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Cómo Estados Unidos se enganchó al fentanilo

La droga, responsable del récord de muertes por sobredosis en el país, penetró a mediados de la década pasada y explotó con la pandemia. “Los camellos no saben cómo usarlo para no matar a sus clientes”, dice Sam Quinones, gran cronista de la crisis de los opiáceos

Sinaloa Cartel
Un hombre de unos 50 años, presunta víctima de una sobredosis de fentanilo en San Diego (California), el pasado 12 de noviembre.Salwan Georges (Getty Images)
Iker Seisdedos

La historia de cómo Estados Unidos se enganchó al fentanilo es una clásica historia económica, de oferta y creación de demanda. Empezó a mediados de los noventa, cuando farmacéuticas como Purdue revolucionaron a base de agresividad las reglas del marketing médico para inundar consultas y botiquines de todo el país con unas revolucionarias pastillas llamadas Oxycontin. No solo venían a acabar de una vez por todas con el dolor, sino que no enganchaban, dijeron.

Cuando aquella sensacional oferta decayó, un ejército de adictos se lanzó a las calles con una demanda que parecía superada: buscaban heroína, más barata y también más peligrosa. Hacia mediados de la década pasada, la epidemia de los opiáceos ya era una crisis sin precedentes cuando la historia registró un nuevo inesperado giro con la entrada en escena de una poderosísima droga de la que pocos fuera de un quirófano habían oído hablar hasta entonces. El fentanilo arrasó con todos los hábitos anteriores; en 2022, provocó en torno a las tres cuartas partes de las muertes por sobredosis, que, según han anunciado las autoridades estadounidenses esta semana y a falta de la cuenta definitiva, se espera que marquen un nuevo récord, con cerca de 110.000 bajas. Esto es: más de 2.000 por semana.

Sam Quinones, periodista de investigación y escritor, es el gran cronista de la que las agencias de narcóticos ya consideran “la peor crisis en la historia de las drogas en Estados Unidos”. Se ocupó de la primera parte del cuento en Tierra de sueños (Capitán Swing), un exitoso ensayo que le valió el National Book Award y que se detenía en los estragos de los analgésicos en vastas extensiones del Medio Oeste. Ese libro llevó a otro, The Least of Us (El más insignificante de nosotros, aún sin traducción al español), que retrata el país “en los tiempos del fentanilo y la metanfetamina”.

El periodista Sam Quinones.
El periodista Sam Quinones.SAM QUINONES

Esta última sustancia, cuenta en The Least of Us, preparó el terreno: gracias a ella, los narcos mexicanos abrazaron el milagro de la droga sintética y “pudieron dejar de ser los meros recaderos de los traficantes colombianos”. Al principio, importaban el fentanilo de China. Cuando Pekín anunció en 2019 que lo prohibía, sus empresas químicas empezaron a venderles los precursores necesarios para fabricar el potente analgésico. “Así fue cómo se convirtieron en los grandes productores y distribuidores de la droga, primero en polvo, y luego disfrazada de pastillas falsas. Al comprobar su enorme potencial, reorientaron su negocio e inundaron Estados Unidos”, explica Quinones en una entrevista telefónica. De nuevo, la oferta y la demanda.

El padre del fentanilo es un químico belga llamado Paul Janssen. Su invento (más efectivo y menos oneroso que la morfina) se empezó a usar en cirugías cardiacas y revolucionó la medicina. En 1985, Janssen abrió el primer laboratorio occidental en China para fabricar fentanilo.

Lejos de la supervisión de un anestesiólogo, resulta una sustancia altamente mortífera. El primer zarpazo llegó a las calles de Chicago en 2006, donde se conocía con el sobrenombre de “inyección letal”. Sucedió cuando un químico llamado Ricardo Valdez-Torres y apodado El Cerebro convenció a los hombres de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, de que, antes que la efedrina, convenía fabricar fentanilo (fetty, en el argot). Solo le dio tiempo a enviar a Estados Unidos 10 kilos antes de su arresto en México. Declaró a la policía que lo hizo con la advertencia de que esos polvos había que diluirlos hasta 50 veces antes de venderlos. Tal vez esas instrucciones nunca llegaron a sus destinatarios. O quizá sea muy difícil hacerle creer a un adicto que lo que tiene entre manos es demasiado fuerte. “Parte del problema, entonces y ahora, es que los traficantes no saben cómo usarlo, ni cómo cortarlo”, dice Quinones. La policía desmontó el laboratorio y el contagio quedó aquella vez cortado de raíz.

Crear adictos

La segunda embestida llegó hacia 2014 y nada pudo pararla. Los camellos empezaron a cortar otras sustancias, como la cocaína o la metanfetamina, con fentanilo, mucho más barato, “de modo que miles de personas, las que no morían por una sobredosis accidental, acabaron enganchadas a algo que ni siquiera sabían que estaban tomando”. “No solo buscaban aumentar sus beneficios, los traficantes también estaban interesados en crear adictos”, advierte el periodista.

Ese fue uno de los motivos que contribuyó a que la droga derribara barreras raciales. Quinones explica que la primera oleada de la crisis de los opiáceos, la de las pastillas con receta, se llevó por delante a una población mayoritariamente blanca (tanto como un 90%). Con el fentanilo fue distinto: se extendió como una especie invasora por las esquinas de las ciudades de todo el país hasta arrasar con la heroína y otras sustancias, del mismo modo que prendió en las comunidades afroamericanas e hispanas.

En el libro se cuenta el caso del primer negro que murió en la ciudad de Akron (Ohio). Se llamaba Mikey Tanner, luchó durante 10 años contra la adicción a la cocaína, pero solo duró un par de meses cuando el fentanilo entró en escena. Su historia recuerda a la de las primeras sobredosis en España. Al principio, fueron noticias de portada. Con el tiempo, sus muertos no tenían asegurado ni siquiera un lugar en la página de las esquelas.

The Least of Us está lleno de terribles historias de consumidores atrapados en una estadística como la de Tanner, que acaban formando el mosaico de una sociedad enferma, acosada por el dolor y el aislamiento. También hilvana el relato del declive del siglo XX americano a través de ciudades como Muncie (Indiana), que fue la “capital mundial” de las cajas de cambios de los coches hasta que todo se fue al carajo, o Kenton (Ohio), un pueblo del cinturón de óxido donde las estrellas del deporte del instituto que empezaron a tomar pastillas para el dolor acabaron enganchadas a la heroína.

La pandemia fue la puntilla. En 2020, las muertes por sobredosis crecieron un 20%, hasta los 91.799 casos. En 2021, se registraron 106.699, según el Instituto Nacional de Abuso de Drogas, un 16% más. Y en 2022, la DEA (siglas en inglés de la agencia antidrogas) se incautó de 50,6 millones de píldoras falsas y de 4.500 kilos de polvo de fentanilo, el equivalente a “más de 379 millones de dosis potencialmente mortales”; más que de sobra, por tanto, para acabar con toda la población estadounidense. “El confinamiento fue terrible para quienes estaban luchando contra la adicción”, recuerda Quinones. “A los que tratan de salir les recomiendan dos cosas: que no se aíslen y que trabajen. Así que el coronavirus fue la tormenta perfecta. Tampoco ayudó que la terapia se hiciera de la noche a la mañana por Zoom”.

Las alarmantes cifras despertaron a Estados Unidos a un problema que ha acabado convertido en otro campo de batalla político, entre Estados Unidos y México, así como en clave interna, con los republicanos usando el fentanilo como arma arrojadiza por las políticas de la frontera de la Administración de Joe Biden o por la gestión del aumento de la criminalidad de las grandes ciudades, donde acostumbran a votar demócrata. San Francisco se ha convertido en el gran símbolo: allí ha muerto desde 2020 el doble de personas por sobredosis (unas 2.000) que a causa de la pandemia. A Quinones, que fue reportero de Los Angeles Times, le “sorprenden” esos ataques, teniendo en cuenta que “Donald Trump fue presidente en los años en los que el fentanilo se extendió por todo el país”. “Las autoridades locales están sencillamente desbordadas”, añade. “Este es un problema que tiene que afrontarse como asunto nacional”.

En el libro, Quinones se hace dos preguntas clave: por qué alguien querría tomar algo que sabe que lo puede matar y qué puede hacer que un traficante dé a sus clientes algo con muchas opciones de acabar con ellos (y con su dinero).

A la primera, el periodista, que se entrevistó como trabajo de campo con destacados neurocientíficos, responde: “Esa es la naturaleza de la adicción; reprograma tu cerebro para que su misión no sea sobrevivir, sino conseguir la droga”.

A la segunda, contesta: “El fentanilo se convirtió en la droga más potente de la historia. Cualquiera que se dedicara al negocio sabía que si no la ofrecía se iba a quedar rápidamente sin clientes. Los camellos no se atrevían a no mezclarla con otras. Pronto, se volvió una herramienta de expansión de mercado”.

En la entrevista, Quinones destacó otro inesperado efecto: “El fentanilo está acabando con el uso de drogas recreativas en Estados Unidos, un uso que por lo menos lleva entre nosotros medio siglo. Ya nadie se atreve a tomarse una pastilla o una raya en una fiesta por miedo a morir”.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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