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Personas con discapacidad
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Carta a mi hijo con discapacidad: somos celosos de nuestros problemas, pero hay que pedir ayuda

Puede parecer una utopía, pero me encantaría que algunos de aquellos que te ayudan no lo hicieran por compasión, cariño o, incluso, amor, sino que lo hicieran por amistad. De esta manera, su relación contigo crecería

Discapacidad
Alvarete, de 16 años, disfruta de un momento con su madre.A. V.

Querido Alvarete,

El otro día leía que en un yacimiento arqueológico habían encontrado a una madre abrazada a su hijo con discapacidad, protegiéndolo de lo que fuese que los amenazara. Hace miles de años los humanos ya nos protegíamos los unos a los otros, el sentimiento de familia y amistad ya estaba arraigado. Los derechos humanos no estarían puestos en papel, pero las buenas personas ya los aplicaban y luchaban por ellos sin la necesidad de ser recompensados.

Hoy tenemos más derechos que nunca pero, quizás, hemos olvidado la esencia y el motivo del porqué de estos derechos. Primar el derecho individual sobre el colectivo y confundir derecho con comodidad es lo que puede condenarnos. Tu vida, y la de tantos otros, es un derecho no solamente legal sino, aún más importante, natural, y mi comodidad no debería ser más que un hándicap a superar.

Hace unas semanas te fuiste de campamento con la Fundación Ava —asociación para mejorar la calidad de vida de niños con trastornos neurológicos y de sus familias—, lo que nos permitió al resto de la familia experimentar lo que entienden otros por un fin de semana “normal”.

Por primera vez, pudimos ir juntos tu madre y yo a ver el partido de voleibol de una de tus hermanas, dejamos las ventanas abiertas de par en par sin miedo a que te tiraras, nos levantamos tarde y sin las prisas que genera tu atención al despertar. Además, fuimos a cenar fuera, descubrimos que las cadenas de comida rápida no son tan rápidas los sábados y vimos en el cine a mi amigo de la infancia, Mario. Tu hermana pequeña quitó el reposabrazos que había entre su asiento y el mío y no paró de abrazarme y de mirarme durante toda la película, como si yo nunca hubiera estado tan disponible para ella, lo que me llevó a pensar que quizás no estoy haciendo las cosas del todo bien.

La verdad es que fue un fin de semana en el que desconectamos mucho mentalmente, no tanto físicamente, al no haber parado de hacer cosas, como si nunca hubiéramos salido de casa. Todos disfrutamos mucho, pero cuando estábamos paseando al lado de donde haces atletismo con la fundación, una de tus hermanas me miró y me dijo que no podía parar de pensar en ti y que te echaba mucho de menos. Esos días nos sirvieron para desconectar y descansar, pero también para darnos cuenta de lo mucho que dependemos de ti y de tu sonrisa. Espero tenerlo en cuenta cada vez que vaya a quejarme.

Ese fin de semana fue gracias a la entrega de gente maravillosa. Gente dispuesta a ayudar y a entregarse por los demás. Tanta generosidad puede llegar a sorprender o incluso a generar rechazo, pero al experimentar lo que se siente al ayudar, se comprende que los principales beneficiados son los que ayudan. Nos avergüenza pedir ayuda, nos incomoda, creemos que nos debilita y, por tanto, rechazamos las manos tendidas de los que nos quieren. Somos tan celosos de nuestros problemas que los enquistamos interiormente, convirtiéndolos en una carga insoportable. No pedimos ayuda, pero no paramos de quejarnos, lo cual debería descalificarnos.

Una de las cosas por las que más pido es que algún día tengas un “amigo” fuera de tus grandes compañeros de colegio. Tienes mucha gente que te quiere y que se preocupa por ti, pero me da la sensación de que falta algo; cuando te veo “jugando” solo con tu pelota en el suelo se me rompe el alma. Me acuerdo cuando ibas a la clase TGD (centros de escolarización preferente para alumnos con trastornos generalizados del desarrollo) y en tu clase ordinaria de referencia estaba Sara, que no te veía como un niño enfermo, tampoco te veía como uno más, te veía como su amigo Alvarete. Te invitaba a su casa y jugaba contigo, a pesar de tus dificultades, y aún años después, desde Alemania, seguía acordándose de ti.

Puede parecer una utopía, pero me encantaría que algunos de aquellos que te ayudan no lo hicieran por compasión, cariño o, incluso, amor, sino que lo hicieran por amistad. De esta manera, su relación contigo crecería, sería algo más que un trabajo o voluntariado y, solo entonces, entenderían que la amistad no requiere reciprocidad y, al hacerlo, recibirían de ti mucho más de lo que te dan.

Debemos aprender a escuchar las peticiones de la gente que amamos, ya que muchas veces hablan sin hablar y gritan en silencio. Esas sonrisas de ojos cansados o andares de hombros gachos. Qué fácil es darse cuenta de que un ser querido necesita ayuda, pero qué difícil es no autoconvencerse de lo contrario.

Para mí, las madres que conozco son el espejo en el que todos deberíamos mirarnos: por su facilidad de comprensión, su fortaleza para no mirar para otro lado y su capacidad de actuar a pesar del cansancio. Lástima que no sepan alzar la voz pidiendo ayuda o que nuestro egoísmo nos encere los oídos. Tu madre, incansable, con su ejemplo me transmite más fortaleza que nadie y sin ella nada sería igual.

Aquella madre que abrazó a su hijo no pudo salvarlo del peligro, pero le dio la fortaleza para afrontarlo. Cuántas madres hoy hacen lo mismo por sus hijos, siendo fuertes por ellas, llorando por dentro y sonriendo por fuera, demostrando al mundo que no hay amor más grande y desinteresado que el de una madre.

Te quiero,

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