Sarkozy, la caída del presidente que amaba el lujo
El ex jefe de Estado francés, el primero que pisará la cárcel, conservaba su influencia política y empresarial pese a sus múltiples procesos judiciales


La mañana del 13 de mayo de 1993, un hombre vestido de negro y forrado con explosivos entró en una guardería de Neuilly-sur-Seine, un municipio adinerado pegado a París, y tomó como rehenes a 20 niños y a su maestra. A cambio de su liberación, el secuestrador pedía 100 millones de francos (unos 15 millones de euros). Pero el alcalde de la localidad, un joven y ambicioso político llamado Nicolas Sarkozy, decidió saltarse los consejos de la policía y entrar a negociar con el raptor. No logró nada. O nada más que sacar a un niño en brazos y una foto para la historia. La suya, la de un hombre directo, vehemente y algo imprudente. Pero también demasiado ambicioso y cercano al dinero, a los empresarios. Al éxito fulgurante. Un cóctel que ahora envenena su legado como presidente de Francia. Y otra foto, 32 años después: la del primer presidente de la V República entrando en la cárcel.
“Dormiré en la prisión, pero con la cabeza bien alta”, previno a sus fans, pero también a sus detractores, todavía en el juzgado que el jueves le condenó a cinco años de prisión y 100.000 euros de multa por un delito de asociación ilícita en el proceso que le juzgaba por la supuesta financiación de su campaña presidencial de 2007 con dinero del régimen libio de Muamar el Gadafi.
El estruendo del ascenso de Sarkozy fue tan sonoro como su caída. Un joven de 19 años cautivó a la plana mayor del partido de la derecha tradicional tomando la palabra en un congreso en Niza en 1975. “Ser un joven gaullista es ser un revolucionario, pero no a la manera de aquellos que son profesionales de la manifestación”, lanzó. Lo fichó Jacques Chirac; fue alcalde y ministro de distintas carteras. Y llegó a presidente en 2007, con 52 años. Pero en apenas una década pasó de ser el hombre que prometió modernizar Francia a un expresidente condenado, despojado de la Legión de Honor y enredado en tribunales y múltiples condenas. Pero aun así, hasta el último minuto, ha conservado su influencia.
El ex jefe del Estado representó un cambio generacional, una manera distinta de ejercer la presidencia (2007-2012), más mediática, más intensa. Menos sobria. Una personalidad, y una visión de la política, que seguía propagando a través del consejo que a menudo proporcionaba al presidente de la República, Emmanuel Macron, y a otros políticos en activo. Esa es la paradoja ahora.
Sarkozy fue el primer expresidente de la República en llevar durante algunos meses —hasta el pasado mayo— un brazalete electrónico para cumplir su pena de prisión firme. Pero parecía dar igual. Gran parte de la clase política y empresarial seguía desfilando por su oficina en la calle Miromesnil. Lo hizo el actual primer ministro, Sébastien Lecornu, que cenaba habitualmente con su esposa, Carla Bruni; también el presidente del partido ultra Reagrupamiento Nacional (RN) Jordan Bardella, a comienzos del verano, para consolidar su integración en la clase empresarial francesa. Y antes que ellos, el presidente del partido de la derecha gaullista, Los Republicanos, Bruno Retailleau o, el exministro de Justicia, Gérald Darmanin. Como si, al menos simbólicamente, una parte del juego político todavía se desarrollara en su oficina.
Incluso Macron —a quien ya solo criticaba desde que disolvió la Asamblea Nacional en junio de 2024 desoyendo su consejo—, había jugado esa carta para intentar atraer a la derecha. Su última incursión en política terminó en una amarga derrota en las primarias de Los Republicanos en 2016. Y desde entonces, Sarkozky ha sido más bien un consultor y un autor superventas en la editorial Hachette, del grupo Lagardère (en el que participa en el consejo de administración).
A Sarkozy, procedente de una familia de clase media, siempre le gustó el brillo y el lujo. Nacido en 1955, hijo de un inmigrante húngaro y una francesa de origen sefardí, no pasó por las escuelas de la élite ni perteneció a sus círculos. Su biografía era hasta hace poco un símbolo perfecto de esa vieja idea del ascensor social: joven ambicioso, abogado de formación, alcalde de Neuilly-sur-Seine con apenas 28 años. “Un bastardo”, se autodenominaba él para referirse a su lejanía con la élite.
A partir de ahí, su carrera fue fulgurante. Ministro del Presupuesto con apenas 38 años, luego del Interior. Ahí se ganó fama de político enérgico y combativo, con un discurso agresivo contra la inseguridad y una habilidad innata para la polémica, que alcanzó su cenit cuando llamó racaille [“chusma”] a los habitantes de una banlieue de Grenoble tras una oleada de disturbios en 2005.
Sarkozy entendió antes que nadie el poder de la comunicación política, de la trinchera mediática. Donde otros líderes de la derecha aparecían flácidos y comedidos en su discurso, él proyectaba urgencia, dureza. Fue también el primero en azuzar el debate migratorio para combatir el ascenso de la extrema derecha con su mismo discurso. En 2007 se instaló en el Elíseo, todavía con la resaca de los disturbios y una creciente sensación de parálisis económica. Hubo luces y sombras. Impulsó una reforma de las pensiones, liberalizó sectores de la economía e intentó flexibilizar el mercado laboral. Se convirtió en interlocutor clave en la crisis financiera de 2008 y apostó por la intervención en Libia en 2011, un escenario, precisamente, que terminó enfangando todo su mandato. Y su biografía.
Presidente pop
Sarkozy, más parecido últimamente a Silvio Berlusconi que a Charles de Gaulle, fue un presidente pop. Divorcios, líos amorosos y romances ideales para el papel satinado que se amontonaba en los quioscos. Primero con su primera mujer, Marie-Dominique Culioli, madre de dos de sus hijos. Luego, con Cécilia Attias (Ciganer-Albéniz de nombre de soltera) cuyas separaciones y reconciliaciones sucesivas, y divorcio final, coincidiendo con la llegada al Elíseo, fueron un auténtico culebrón retransmitido en directo. Atraído por el glamour del poder, rompió con el estilo sobrio de sus antecesores y aterrizó en la portada de las revistas a bordo de yates con Carla Bruni. La presidencia de la República se convirtió en un espectáculo. Ese mismo estilo le dio brillo, pero también desgaste. La crisis económica, la percepción de un presidente demasiado cercano a los poderosos y un estilo autoritario lo hicieron perder las elecciones de 2012 frente al socialista François Hollande.
La derrota no le derribó. Quiso recuperar el mando de Los Republicanos, en 2014. Pero su liderazgo ya no era roca sólida. Y, sobre todo, comenzó una persecución judicial que encontró este jueves su punto álgido. Los casos se acumularon en la mesa de su abogado. El asunto Bygmalion, por la financiación irregular de su campaña de 2012; las escuchas telefónicas (“affaire Bismuth”), donde fue condenado por corrupción y tráfico de influencias; y, finalmente, el caso libio, acusado de haber recibido millones del régimen de Gadafi para su campaña de 2007.
Sarkozy siempre ha atribuido sus condenas a una venganza que tendría su origen cuando el presidente criticó a los magistrados y propuso una reforma que les desagradaba. Lo relató en Los años de las luchas (Alianza Editorial, 2023): “No tardaría en comprobar lo profundo de la animadversión que mi persona había suscitado, de manera totalmente injusta, en parte de la judicatura”. Un discurso, vista la influencia que acumuló hasta esta semana, asumido por parte de la ciudadanía y la clase política.
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