Un G-7 con líderes en horas bajas (salvo Meloni)
Casi todos los mandatarios reunidos en la cumbre de Italia se hallan en situación de fragilidad política
La reunión del G-7, el grupo de las principales economías avanzadas, exhibe este año con inusitada claridad el reto de la turbulencia política que sufren las democracias, mientras los regímenes autoritarios impugnan el orden mundial liberal de forma cada vez más desafiante. La mayoría de los líderes congregados en la cita en Puglia, región del sur de Italia, se hallan en una situación política extremadamente frágil, que impide una funcionalidad gubernamental eficaz y pragmática. Las mayores dificultades las atraviesan el presidente estadounidense, Joe Biden, el francés, Emmanuel Macron, y el canciller alemán, Olaf Scholz. El primer ministro británico, Rishi Sunak, directamente no parece tener ninguna opción de seguir en el poder, según los sondeos. Casi la única excepción a esta debilidad general es la líder italiana, Giorgia Meloni, anfitriona de la cumbre.
El presidente de Francia, Emmanuel Macron, llegó a Italia en medio de vientos desfavorables. Encara una difícil ronda electoral, las legislativas convocadas tras el colapso de su partido y la gran afirmación de la ultraderecha en las europeas. El mandatario ya venía sufriendo una falta de mayoría absoluta en el Parlamento, y todo apunta a que en el resto de su mandato tendrá que presidir el país con unas cámaras prácticamente ingobernables que dificultarán la toma de decisiones.
Las elecciones europeas también han pasado factura al canciller alemán, Olaf Scholz, que ha recibido un duro varapalo —junto a sus socios de coalición— en las urnas. Ese revés agudiza las dificultades ejecutivas que ya padecía su Gobierno tripartito.
Fuera de la UE, el líder británico, Rishi Sunak, también afronta en breve unas elecciones generales en las que casi todos los sondeos vaticinan su derrota, tras años de turbulencias vinculadas con el Brexit y el advenimiento a primera línea de la política británica de un populismo sin complejos que ha precipitado el país a una evidente disfuncionalidad.
En Estados Unidos, su presidente, Joe Biden, sufre en la segunda parte de su mandato las constricciones de un Parlamento en el que la Cámara de Representantes está en manos de los republicanos, lo que ha frenado en seco la acción legislativa. Esa parálisis ha afectado a un paquete vital de ayuda a Ucrania que tardó muchos meses en aprobarse, con importantes consecuencias en el campo de batalla.
Por último, los líderes de Canadá y Japón —Justin Trudeau y Fumio Kishida— tampoco navegan en aguas tranquilas. El líder japonés tiene un porcentaje de aprobación entre la ciudadanía del 26%, según sondeos recientes.
La única que llega con fuerza política a la cumbre es la anfitriona, Giorgia Meloni, a lomos de una consistente reválida de su posición política con el éxito obtenido en las europeas, en las que fue la lista más votada. Italia, sin embargo, difícilmente puede representar un ejemplo de estabilidad y consistencia política. El tiempo dirá si Meloni logrará superar de forma continuada esa lacra histórica.
En cualquier caso, la conclusión conjunta es clara. Tras la gran fase expansiva después de la caída del Muro de Berlín, la democracia se halla en retroceso en el mundo, con un balance negativo en cuanto a países que mejoran y países que empeoran su calidad democrática desde hace lustros. No todo son malas noticias, como demuestran las últimas elecciones en Polonia, donde el bloque liberal ha recuperado el poder, o en la India, donde Modi perdió la mayoría absoluta y se ha visto forzado a pactar un gobierno de coalición. Pero el balance sigue siendo negativo.
En la cumbre, Macron se refirió a la cuestión de las turbulencias democráticas. Consideró que los franceses expresaron en las urnas su “ira” por un devenir de las cosas que consideran insatisfactorio. Defendió como la mejor “respuesta democrática” su decisión de convocar elecciones anticipadas. “Tenemos que hacer mucho más, mucho mejor, mucho más rápido”, dijo, para desactivar todo ese malestar.
Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los invitados al G-7, lo dijo con claridad este jueves antes de llegar a la cumbre: “Tenemos un problema, la democracia está en riesgo. Los negacionistas niegan el valor de las instituciones, de lo que es el Parlamento, lo que es el poder judicial”, alertó.
Hay un profundo malestar contra el sistema y sus efectos colaterales que se ha traducido en el auge de formaciones antisistema —como las de ultraderecha en alza— o un deslizamiento de formaciones antes ortodoxas hacia posiciones radicales —como los republicanos de EE UU o los tories británicos— o sencillamente una gran fragmentación política que dificulta la eficacia. En el panorama político también existen pujantes opciones de izquierda antisistema.
En el marco de una globalización con excesos, de deslocalización de empleos, precarización, salarios bajos y desigualdad, muchos votantes protestan contra los dirigentes a los que consideran responsables de esa deriva. El advenimiento de las redes sociales ha facilitado la propagación de ideas extremas y el surgimiento de hiperliderazgos.
La semana pasada, en el marco de las conmemoraciones por el desembarco de Normandía, Biden aprovecho el recuerdo del valor de los soldados que lucharon contra los sistemas totalitarios para apelar a sus conciudadanos. A ellos les recordó el valor de la democracia y les instó a conjurarse para que perdure.
Este es el contexto que produce turbulencias en las democracias y que dificulta la capacidad de acción de sus líderes, como se constata en la cumbre del G-7.
En el otro lado se yerguen líderes autoritarios cuyos sistemas oprimen la libertad de los ciudadanos y que, a medio y largo plazo, tienen serios riesgos de derivar en personalismos desequilibrados, esclerosis política y, en última instancia, pérdida de fuerzas dedicadas a vigilar y oprimir. Estos líderes también exhiben falta de brillantez por ausencia de mecanismos dialécticos normales, pero disponen, en el corto plazo, una gran ventaja en capacidad operativa con respecto a las democracias.
Son estos regímenes, como Rusia o China, los que hoy impugnan el orden mundial que construyeron en las últimas décadas EE UU y sus socios: los miembros del G-7, símbolo de la preeminencia occidental (que, en sentido geopolítico y no geográfico, también incluye a Japón). Esa preeminencia está en riesgo, y la disfuncionalidad que el G-7 muestra es causa de ello tanto como el auge de China.
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