Por qué debemos proteger a los niños de la publicidad
La medida del Ministerio no trata de prohibirte que sigas comiendo magdalenas para desayunar, lo que pretende es que todas esas empresas que condicionan tus elecciones alimentarias lo tengan más difícil
Es difícil de entender. Yo al menos no logro comprender cómo una medida que busca proteger la salud de la población infantil puede ser calificada de amenaza contra la libertad. Hablo de la medida anunciada por el Ministerio de Consumo de limitar la publicidad de alimentos insanos dirigida a público infantil y adolescente en televisión, radio, redes sociales, webs, aplicaciones, cine y periódicos y que ha suscitado reacciones cuanto menos sorprendentes. Como la de Ismael Sirio López, el responsable de comunicación online del PP, que con este tuit dejaba muy clara su opinión. «Que dice Alberto Garzón que va a prohibir no sé qué». O la de Isabel Ayuso, también en Twitter. De verdad que me cuesta entender los conceptos de prohibición y libertad que se manejan en estos tiempos posmodernos.
En junio de 2020 el abogado Francisco José Ojuelos publicaba junto al nutricionista Julio Basulto el artículo Libertad parental como barrera frente a la publicidad de productos alimentarios malsanos dirigidos al público infantil en la revista Pediatría Atención Primaria. En el texto sus autores afirmaban que la libertad de las familias de rechazar la oferta de alimentos insanos no es un mecanismo de protección eficaz, “porque el mensaje publicitario de alimentos malsanos es normalmente engañoso”. Y es engañoso porque incumplen sistemáticamente un buen número de normas y tratados de “buenas intenciones” que resultan ser nada. Un trampantojo. Es por esto que situar el debate desde la “libertad” no es solo una falacia sino algo que vulnera directamente los derechos de la infancia. Desde que en 2005 se firmó el código de autorregulación PAOS, encargado de regular el marketing de los alimentos insanos, nuestra alimentación y la de nuestros hijos e hijas no ha dejado de empeorar. El 40,6% de los niños de entre 6 y 9 años, y el 20% de los adolescentes, tienen sobrepeso u obesidad. Está ampliamente demostrado que la mayor presencia de anuncios publicitarios de alimentos malsanos se relaciona con las actuales tasas de obesidad infantil.
Pedir a la industria alimentaria que se autorregule para proteger la salud de la población es como pedirle a la lluvia que no nos moje. Ya lo advirtió Margaret Chan, directora de la OMS de 2007 a 2017: “Si una industria está involucrada en la formulación de políticas de Salud Pública, tengan la seguridad de que aquellas medidas más eficaces serán: o bien minimizadas o bien apartadas en su totalidad”. Si ser el cuarto país europeo con mayor prevalencia de obesidad infantil no nos da pistas de que hay que hacer algo más que lo que se ha venido haciendo no sé muy bien qué más necesitamos. Podría decir como Richard Louv en Los últimos niños en el bosque cuando habla sobre el trastorno por déficit de naturaleza: “Es la salud, idiotas”.
Además, hay un problema de comprensión lectora bastante importante porque hay una gran diferencia entre limitar la publicidad de productos que son perjudiciales para la infancia (y para el resto de la población) y prohibir su consumo. La medida del Ministerio no trata de prohibirte que sigas comiendo magdalenas para desayunar o que le sigas llevando a tus hijos el bollo relleno de chocolate de tu infancia, lo que pretende es que todas esas empresas que condicionan tus elecciones alimentarias lo tengan más difícil para hacer pasar como “buenrolleros” alimentos que tienen un claro impacto en nuestra salud. Oh, sorpresa, la mala alimentación es un problema de salud pública y la industria alimentaria no es un dulce corderito. A los negacionistas y a los defensores de la libertad les pregunto: ¿para qué necesita la población infantil la publicidad? ¿A quién beneficia? ¿Qué le aporta en su vida? ¿Qué derechos infantiles vulnera su regulación?
Para abordar el problema de la alimentación infantil se requiere un enfoque ambicioso y valiente que deje a un lado los intereses económicos de la industria alimentaria y que ponga en el centro la salud. Es curioso, porque poner en el centro la salud, a su vez también está muy relacionado con los intereses económicos, pero no con los de la industria, sino con los del sistema sanitario: mejor alimentación, menos enfermedades prevenibles, menos gasto. Es difícil escapar de las técnicas del marketing alimentario, ya que van más allá de hacer anuncios divertidos o con los que se identifiquen los niños. También hay otras técnicas que se nos pasan desapercibidas, como los conflictos de interés de asociaciones y organismos que se suponen defensores de la salud infantil y que sin embargo avalan productos insanos a cambio de financiación. Es cierto: la publicidad no es la única causa de los datos de malnutrición. No lo es, pero es uno de los factores que condicionan nuestra salud junto con otros como la educación y el nivel económico. Educación y regulación de la publicidad no son acciones excluyentes. Hay que promover una mayor y mejor educación alimentaria desde la infancia –empezando por los adultos–, pero también hay que repensar quiénes pueden acceder a la información y, por supuesto, a los alimentos saludables. No es casualidad que los grupos de población más desfavorecidos sean los que tienen unas mayores tasas de obesidad y enfermedades prevenibles. Todas las familias necesitan tener acceso tanto físico como económico a alimentos frescos y saludables para mejorar sus decisiones alimentarias, lo que requiere de acciones reales que no busquen complacer a la industria alimentaria. ¿Esta es una cuestión que depende únicamente de la responsabilidad individual o debemos tratarlo como un problema colectivo? Claramente lo segundo.
Tengo que volver a escribirlo para encontrar la trampa: limitar la publicidad de alimentos insanos dirigida a público infantil. A lo mejor hay algo que yo no veo, porque donde otros encuentran una prohibición, yo encuentro una protección. Ensalzamos la infancia nominalmente, pero en la práctica nos importa muy poco. Lo hemos visto quizás con más nitidez desde que empezó la pandemia. Por ejemplo, los niños fueron los últimos en poder salir a la calle y en poder volver a tener contacto con otros iguales. ¿Recordáis que los parques estuvieron cerrados mientras que los bares permanecían abiertos? ¿O la clase de menús escolares que se dieron en la Comunidad de Madrid a los niños y niñas más vulnerables? A la infancia hay que protegerla, pero no construyendo parques de caucho con infames vallas de colorines, ni agendizando sus vidas con extraescolares infinitas, ni llevándoles en coche a la puerta del colegio hasta que cumplen los 18. A la infancia hay que protegerla dejándola de utilizar para nuestro beneficio adulto. Porque para defender el derecho a la salud de todos los niños y niñas debemos empezar por tratarles como ciudadanos y no como consumidores. Porque no puede ser que la infancia solo nos importe si podemos sacar un rédito de ella.
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