El pacto sagrado que une a Israel: traer a los rehenes de vuelta
La emoción colectiva por la liberación de los primeros secuestrados y el reencuentro con sus familiares muestra la importancia del carácter nacional
Ziv Balensiano fotografía a su acompañante Galit ante una placa con mensajes en solidaridad con los rehenes israelíes en Gaza. Como otros miles durante la jornada, se han acercado a la hoy rebautizada como Plaza de los Rehenes y los Desaparecidos de Tel Aviv para celebrar el regreso de los primeros 13 de los 240 secuestrados israelíes en Gaza y en silencio decir al resto que no los olvidan. Aunque Balensiano, de 59 años, no tiene amigos ni familiares entre los cautivos, le sorprende la pregunta de por qué sintió la necesidad de ir a la plaza. “Es obvio. Para nosotros, los israelíes, no es como que nos hayan secuestrado a 240, sino a todo un país”.
Todo un país es el mismo que se emociona y comparte este sábado en redes sociales las primeras imágenes ―difundidas por las autoridades israelíes― del reencuentro entre los liberados (niños y mujeres) y sus familias tras 49 días de cautiverio: Ohad Munder-Zichri, de nueve años, corriendo por el pasillo en dirección a su padre; Yoni Asher de nuevo junto a su esposa y sus dos hijas; o la pequeña Amelia Aloni sonriendo mientras abraza a su abuela.
No es solo la emotividad universal del momento. Es también la importancia en el carácter israelí del regreso de los rehenes, sea ―como ha hecho en el último medio siglo― a través de operaciones militares de rescate o de canjes por miles de presos. Y del contrato no escrito por el que el Estado hará siempre todo lo posible por traer de vuelta a sus ciudadanos.
Es, por una parte, una extensión de la máxima militar del “no dejar a nadie atrás” en un país con servicio castrense obligatorio de entre dos y tres años ―para hombres y mujeres― y en el que el ejército aparece, sondeo tras sondeo, como la institución más valorada. Estos días las empresas compiten por ofrecer los mejores descuentos a los soldados. Lo describe Maya Mokady-Eldan. Había contratado a una niñera para salir a solas con su marido, Tsach, pero la situación les ha quitado el “ánimo para una cita” y han acabado en la plaza, mirando con ojos humedecidos las fotos de los rehenes. “Aquí, el acuerdo con el Estado no se limita a los soldados, porque los rehenes en Gaza, o han sido soldados o lo serán en el futuro”, explica.
Mokady-Eldan, profesora de 38 años, da otra clave: la identidad judía. El valor que, como otras minorías históricamente perseguidas, sigue dando a la unidad, pese a contar hoy con un Estado en el que ejercen como una mayoría privilegiada. “Los judíos crecemos en el ethos [carácter] judío-israelí de que sobrevivimos desde hace 2.000 años porque estamos juntos. Voto a Meretz [el partido de izquierda pacifista], no soy religiosa, pero en mi educación está la sensación muy profunda de que si algo le pasa a uno, nos pasa a todos. Es algo de lo que uno no puede desconectarse”, cuenta.
Son dos ideas muy presentes en las pancartas, pintadas y hasta cartas escritas a mano que personas anónimas dejan en la plaza en solidaridad con los secuestrados. “Hasta que ellos no estén aquí, nosotros estaremos allá”; “Nuestro corazón está preso en Gaza”; “Nunca más”. Este último, famoso lema extendido tras el exterminio de unos seis millones de judíos en el Holocausto. Una mesa de sabbat ―símbolo de la cena que reúne cada semana a las familias judías― recuerda a los ausentes con 240 sillas vacías. Cuando los primeros rehenes liberados iban camino del hospital, la radio militar ponía una famosa canción de Arik Einstein, quizás el cantante nacional más querido: Qué bien que volviste a casa.
Es el “contrato sagrado”, como lo llamaba este jueves en el diario Maariv uno de los comentaristas políticos más influyentes de Israel, Ben Caspit, al comparar el actual canje con el del militar Guilad Shalit en 2011 por más de mil presos palestinos. “El trabajo de un soldado es defender al Estado, a los ciudadanos, a los niños, y no al revés. Por eso el Estado tiene que pagar un precio, pero no cualquier precio, para liberar a un soldado capturado en acto de servicio. Cuando un niño es secuestrado en su cama, el Estado debe pagar cualquier precio. Si no, la empresa sionista deja de tener sentido y se viene abajo el principio organizativo de nuestra soberanía”, escribía.
No ha hecho falta pagar “cualquier precio”. Ha sido tan bajo (tres presos por cada rehén, acompañado de una tregua y la entrada de más ayuda humanitaria al sur de Gaza) que apenas ha generado protestas. Y muestra la capacidad de Israel ―con su abrumadora superioridad militar y el crédito diplomático tras la incursión del 7 de octubre― de marcar el paso a Hamás, a diferencia de 2011, cuando entre los excarcelados por Shalit estaba Yahia Sinwar, el hoy escondido líder de Hamás que ideó el ataque sorpresa y al que Israel se refiere como “hombre muerto”.
Pasada la conmoción del 7 de octubre, Israel se encontró en una situación inédita, fruto de su inmenso fiasco de seguridad. Nunca le habían tomado tantos rehenes en sus 75 años de historia. En otros ataques sorpresa fueron más bien uno o dos soldados, como Hamás y Hezbolá en 2006. Y, si el precio por Shalit era la referencia, 239 secuestrados (un número al que Israel ha tardado en llegar y aún no tiene claro que sea definitivo) le obligaban a vaciar varias veces de presos palestinos todas las cárceles. Son hoy unos 8.000, a raíz de una oleada masiva de arrestos en Jerusalén Este y Cisjordania.
Israel respondió pensando más en la venganza que en los rehenes, aunque el primer ministro, Benjamín Netanyahu, siempre los mencionase en sus discursos como uno de los objetivos de la guerra. Cuando, en una rueda de prensa, una periodista le pidió ordenarlos por importancia, eludió la pregunta.
La opinión pública sí la ha respondido. El centro de análisis Instituto Israelí para la Democracia, con sede en Jerusalén, difundió este viernes un sondeo en el que pregunta por los cuatro objetivos de la guerra más mencionados en el debate público: liberar a los rehenes, derrocar a Hamás, restaurar la disuasión y crear una zona tampón de seguridad dentro de Gaza. Casi todos los consultados judíos dieron una importancia de entre 8,5 y 9,4 puntos sobre 10 a los cuatro asuntos. Sin embargo, cuando les pedían ordenarlos por prioridad, solo un 49% antepuso el regreso de los secuestrados.
El paso de las semanas con muchos bombardeos y pocos avances inquietó a las familias de los rehenes, que veían cómo el Gobierno les decía una cosa, pero lanzaba en pocos días tantas bombas sobre Gaza como Estados Unidos en Afganistán en un año. No por las víctimas mortales palestinas (hoy cerca de 15.000, un 69% de ellas niños y mujeres), sino por el riesgo de que también muriesen los suyos. De hecho, el principal foro que representa a las familias puso el mes pasado el grito en el cielo cuando Israel permitió que entrase comida, agua y medicamentos (nada de combustible) desde Egipto al sur de Gaza, sin jugar con la ayuda humanitaria para arrancar contrapartidas sobre los rehenes.
Su presión culminó el pasado día 18, con la llegada a Jerusalén de miles de personas en una marcha de cinco días a pie desde Tel Aviv. Netanyahu compareció en rueda de prensa y dijo: “He visto la marcha a Jerusalén. Quiero decirles a las familias: marchamos con vosotros. Yo marcho con vosotros”. Cuatro días después, fructificó el pacto que llevaba semanas negociándose.
“No siempre es posible”
No es el primero. A lo largo de las décadas, Israel ha excarcelado a miles de presos en canjes. Otros han sido rescatados, como en el aeropuerto de Entebbe (Uganda) en 1976, la operación más famosa. Una unidad de élite liberó a un centenar de personas, perdiendo un solo soldado: Yoni Netanyahu, hermano del hoy primer ministro, que admitía el miércoles, al defender el canje, que una operación militar para rescatarlos “no siempre es posible”.
La tradicional unanimidad en torno al asunto de los rehenes tiene jirones en esta crisis. Aunque los grupos que presionan para que sean liberados, sin importar que implique excarcelar a palestinos, insisten en presentarse como apolíticos; es un secreto a voces que suelen estar políticamente en el centroizquierda sionista, mayoritariamente secular. Es el denominado Primer Israel, de origen mayoritariamente europeo, que confía más en los militares que en los políticos y da gran importancia al acuerdo no escrito por el que el Estado siempre antepondrá traer de vuelta a casa a quienes se ponen en algún momento el uniforme para defenderlo.
Lo prueba también que algunas organizaciones que han abrazado la causa eran las que se manifestaron durante meses contra la controvertida reforma judicial de Netanyahu, hoy en un cajón. El epicentro de las dos protestas es el mismo, Tel Aviv, y con manifestaciones en sabbat, que excluyen en la prática a los religiosos, más vinculados a la derecha. Muchos secuestrados vivían además en kibutzs, las antiguas colectividades agrícolas que no suelen votar a Netanyahu y, menos aún, a sus socios de coalición ultraderechistas y ultraortodoxos.
La derecha, sobre todo la más radical, en cambio, ve en los rehenes una cuerda que ata las manos a Israel para seguir reduciendo Gaza a escombros. Como Yossi Yehoshua, el comentarista militar del diario Yediot Aharonot, que llama “emboscada humanitaria” al actual cese de hostilidades, por temor a que la presión internacional impida retomar los bombardeos, como prometen una y otra vez que sucederá los líderes políticos y militares israelíes.
Esta semana dejó un ejemplo claro de esta brecha. El ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir (cuyo partido, el ultraderechista Poder Judío, fue el único del Gobierno de concentración que votó en contra del acuerdo con Hamás), insistió en llevar al Parlamento su propuesta de castigar con la pena de muerte el asesinato de israelíes judíos por motivos políticos. Los familiares lo acusaron de poner en peligro la vida de los rehenes, impulsando una iniciativa que no es urgente y puede producir represalias. “No sigas con esto hasta que estén de vuelta. No pongas la sangre de mi hermana en tus manos”, le dijo una de ellas en la reunión parlamentaria, en la que otro le gritó: “Deja de hablar de matar árabes y empieza a hablar de salvar judíos”. Un polémico diputado de la formación, Almog Cohen, rompió décadas de consenso social en torno a la sacralización de los rehenes al responder a gritos: “No tenéis el monopolio sobre el dolor”.
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