llevaba otra vida en su interior y que, al contrario de lo que yo pensaba, la hacía más fuerte.
Te quiero,
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