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La actividad de la CIA contra el chavismo resucita el intervencionismo de EE UU en América Latina

Las operaciones encubiertas de la agencia, que Trump ha confirmado esta semana, remiten a los golpes, intentos de magnicidio e insurgencias apoyados o ejecutados por Washington en la región durante el siglo XX

El Palacio de la Moneda, iluminado con el expresidente de Chile Salvador Allende, en septiembre 2023.

La larga, y a menudo siniestra, historia de intervenciones de Estados Unidos en Latinoamérica parece estar a punto de escribir un nuevo capítulo. Tras un siglo XX de activa injerencia, a veces patente, como la invasión de Panamá en 1989 —otras, pretendidamente encubierta, como el patrocinio del golpe de Estado en Chile contra Salvador Allende, en 1973—, la Administración de Donald Trump ha autorizado operaciones encubiertas de la CIA en Venezuela. Si a eso se suman los cinco ataques contra supuestas narcolanchas y un pequeño submarino en el Caribe, y la extraña retirada del jefe del Comando Sur, a cargo de las operaciones militares en la región, dos años antes de lo previsto, la presión sobre Nicolás Maduro se vuelve aún más directa.

Muchas dictaduras latinoamericanas se construyeron gracias al apoyo de Estados Unidos tanto a los autócratas como al aparato de poder en que se sustentaban: la memoria de la siniestra Escuela de las Américas, que formó a más de 45.000 oficiales latinoamericanos y les instruyó en tácticas de guerra sucia, aún no se ha borrado, aunque cerrara sus puertas en 1984.

Pero la ejecutora directa de tramas golpistas, complots para magnicidios o la insurgencia de la Contra en la Nicaragua sandinista de los ochenta fue la CIA, de ahí que su mención expresa, al admitir Trump sus operaciones contra el chavismo, no solo constituya una novedad, sino también, y sobre todo, un aviso.

Durante el siglo XX, el intervencionismo de Washington en la región obedeció a preservar intereses estratégicos (canal de Panamá), económicos (el monopolio de la United Fruit Company en Guatemala) o políticos, resumibles en uno: la lucha contra el comunismo, sobre todo durante la Guerra Fría. En las últimas décadas, a esos objetivos se ha superpuesto la lucha contra las drogas por parte de la poderosa DEA.

Ese es precisamente el argumento esgrimido por Trump para presionar a Venezuela y tratar de forzar una salida de Maduro, sometiendo a la cúpula del chavismo a un régimen de terror psicológico. Las seis operaciones extrajudiciales llevadas a cabo en aguas del Caribe desde el pasado 2 de septiembre han dejado al menos 27 muertos y dos supervivientes, un colombiano y un ecuatoriano que fueron detenidos y serán repatriados. El magnate republicano adelantó una segunda fase de la ofensiva, sugiriendo el comienzo de incursiones terrestres. La diferencia fundamental respecto al pasado es que, en un mundo determinado por un flujo ininterrumpido de comunicación e interacciones públicas en las redes sociales, la Casa Blanca y el Departamento de Estado ahora juegan con la idea de anunciar el siguiente paso.

Esta estrategia ha contribuido a sembrar inquietud en buena parte de la región. La campaña militar en el Caribe se sigue de cerca y con preocupación en las embajadas en Washington de países latinoamericanos que albergan organizaciones implicadas en el narcotráfico, por ejemplo, México o Colombia. También, con la esperanza de que las ansias intervencionistas de Trump no continúen más allá de Venezuela. Solo México cuenta con seis bandas criminales incluidas en febrero pasado por el Departamento de Estado en la lista de “organizaciones terroristas extranjeras”: son los cárteles de Sinaloa, de Jalisco Nueva Generación, del Noreste y la Nueva Familia Michoacana, así como el cártel del Golfo y los “Cárteles Unidos”.

“Hay un temor a quién puede ser el siguiente”, explica una fuente diplomática latinoamericana en la capital estadounidense. “Y también una cierta confianza de que los países que mantengan una buena relación [con Washington] se librarán. Aunque con este Gobierno nunca se sabe”. Tanto en el caso de Colombia como el de México, Trump ya ha utilizado la guerra contra las drogas y su política de tolerancia cero frente a la migración para justificar una arremetida arancelaria. Sin embargo, al margen de los encontronazos con el presidente Gustavo Petro, el último a cuenta de su apoyo a Gaza durante la Asamblea General de Naciones Unidas, la percepción que se tiene en Bogotá y en Ciudad de México es que, por el momento, Venezuela es el blanco elegido por Washington. Al menos para su escalada de retórica bélica.

“Sería muy ingenuo pensar que la CIA empezó a operar después de que Trump lo dijera. Todo eso tiene una dimensión performativa. Lo que ocurre es que antes sabíamos que Estados Unidos tenía esa capacidad y ahora sabemos que tiene también la intención”, señala Sergio Guzmán, director de Colombia Risk Analysis, consultora dedicada a medir los riesgos políticos en la región y su impacto económico. Un detonante claro para una aceleración de los acontecimientos puede ser, en su opinión, una respuesta militar de Maduro. En cualquier caso, aplicar la misma receta de Washington en otros países tendría consecuencias más profundas. “El caso de México es aún más sensible porque la interdependencia es todavía más grande. Cualquier gesto tendría una repercusión económica en Estados Unidos y Trump lo quiere evitar”, razona.

La doctrina Monroe

Los temores, en cualquier caso, tienen una base histórica. La idea de “América para los americanos” de la doctrina Monroe dio alas a una especie de unidad de destino en lo continental: los países de América Latina se convirtieron, a su pesar, en el patio trasero de EE UU. Como única superpotencia del hemisferio occidental, la Casa Blanca se vio con derecho a intervenir política y militarmente, aunque el despliegue del Ejército y la CIA, según los casos, haya sido solapado en las últimas décadas por los agentes de la DEA.

Gracias a la doctrina Monroe y su corolario, debido al presidente Theodore Roosevelt (1904), y que autorizó explícitamente el recurso a la fuerza militar, Washington se arrogó la potestad de adoptar las medidas necesarias —es decir, cualquier medida— para “estabilizar” a un país o, bajo la actuación después del FMI y el Banco Mundial, enderezarlo cuando no cumpliese sus obligaciones financieras.

Durante la Guerra Fría, EE UU se involucró con éxito en medio centenar de golpes de Estado en virtud de la llamada doctrina de la contención del comunismo. En otras ocasiones, impulsó en vano acciones como la fallida invasión de Bahía de Cochinos o los numerosísimos intentos de asesinato de Fidel Castro.

Uno de los primeros países donde intervino fue Haití, que Washington ambicionaba como posible base naval regional. Tras una primera década del siglo XX muy turbulenta, con siete presidentes en solo un lustro y el asesinato del último de ellos, EE UU envió a la Marina en 1915 y ocupó el país hasta 1934. La supuesta estabilización le permitió asumir el control económico del país y modificar su Constitución para autorizar la propiedad extranjera de sus fértiles tierras. Un siglo después, contratistas estadounidenses —algunos, cercanos al presidente Donald Trump— proporcionan seguridad privada en ese Estado fallido.

Desde comienzos de siglo intervino igualmente de una u otra manera en Honduras, Cuba, Nicaragua, Panamá o Guatemala, además de Colombia y México. A los países del cono sur su siniestra injerencia llegó en los años sesenta y setenta.

Pero la Guerra Fría fue el escenario perfecto, de novela de Graham Greene o Le Carré, para el protagonismo de un EE UU indisimuladamente imperialista. La doctrina del dominó —el potencial efecto contagio en la región de un país que cayera en la órbita de la URSS— desató la paranoia de Washington ante cualquier Gobierno que hablase de nacionalizar tierras o expropiar negocios, o de justicia social.

El caso más claro fue Guatemala en 1954, contra la amplia reforma agraria del presidente Jacobo Árbenz, que amenazaba los intereses de la estadounidense United Fruit Company, propietaria del 40% de las tierras del país. La intervención de EE UU se conoció como Operación PBSuccess y fue un golpe en toda regla, narrado por Mario Vargas Llosa en una de sus últimas novelas, Tiempos recios.

Entre 1964 y 1965, EE UU alentó también el golpe que acabó con el Gobierno del socialdemócrata Juan Bosch en República Dominicana y ocupó el país durante 17 meses. En la isla de Granada puso fin en 1983 al primer y único gobierno marxista del Caribe anglófono.

El ejemplo más siniestro del intervencionismo estadounidense en América Latina fue la Operación Cóndor: una campaña de represión coordinada entre las dictaduras sudamericanas y Washington en los años setenta y ochenta para desaparecer a la izquierda mediante un plan sistemático de torturas, asesinatos y vuelos de la muerte en Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay, Uruguay, Brasil, Ecuador y Perú.

En 1973, el general chileno Augusto Pinochet dio un golpe de Estado contra el Gobierno legítimo del socialista Salvador Allende en el que tuvo mucho que ver el entonces secretario de Estado, Henry Kissinger, galardonado ese mismo año con el Nobel de la Paz. EE UU también contribuyó a instaurar la dictadura militar brasileña con su apoyo al golpe de Estado contra el izquierdista Joao Goulart, en 1964. Los militares se mantuvieron en el poder hasta la década de los ochenta, mientras hoy Donald Trump apoya abiertamente al golpista Jair Bolsonaro.

El caso de Panamá, una de las últimas invasiones estadounidenses y tal vez la primera retransmitida casi en directo, desalojó del poder a Cara de Piña, como se conocía a Manuel Antonio Noriega, un antiguo informante de la CIA devenido en tirano. Washington se escudó en los vínculos del dirigente con el narcotráfico para derrocarle. En diciembre de 1989, 24.000 soldados fueron enviados a Panamá para capturarle, y tras varias semanas de combates, el general terminó rindiéndose el 3 de enero de 1990. El fotorreportero español Juantxu Rodríguez murió en Ciudad de Panamá abatido por disparos de los invasores.

Junto con la de Haití, la intervención de EE UU en Panamá es de las más antiguas del continente: ya en 1903, mandó buques de guerra para apoyar a grupos separatistas que buscaban independizarse de Colombia, lo que condujo a la independencia del país y, a renglón seguido, al control del Canal por parte de Washington. La Administración de Donald Trump promete ahora “recuperar” el canal de la influencia china.

Mención aparte merece la febril actividad de militares, agentes de inteligencia y enviados de paisano de Washington en Centroamérica durante el sangriento periodo de las guerras civiles de Guatemala (entre 1960 y 1996, la más prolongada del continente y que empezó tras el golpe contra Árbenz) y El Salvador. Desde la Escuela de las Américas, que enseñó a torturar y asesinar a generaciones enteras de militares latinoamericanos, Washington apoyó a los escuadrones de la muerte, grupos paramilitares responsables, entre otras atrocidades, de masacres de indígenas, campesinos y opositores, además del asesinato de los jesuitas de la UCA y de monseñor Óscar Arnulfo Romero.

Curiosamente, en el mapa de intervenciones estadounidenses en el continente durante el siglo XX no figura Venezuela, cuyos intereses económicos coincidentes con la superpotencia garantizaron una relación sin sobresaltos hasta la llegada al poder de Hugo Chávez. Lo más parecido a una intervención directa de Washington en ese país se infiere de la confesión de John Bolton, exasesor de Seguridad Nacional en el primer mandato de Trump e imputado este jueves por su manejo de información clasificada, quien en 2022 reconoció que ayudó a organizar intentonas en otros países, pero sin suerte por la “incompetencia” de la Administración a la que servía. Bolton se refirió de pasada, sin dar detalles, a la crisis con Venezuela en 2019 por el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente interino por parte de Washington. Y pese a que Maduro no haya dejado nunca de denunciar injerencias de Estados Unidos en la política interna de Venezuela, las consecuencias de las hostilidades nunca habían llegado tan lejos.

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