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En el corredor de la muerte con Keith LaMar, el preso al que el jazz le devolvió la vida: “No estoy listo para morir”

Lleva casi tres décadas esperando su ejecución por unos delitos que dice que no cometió. En una cárcel de máxima seguridad de Ohio, detalla su pelea por reabrir el caso y su insólito proyecto musical con el pianista Albert Marquès, grito de protesta contra la pena capital en EE UU

Iker Seisdedos
Keith LaMar
Keith LaMar, el pasado 18 de octubre en el corredor de la muerte, en una fotografía tomada por un funcionario de la Penitenciaría Estatal de Ohio.

Hace seis meses que Keith LaMar, preso desde 1995 en el corredor de la muerte, no ve el cielo. Le está permitido salir cada día a un patio no muy grande, cerrado con hormigón por los cuatro costados y con agujeros en el techo, por donde entra todo el aire fresco al que está autorizado. Llueva o haga sol, los guardias de la Penitenciaría Estatal de Ohio a veces tardan en acordarse de volver a buscarlo. La última vez, no sabe bien por qué, pidió salir seis días seguidos. En ocasiones, se culpa por no hacerlo más a menudo.

LaMar lleva 25 años en una de las prisiones de máxima seguridad más temibles de América. Cumple su pena en un régimen extraordinario de aislamiento como castigo extra por un delito que asegura que no cometió: su participación en el asesinato de cinco internos durante las primeras horas de los 11 días que duró el motín de la cárcel de Lucasville, el más largo de la historia de Estados Unidos. En 1998, lo trasladaron a este presidio, entonces recién construido. Pasa 22 horas al día en una celda sin ventanas, de 5,5 metros cuadrados; el resto del tiempo lo sacan a una estancia más grande por la que pasea, sube y baja escaleras y hace flexiones y dominadas. Ese rato tampoco lo comparte con nadie.

Le permiten hablar por teléfono durante ocho horas al día y, desde hace unos meses, enviar mensajes de texto. También recibir visitas. A mediados de octubre aceptó la de EL PAÍS para una entrevista que se prolongó durante cuatro horas en una de esas cabinas de las películas, separadas por un cristal antibalas. Aquel miércoles, el resto de habitáculos estaban vacíos.

Llegó escoltado por dos funcionarios, con esposas en las manos, que le quitaron, y grilletes en los pies. A sus 54 años, es un hombre corpulento, de 1,90 metros de estatura, y se mantiene en forma. Al ir y volver, los guardias lo someten a un humillante examen corporal. “Esos tipos siempre buscan romperte, despojarte de tu dignidad”, dijo al rato.

Vestía una sudadera gorda y una camiseta de manga larga bajo la camisa azul del uniforme de presidiario. Se justificó diciendo algo que cupo comprobar después: en esas cabinas puede llegar a hacer un frío del demonio. A los visitantes les obligan a dejar la chaqueta fuera; solo está permitido entrar con una identificación y una tarjeta de crédito con la que poder gastar en las caras máquinas de comida basura para que el gran negocio de la encarcelación masiva en Estados Unidos (que mueve 180.000 millones de dólares al año) no decaiga. Debido a esas estrictas reglas, la charla no pudo ser grabada, y hubo que tomar notas en un trozo de papel y con un bolígrafo prestados por uno de los dos carceleros del turno, que, irónicamente, mataban el tiempo viendo en la televisión el canal de juicios. La entrevista se completó este viernes pasado por teléfono. Ohio también prohíbe entrar a fotógrafos al corredor de la muerte, pero sí está permitido que un funcionario saque una foto al final del encuentro con una vieja cámara digital.

El día de la visita faltaba algo menos de un mes para la fecha en la que Ohio había programado su ejecución, prevista para el próximo 16 de noviembre. El gobernador republicano, Mike DeWine, le concedió en julio un aplazamiento hasta enero de 2027. LaMar lo define como su “tiempo prestado”. “Aquí dentro somos seres empujados al abismo, pero no estoy listo para morir”, dijo en la entrevista, durante la que desplegó un discurso articulado, salpicado de referencias a pensadores, activistas negros y poetas, de Primo Levi a Malcolm X.

La prórroga no es (o no solo es) un acto de clemencia. Hace cinco años que Ohio, uno de los 27 estados en los que se aplica la pena capital, no mata a ninguno de los 130 presos que tiene en el corredor de la muerte porque las empresas farmacéuticas se niegan a vender a las autoridades los fármacos para la inyección letal. A LaMar le llegó hace poco una carta oficial en la que le pedían que escogiera su alternativa: silla eléctrica, horca, pelotón de fusilamiento, guillotina o cámara de gas. En nuestra charla, a la pregunta de si contestó aquella carta y qué preferiría llegado el caso, respondió: “No quiero participar en ese juego macabro. Preferiría morir mientras duermo o, mejor, en la cama con una mujer”.

Keith LaMar
El pianista Albert Marquès, a la izquierda, en un concierto de Freedom First en el Black Music Festival, de Girona, el pasado mes de enero. Lo acompañan, desde la izquierda, Manel Fortià, Erin Corina y Marc Ayza. En la pantalla se proyecta una imagen de Keith LaMar recitando desde el corredor de la muerte.

Para celebrar el “triunfo de seguir con vida”, el preso publicará el día en el que Ohio tenía previsto asesinarlo una canción junto al pianista catalán de jazz Albert Marquès, un tema titulado The Journey (El viaje), grabado con algunos de los mejores improvisadores de la escena de Nueva York. La letra cuenta la historia de cómo el músico, de 37 años, y el reo empezaron a colaborar durante la pandemia, poco después del asesinato de George Floyd, en un proyecto llamado Freedom First, en el que LaMar recita por teléfono desde el corredor de la muerte textos a los que las tonalidades del jazz contemporáneo sientan bien. La mayoría de letras son de cosecha propia (recuerdos de su vida antes y después de la cárcel o gritos de protesta contra la pena capital), y hay un tema en el que recita el poema Acerca del vivir del poeta turco Nâzim Hikmet, su favorito, que empieza así: “El vivir no admite bromas / Has de vivir con toda seriedad”.

El año pasado grabaron un disco, que han presentado en directo en decenas de escenarios a ambos lados del Atlántico. Además, Marquès acaba de publicar un libro, El jazz suena en el corredor de la muerte (Crítica), en el que cuenta la relación forjada entre ambos a través de la música. Es un original ensayo, mezcla de biografía de LaMar, memoria personal del pianista y radiografía del sistema carcelario americano desde el punto de vista de un extranjero, casado con una estadounidense y padre de dos hijos, en un país a menudo brutal y no siempre fácil de comprender.

Cuando tocan, el preso entra desde su celda; se agazapa entre el retrete y la pared, “donde mejor cobertura hay”, cierra los ojos y trata de seguir el ritmo. “No es fácil, porque solo me llega un confuso barullo”. confiesa. La embajada francesa en Washington programó el espectáculo el 10 de octubre, en una velada contra la pena de muerte en la que el público pudo comprobar las dificultades de sacarlo adelante. La voz metálica de una mujer anunció: “Esta llamada proviene de un centro correccional de Ohio y puede ser grabada y monitoreada”. Al rato, la conexión se cortó. LaMar marcó de nuevo desde la prisión, y Marquès, sin dejar de tocar, descolgó el teléfono.

Keith LaMar, Albert Marquès
Keith LaMar y Albert Marquès durante una visita a la cárcel de Ohio de junio de 2021.

El pianista, que lleva una década viviendo en Nueva York y se definió días después como “activista” en una videoconferencia desde la escuela de Manhattan en la que da clases a niños, explicó que los contratiempos como ese son habituales, y que ya aprendió a gestionarlos sin perder los nervios en directo. Le hablaron del caso gracias a un reportaje de la revista Mother Jones, que al principio de la pandemia pidió a varios presos del corredor de la muerte recomendaciones para sobrellevar el confinamiento; LaMar habló de jazz y de cómo el saxofonista John Coltrane le había salvado la vida. “Dejé el instituto a los 16 años, pero estar aquí ha sido una valiosa educación para mí. Gracias a la música y la literatura”, recordó el preso en la entrevista con EL PAÍS, “ya no sentía que cumplía condena esperando a que el tiempo pasara, sino que por primera vez lo aprovechaba; vivía mi vida. Tomaba las riendas: la literatura y la escritura se convirtieron en una manera de lucha y en aquello que me ha permitido mantener la cordura”.

El motín de Lucasville

LaMar lleva entre rejas desde los 19. Entonces era traficante en Cleveland, en plena edad de oro del crack, y un día mató a un adicto, amigo de la infancia, cuando vino a su apartamento a robarle. “Yo no lo sabía, pero no era feliz, aunque manejara dinero y condujera un Mercedes. Estaba perdido. Vivía en otra forma de prisión”, recuerda. Le cayeron de 18 años a cadena perpetua. Lo mandaron a la cárcel de Lucasville, al sur de Ohio. Superpoblada y extremadamente violenta, era entonces un polvorín a punto de estallar.

Acabó saltando por los aires cuatro años después, en 1993, cuando el alcaide quiso obligar a los presos musulmanes a someterse a una prueba de tuberculosis, que incluía la inyección de un suero que, denunciaron, contenía alcohol, incompatible con sus creencias. Aquello fue la chispa. El Domingo Santo estalló un motín al que, en una extraña alianza, se sumaron dos de las facciones que dominaban la cárcel: los supremacistas blancos de la Hermandad Aria y los Black Gangster Disciples. Se hicieron con el control del módulo L-6, el de la celda de LaMar, al que la algarada sorprendió en el patio. Según su relato, el gran error fue empeñarse en ir a buscar sus pocas pertenencias para ponerlas a salvo. En su celda habían encerrado a un tipo acusado de “chivato”, así que, dice, desistió de su misión. Cuando la policía intervino, estaba de vuelta en el patio y lo llevaron junto a centenares de otros presos al módulo de al lado, donde los desnudaron y acabaron encerrando hacinados, de 10 en 10, en celdas pequeñas. En la de LaMar, la tensión creció hasta que al día siguiente un tipo mató a otro.

The National Guard surrounds the Southern Ohio Correctional Facility during a prison riot in which prison guards were taken hostage by the inmates
La guardia nacional rodea la prisión de Lucasville durante el motín de 1993.Ralf-Finn Hestoft (Corbis via Getty Images)

Ese es uno de los cinco asesinatos que le adjudicaron, no como autor del estrangulamiento, sino como su instigador. También lo acusaron de liderar un “escuadrón de la muerte” que, sostuvo la fiscalía en el juicio, asesinó en esas primeras horas del motín a otros cuatro “soplones”. Los sublevados, que hicieron rehenes a ocho guardias, retuvieron el control del bloque L-6 durante 11 días, retransmitidos por televisión a todo el país. Murieron 10 personas, nueve reclusos y el funcionario de prisiones Robert Vallandingham. Al final, se rindieron con el compromiso de que no habría represalias.

La revuelta, que años después inspiró un documental de Netflix, causó tal impresión en la opinión pública que las autoridades quisieron encontrar rápidamente a los culpables para administrarles un castigo ejemplar. Enviaron al corredor de la muerte a cinco personas, cuatro presos que estuvieron amotinados todo el tiempo, miembros destacados de las tres facciones implicadas (musulmanes, neonazis y negros), y LaMar. Los bautizaron como “los cinco de Lucasville”, término con el que a él no le gusta verse asociado.

“Alguien tenía que pagar por aquello, y me tocó a mí”, dice treinta años después. “Necesitaban una revuelta para justificar una inversión de 50 millones en una cárcel de máxima seguridad, esta cárcel. Como dice Noam Chomsky, si quieres entender lo que pasó, tienes que mirar los resultados que produjo”.

Pobreza y desempleo

La Penitenciaría Estatal de Ohio es lo que en Estados Unidos se conoce como una supermax, donde encierran en régimen de aislamiento a los presos más peligrosos. Tiene capacidad para 500 reclusos, pero solo LaMar y los demás de Lucasville están condenados a muerte. Salvo uno de ellos, al que trasladaron por causas de salud mental, nunca la han abandonado desde que la inauguraron en 1998.

Está en Youngstown, una de esas pequeñas ciudades estadounidenses en medio de la nada donde el futuro parece una cosa del pasado. Con una tasa de pobreza del 35%, vive en gran parte de la supermax, la empleadora más generosa de la zona. Es algo así como el salvavidas que Ohio lanzó a sus vecinos la desaparición de la industria del acero, cuyo fin dejó tras de sí un paisaje de fábricas abandonadas.

Keith LaMar, Amy Gordiejew
LaMar y Amy Gordiejew, en octubre pasado en la Penitenciaría Estatal de Ohio.

La noche anterior a la cita en la cárcel, una espeluznante mole chata sin apenas ventanas, Amy Gordiejew, profesora de inglés para niños migrantes e impulsora desde hace más de una década de la campaña Justicia para Keith LaMar, aclaró en un restaurante de las afueras de Youngstown: “No es que crea que Keith es inocente, es que no me queda absolutamente ninguna duda de ello”. Con más motivo, añadió, tras la publicación de la segunda temporada del popular podcast de true crime The Real Killer, que, en 11 capítulos, repasa, “desde el punto de vista de una periodista ajena a todo lo que rodea a Keith”, los puntos ciegos del juicio que lo mandó al corredor de la muerte. Un proceso “plagado de irregularidades”.

“Se recogieron 22.000 pruebas de la escena del crimen y ninguna de ellas pudo vincularse con él”, recordó Gordiejew, que añadió que los fiscales ocultaron “montañas de evidencias exculpatorias”, como las declaraciones de un tal Anthony Walker, que pasó en tres testimonios de decir que no había visto a LaMar aquel día en el módulo L-6, a aventurar que tal vez pudo estar allí enmascarado y terminar señalándole como el líder del escuadrón que mató a los chivatos. Para Gordeijew, eso demuestra cómo iba obteniendo concesiones a medida que fue refrescando su memoria. En Estados Unidos, la fiscalía está obligada a compartir con la defensa una información de ese tipo en virtud de la llamada doctrina Brady, fijada en los sesenta por una histórica sentencia del Tribunal Supremo.

El caso se construyó basándose en los testimonios de presos a los que les ofrecieron beneficios penitenciarios. A LaMar, dice él, también lo tentaron, pero no quiso entrar en ese juego. Le recomendaron que se declarara culpable; de haberlo hecho, no lo habrían condenado a muerte, se habría ahorrado tres décadas de aislamiento y lo más probable es que, a juzgar por su buen comportamiento, hace tiempo que estaría en la calle. Tampoco aceptó. “No me arrepiento”, aclara, “Lo contrario me habría convertido en un asesino de masas confeso. Habría tenido que vivir con ello el resto de mi vida, del mismo modo que vivo con el hecho de haber matado a un hombre”.

Finalmente, un juzgado íntegramente blanco lo condenó, y el juez le aplicó la pena máxima. LaMar dice que fue víctima de un sistema en el que el 90% de los presos acaba entre rejas tras declararse culpables, lo sean o no: “Ellos tenían bazucas, nosotros hondas. El trabajo de aquellos fiscales era conseguir un veredicto de culpabilidad, no hacer justicia”.

Seth Tieger, uno de los fiscales que lo envió en 1995 a prisión, declaró el año pasado a The New York Times que aún considera a LaMar “extremadamente culpable”. “Está donde le corresponde: en el corredor de la muerte”, añadió. En estas casi tres décadas, el reo ha agotado todas las instancias de apelación y en todas han confirmado las conclusiones de Tieger.

LaMar detalla ese viacrucis judicial en Condenado, el libro de memorias que sacó en 2014 recurriendo a la autopublicación y que los defensores de su inocencia han traducido a tres lenguas, el español entre ellas. Lo escribió con la ayuda de Gordiejew, a la que cada mañana al alba y en otros momentos sueltos del día le dictó durante meses el texto por teléfono. “Fue un proceso arduo”, recuerda ella. “Y caro. Eran llamadas de máximo 15 minutos, a cuatro dólares cada una”.

El preso tiene un ejemplar en la pequeña biblioteca de su celda. Cuenta orgulloso que lo guarda “entre dos libros de [los grandes escritores negros] James Baldwin y Richard Wright”. No siempre fue así. Como parte del castigo ejemplar que le fue impuesto, no solo le decretaron aislamiento, también le prohibieron tener discos o libros. Tampoco le permitían el contacto físico con sus familiares en el momento de las visitas, derecho que acabó conquistando a base de encadenar varias huelgas de hambre, inspirado por el ejemplo del preso del IRA Bobby Sands.

“Lo primero que te dan cuando llegas al corredor de la muerte es una televisión”, cuenta LaMar. “Es como una cruel ventana al exterior, para que puedas quedarte mirándola todo el día, y vivas tu vida a través de ella. Así no tienes que pensar. Yo me negué a eso”. Trata de ver solo la PBS, el riguroso canal público, y sus horas favoritas para leer, escuchar música con cascos y escribir van las dos y las seis de la madrugada, “cuando la cárcel está en silencio”.

Primer concierto del proyecto Freedom First en la plaza Grand Army, en Brooklyn, en el verano de 2020, en plena pandemia.
Primer concierto del proyecto Freedom First en la plaza Grand Army, en Brooklyn, en el verano de 2020, en plena pandemia.

LaMar descubrió el jazz a los 25 años gracias a un preso llamado Snoop; antes, desde la adolescencia, escuchaba sobre todo soul: Stevie Wonder, Curtis Mayfield, Luther Vandross… En el jazz, empezó por Coltrane, y luego vinieron Miles Davis, Thelonious Monk, Keith Jarrett o Joe Henderson. “Los discos de esos genios son como galaxias”, explica. “En esas composiciones, llenas de matices, de frecuencias, está toda la complejidad de la experiencia afroamericana”.

La idea de que recitara sobre la música fue de Marquès. “Le animé, porque creo que es un buen escritor”, recuerda el pianista. También le pidió que hiciera una lista de 10 canciones para empezar a trabajar en el proyecto. Conectaron enseguida. “A la gente le sorprende que un chico de Granollers y un negro de Ohio puedan entenderse, pero para mí es ya un amigo, como un hermano”, dice Marquès, que también está convencido de su inocencia. “Me preguntan mucho cómo ha podido pasar”, añade el preso. “Es clave que Albert no haya nacido en Estados Unidos. No ha crecido con la noción preconcebida de que un hombre negro pobre solo es capaz de cosas terribles, nunca de algo sublime. Para mí, el jazz ha sido como un caballo de Troya: me ha permitido llevar mi historia a más gente a través de la música, que se convirtió en un puente. Gente que no necesariamente está pensando en la pena capital”. En el proyecto han participado, muchos sin cobrar, unos 75 músicos. Los beneficios obtenidos con el disco están destinados a la campaña por la liberación de LaMar, así como la mitad de las ventas del libro de Marquès.

La aventura jazzística ha contribuido a elevar el perfil público del caso, y llamó la atención de un famoso abogado de derechos civiles llamado Keegan Stephan. Había leído el libro de LaMar y fue en Nueva York a uno de los conciertos de Freedom First. Se implicó en la defensa, a la que en los últimos meses se ha incorporado un potente bufete que trabaja desinteresadamente. Están revisando toneladas de documentos legales a partir también de las averiguaciones salidas del podcast. Aunque agotó todos los recursos posibles, LaMar está esperanzado con la perspectiva de que el caso se pueda reabrir. “Es la primera vez en treinta años que juego con todas las cartas. En este país no tienes ninguna oportunidad si no tienes dinero”. Los abogados de oficio que lo defendieron en los noventa apenas cobraban 100 dólares la hora. Pagar a los que le están ayudando ahora pro bono costaría cientos de miles.

A la pregunta de por qué cree que el Estado de Ohio lo tiene desde hace casi treinta años pendiente de su hora final, LaMar contestó: “Te tienen todo ese tiempo luchando por tu vida. Son como buitres, quieren rebañar hasta el último trozo de tu carne, como en un moderno linchamiento. Y una celda vacía solo significa una cosa para ellos: que están perdiendo dinero”.

Dice que se siente afortunado de haber logrado una tupida red de apoyo de la que otros presos, a los que nadie llama, o va a ver, carecen. Él recibe unas tres visitas por semana y está constantemente en contacto con el exterior, más que nada, porque su campaña tiene dinero para pagar el teléfono, una cuenta que asciende a entre 16 y 20 dólares diarios.

“Los guardias no entienden por qué despierto tanto interés. Me miran como diciendo: ‘¿Qué pasa? ¿Te crees alguien importante?’ Y yo sé que lo soy. No entra en sus cálculos que puedas superar esta mierda de vida”, sostiene. También se teme que el aplazamiento de su asesinato levantara ampollas, hasta el punto de que sospecha que hace meses le empezaron a echar algo en la comida, algo que le producía fuertes mareos. Se hizo toda clase de análisis y “por el método deductivo” llegó a la conclusión de que no podía haber otra explicación. “Sé que suena a locura. Yo soy el primero que tengo que estar alerta ante cualquier signo de estar perdiendo la cabeza, pero no sencillamente no la hay”. Los mareos pasaron cuando empezó a alimentarse con las latas que compra en el colmado y los bocadillos a los que le invitan las visitas.

Después de comerse dos de pollo, al final de la charla en el corredor de la muerte llegó una pregunta, quizá tonta, nacida de una curiosidad, tal vez universal: ¿qué es lo primero que piensa hacer si finalmente lo sueltan? “Muchas cosas”, respondió. “Ir a un festival de jazz, por ejemplo, al de San Sebastián. Nunca he visto un concierto de jazz. Tampoco he volado en avión. Pero sobre todo seguir tomándome mi vida en serio. Aprendí a hacerlo demasiado tarde”.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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