Desplazados por la violencia yihadista en el Sahel: “Salvamos la vida, pero perdimos todo lo demás”
Los ataques desfondan a Burkina Faso, que sigue los pasos de Malí y prescinde de la ayuda francesa contra el terrorismo
En un solar amurallado de Bigtogo, a las afueras de Uagadugú, viven 300 personas. Las casas de unos son de plástico y paja, levantadas en pocos días. Otros, mayores o enfermos, duermen en la antigua pocilga, donde los niños buscan las sombras para hacer sus tareas del cole. “Salvamos la vida, pero perdimos todo lo demás”, dice Rasmane Sawadogo, comerciante de 59 años. Los llaman desplazados y en todo Burkina Faso son unos dos millones. El 10% de sus habitantes. Cada día llegan más y se instalan donde les dejan. Huyen de los grupos yihadistas que han hundido a este país y a Malí en un caos de violencia, masacres, hambre, ciudades bajo bloqueo e inestabilidad que se extiende por el Sahel. Porque es una guerra que están ganando.
“Los terroristas llegaron a Pobé Mengao y fusilaron a 14 personas”, relata Bourema Konfé, “el resto escapamos a Djibo. Pero no bajamos los brazos. Reclutamos a un grupo de jóvenes y regresamos al pueblo con nuestras escopetas de caza. El Gobierno mandó a 15 militares para ayudarnos. Hasta que un día, a las cuatro de la madrugada, esa gente volvió. Tenían armas sofisticadas, mataron a soldados y civiles que trataron de hacerles frente y destruyeron todo, le pegaron fuego a las casas”. Mariam Ganamé, su marido y sus nueve hijos también huyeron. Atrás dejaron hasta cadáveres por enterrar.
Hace ocho años la amenaza yihadista era apenas un run run que sonaba en el norte del país. Lejos, muy lejos, de la capital. Hoy, diez de las trece regiones de Burkina Faso viven bajo el constante asedio de ataques y atentados. Apenas las principales ciudades se consideran seguras y viajar entre ellas ya entraña un riesgo. “El deterioro de la situación es brutal desde hace años, pero se ha intensificado a partir de noviembre”, asegura el coordinador de una ONG local. Ese mes, el Ejército burkinés hizo un llamamiento para reclutar a 50.000 civiles, los llamados Voluntarios de Defensa de la Patria (VDP). Se apuntaron 90.000. “Tienen problemas de equipamiento pero una fuerte voluntad de cooperar con el Estado”, añade la misma fuente. El conflicto se acentúa.
Un policía vigila con semblante serio frente a la barrera colocada en una de las principales avenidas de Uagadugú. Detrás de él está el Salón de la Artesanía, una feria internacional que pretende mostrar que, pese a todo, la vida sigue. El Gobierno ha recortado el horario laboral hasta las dos para facilitar que los ciudadanos la visiten. A pocos metros, el activista por los derechos humanos Daouda Diallo da la vuelta al candado con que cierra la puerta de su oficina. “Hace dos semanas estuvieron a punto de secuestrarme, estamos amenazados y va en serio”, asegura. El país está en guerra, las voces críticas con lo que pasa en el frente son incómodas.
Las cifras hablan por sí solas. “La mitad del país está bajo control de los yihadistas, el 26% de los servicios sanitarios están cerrados así como el 22% de las escuelas. El Estado está desbordado y se recurre a los voluntarios civiles. Esta es la peor crisis de la historia de nuestro país. Ha habido un fracaso militar en el frente, donde se cometen todo tipo de abusos contra la población civil que nunca se investigan”. En la Nochevieja de 2018 los terroristas atacaron Yirgou, en la región Centro-Norte, matando a seis personas entre los que se encontraba el jefe del pueblo y su hijo. Al día siguiente, las milicias Koglweogo, que apoyan al Ejército, respondieron masacrando a miembros de la etnia peul, a la que se acusa de complicidad con los yihadistas. “Mataron a unas 200 personas”, asegura Diallo. Fue una de las peores matanzas, no la única.
Dos grupos terroristas, integrados a su vez por células semiautónomas con capacidad para lanzar ataques y cometer atentados al mismo tiempo, están detrás de esta crisis. El primero es el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), vinculado a Al Qaeda, el más activo en Burkina Faso. Nacido en Malí en 2017 como una coalición de grupos yihadistas bajo el liderazgo del comandante tuareg Iyad Ag Ghali, pronto sus acciones se extendieron hacia el sur con el sello del grupo burkinés Ansarul Islam, dirigido por Jafar Dicko. El segundo es el brazo armado de Estado Islámico en el Sahel, que despliega sus acciones sobre todo en la zona de Las Tres Fronteras, entre Níger, Burkina Faso y Malí, donde ambos grupos, además, se enfrentan entre sí.
En Yanma Kudgo, en el extrarradio de Uagadugú, unos pocos árboles aquí y allá ofrecen un magro refugio al impenitente sol del mediodía. Decenas de casas han sido ocupadas por los desplazados venidos del norte y centro del país. Hace tres años, Kaldú Tamboura, de 62, cultivaba sorgo, mijo y maíz junto a sus hijos en Togomaiel, provincia de Soum. El miedo a los ataques continuos le hizo huir hasta la capital. Hoy se levanta cada mañana y se pregunta qué habrá pasado con sus tierras. “Hace dos años que nadie puede ir allí, no hay ni red telefónica para llamar”, asegura. Una de las estrategias de los yihadistas es aislar a las poblaciones, cortar toda su comunicación con el exterior, privarles de sustento. Muchos optan por irse incluso antes de sufrir la violencia de manera directa.
Quienes se quedan están al límite del hambre. Unas 3,5 millones de personas sufren inseguridad alimentaria y 5 millones necesitan ayuda para sobrevivir, según Naciones Unidas. En Djibo y otras ciudades bajo asedio, sus habitantes recolectan hojas y frutos silvestres para comer. Es un doble bloqueo. Por un lado, los grupos armados saquean o destruyen los vehículos que tratan de facilitar suministros a la ciudad y, por otro, el Ejército limita los movimientos por la inseguridad. El pasado mes de septiembre los yihadistas atacaron un convoy de un centenar de camiones y mataron a 11 soldados que lo protegían en Gaskindé, camino de Djibo.
Pero el yihadismo también ha traído una enorme inestabilidad. La incapacidad manifiesta del Gobierno y las Fuerzas Armadas para hacer frente a la crisis está en el origen de los dos golpes de Estado que sufrió Burkina Faso en 2022. El último de ellos, encabezado por el capitán Ibrahim Traoré, se produjo el 30 de septiembre y llegó con un fuerte apoyo popular. “Los gobernantes de este país nos condujeron directamente al abismo”, asegura Yéli Monique Kam, coordinadora del movimiento M30 Naaba Wobgo que agrupa a diferentes colectivos de la sociedad civil, “pero la ideología del capitán Traoré es el pueblo, mientras siga así tiene nuestro apoyo”. El Gobierno burkinés ordenó en enero la retirada de las tropas francesas en un mes, una medida que cuenta con la simpatía de buena parte de la población.
Francia se aleja, Rusia se acerca
Ya ocurrió en la vecina Malí, donde la llegada al poder del coronel Assimi Goïta en 2021 provocó un rápido deterioro de las relaciones con Francia, su tradicional aliado en la lucha antiyihadista, que abrió la puerta a la llegada de unos 1.400 mercenarios de la empresa de seguridad Wagner, vinculada al Kremlin. Hoy son los rusos quienes acompañan a los soldados malienses en sus operaciones antiterroristas, sobre todo en el centro de Malí, y quienes han ocupado las bases militares que los franceses se vieron forzados a abandonar en 2022 por orden de Goïta. El fracaso de la Operación Barkhane a la hora de frenar el avance yihadista contribuyó a alimentar el sentimiento antifrancés y el expansionismo ruso en el Sahel aprovechó su oportunidad.
El nuevo régimen militar de Burkina Faso ha iniciado un estrechamiento de sus relaciones con Moscú, pero de momento nadie ha visto militares o mercenarios rusos desarrollando operaciones en suelo burkinés. “Tanto si vienen como si no, nos tememos un deterioro de la situación. Los voluntarios no tienen formación en derechos humanos y hay una fuerte estigmatización de ciertas comunidades”, añade Diallo. El Gobierno burkinés, cuyo principal suministrador de armas, helicópteros y munición es precisamente Rusia, está decidido a diversificar sus socios. La entrada en juego de drones vendidos por Turquía, así como el refuerzo de sus capacidades aéreas, anuncian una guerra de “reconquista”, en palabras del propio capitán Traoré, que se librará pueblo por pueblo.
“Si te estás ahogando, te agarras aunque sea a una serpiente”, asegura Aimé Appollin, miembro del M30, en referencia a la llegada de mercenarios rusos. “Esto es una revolución por nuestra soberanía y tenemos el derecho a elegir quiénes son nuestros amigos”. En la última manifestación celebrada en la capital burkinesa ondearon banderas de Rusia, pero también de Malí, Burkina Faso y Guinea, los tres países con regímenes militares en África del Oeste y el nuevo eje del sentimiento antifrancés en la región. Todo ello ha convertido a Níger en el nuevo epicentro de la estrategia militar francesa y europea en el Sahel occidental, aunque allí también se elevan cada vez más voces críticas.
El yihadismo progresa en el Sahel. Mientras Malí y Burkina Faso están desfondados, Níger parece aguantar los frecuentes golpes, sobre todo en la región de Tillabéri. Pero su progresión hacia los países del Golfo de Guinea se ha acelerado, tal y como lo atestiguan los ataques en el norte de Togo, Benín, Costa de Marfil e incluso Ghana. Informes de seguridad advierten incluso de que Senegal también podría ser un objetivo, sobre todo la región de Kedougou fronteriza con Malí, donde hay una intensa actividad de extracción de oro. La minería artesanal es una fuente indirecta de financiación de los grupos armados, que cobran a cambio de seguridad o saquean directamente los beneficios.
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