De Kafka a Amélie Nothomb: el padre como objeto literario
Los relatos de paternidad en primera persona aún siguen siendo una rareza, así que a falta de que se cuente a sí mismo, el padre llega a los lectores contado por sus hijos
“Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo”. Con estas líneas arranca la Carta al padre de Franz Kafka, posiblemente el texto literario más emblemático y reconocido para explicitar hasta qué punto puede marcar la vida de una persona la relación que esta mantenga con su padre. Toda la obra del escritor checo, de hecho, se entiende mejor a partir de esta carta manuscrita que Kafka nunca entregó a su progenitor y que, como gran parte de su trabajo, solo vio la luz tras su muerte.
Ya sea por su influencia para bien o para mal, la institución paterna ha alimentado no pocas novelas biográficas y de autoficción, hasta el punto de convertir al padre en un codiciado objeto literario. Solo en este inicio de año se han publicado varias novelas que ponen su foco sobre la figura paterna. En Primera sangre (Anagrama, 2023), la escritora belga Amélie Nothomb se retira a bastidores para ceder todo el protagonismo a su padre, Patrick Nothomb. Partiendo de un hecho traumático que se produjo unos años antes del nacimiento de la escritora, Nothomb indaga en la particular infancia y adolescencia de su padre, en el curioso encuentro de este con su futura mujer (y futura madre de Amélie) y en el origen, al fin y al cabo, de la que acabará siendo su familia.
Algo parecido, retroceder hasta un momento muy concreto y traumático de la vida de su padre (acaba de perder a su madre, a la hermana que esperaba y a su padre, que ha tenido que acudir al frente de batalla en mitad de la Segunda Guerra Mundial), es lo que hace el escritor francés Mathias Malzieu en El guerrero de porcelana (Reservoir Books, 2022), una novela que, como la de Nothomb, en el afán de ambos escritores por entender a sus progenitores a partir de un acontecimiento puntual, acaba siendo un precioso homenaje al padre amado.
En un contexto geográfico más cercano, la cuentista vasca Eider Rodríguez firma en Material de construcción (Random House, 2023) un trabajo personalísimo, dotado de una escritura que a veces es delicada poesía y a veces rasga como la hoja de un cuchillo afilado, que se podría entender como un ajuste de cuentas con un padre complejo, marcado por su adicción al alcohol, poco dado a las muestras de ternura y con el que, sobre todo, compartió silencios. “Me da vergüenza escribir sobre mi padre”, escribe Rodríguez en una de las primeras páginas de la novela. Para fortuna de los lectores, deja de lado esa vergüenza para acabar creando una monumental carta de amor a un hombre que se fue sin que su hija pudiese llegar a conocerle (“Siempre hemos sido como forasteros el uno para el otro”).
Casi un género en sí mismo
La escritura sobre la figura del padre es casi un género en sí mismo; un género inabarcable por la inmensa cantidad de títulos publicados y por los enfoques tan diversos que adquieren los textos. A falta de que se cuente a sí mismo (los relatos de paternidad en primera persona aún siguen siendo una rareza), el padre llega a los lectores contado por sus hijos. En los últimos años, no hay un título más emblemático que El olvido que seremos (Alfaguara, 2010), la novela con la que el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince rindió homenaje a la figura de su padre asesinado. También ciega admiración, en este caso de una adolescente hacia la figura de su padre, hay en las páginas de Un comunista en calzoncillos (Alfaguara, 2013), de la argentina Claudia Piñeiro. “En definitiva, lo que yo deseaba era que la señorita Julia desapareciera. Y cuando pensé en que desapareciera pensé en que jamás volviera a interrumpir en mi vida ni en la de mi padre. No pensé en mi madre. Pensé en mi padre y en mí (…) Porque el centro de mi mundo, aún, era mi padre, y ella ponía ese mundo en peligro”, escribe la autora.
Pero no todo son cartas de amor. “Me cuesta escribir sobre mi propia vida utilizando la primera persona, pero hay cosas que solo llego a comprender a través de la escritura”, escribe Eider Rodríguez. Y esa ambición de entender al padre que ya no está se encuentra detrás de algunos títulos. Ahí está, por ejemplo, El salto de papá (Seix Barral, 2017) del escritor bonaerense Martín Sivak, que busca cerrar en su libro la herida que supuso el suicidio de su padre cuando él apenas contaba 15 años. O Un padre extranjero (Impedimenta, 2016), en la que el autor argentino Eduardo Berti combina a la perfección la vida de su padre (un emigrante rumano que se reinventó al llegar a Buenos Aires) con la del escritor Joseph Conrad. También La distancia que nos separa (Planeta, 2015) del peruano Renato Cisneros, en la que el escritor y periodista peruano mete la llaga en la figura de su padre, un militar poderoso e implacable: “Si consigo entender quién fue él antes que yo naciera, quizá podré entender quién soy ahora que está muerto”.
Pero si algo sobresale en este género que es la literatura sobre la figura paterna son los libros que, como la Carta al padre de Kafka, constituyen una especie de matar al padre, un peaje a veces necesario para encontrarse a uno mismo. Es lo que hace el sueco Ingmar Bergman en su novela Niños de domingo (publicado en 1993, pero reeditado en español por Fulgencio Pimentel, 2022), en la que se adentra en la conflictiva relación que mantuvo con su progenitor, un pastor severo e iracundo. “Lo más grave debía ser que teníamos tanto miedo”, le dice Bergman a su padre en una conversación que tuvo lugar ya en su edad adulta, tras la muerte de su madre. Por el mismo sendero, haciendo hincapié en esa sensación de miedo, transitan muchos fragmentos de La isla de la infancia (Anagrama, 2015), del escritor noruego Karl Ove Knausgård. “Ella [por su madre] me salvó, porque si no hubiera estado allí, yo me habría criado solo con mi padre, entonces me habría suicidado antes o después, de una u otra manera (...) La cuestión es si eso fue suficiente. La cuestión es si no fue responsabilidad de ella el que estuviéramos tantos años expuestos a él, a un hombre de quien teníamos uno miedo visceral siempre, a todas horas”, escribe el noruego.
Pero si hay un libro que se emparenta como ningún otro con la Carta al padre de Kafka es el Saturno (Jekyll & Jill, 2017) del autor guatemalteco Eduardo Halfon, que ya desde su título evoca la imagen del dios de la mitología romana que se comía a sus hijos. El escritor guatemalteco mata al padre de forma metafórica para matarse también a sí mismo, al Halfon que ya no quería ser, en esta larga carta a un padre severo, disciplinado y caracterizado, sobre todo, por uno de los rasgos que, durante mucho tiempo, desgraciadamente, mejor han definido a la figura paterna: la ausencia física y, sobre todo, emocional: “El padre es un nombre, creo escuchar. Pero no hay nadie, padre. Estoy solo”.
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