Refugiados de Afganistán en España: “Mi cuerpo está en Salamanca, pero mi cabeza sigue en Kabul”
Aprender español, cambiar de oficio, empezar de cero. Tras un año en Ourense o Salamanca, varios afganos sienten que viven en un limbo marcado por la nostalgia de lo que dejaron en su país y la inquietud por su futuro
La activista Massouda Kohistani (41 años) y la periodista Khadija Amin (29) se conocieron el día que abandonaron Kabul con lo puesto. En la odisea se hicieron “hermanas” y como tales llevan un año viviendo en Salamanca.
Khadija ha preparado el tradicional guiso de arroz afgano para la visita porque “una fiesta no es una fiesta si no hay qabli”. Podría haber hecho tortilla de patata. “Hice 10 al día durante 10 días para las prácticas finales de mi curso de cocina”, presume en el estupendo castellano que ha aprendido desde su llegada.
Tiene una columna quincenal en el diario digital 20 minutos, espera encontrar trabajo de cocinera, y en septiembre empezará Comunicación Audiovisual en la Universidad de Salamanca. En Kabul presentaba las noticias en la televisión pública, ahora sueña con abrir un restaurante. “Empezar de cero es muy duro, pero hay que volver a levantarse, nunca sabes lo que depara el futuro”, dice optimista y risueña. Está cumpliendo con honores los pasos del “itinerario” que marca el Ministerio de Inclusión para que los refugiados se integren en un plazo de 18 meses (máximo 24).
Sin embargo, Khadija se rompe en cuanto menciona a sus hijos. Consiguió un visado para traerlos hace unos meses, pero el día que viajaban el padre se echó para atrás. “No vamos, olvídate de nosotros”, le dijo. “Se ha casado con otra; mi nombre ni aparece en los documentos de los niños, tras mucho insistir me deja hablar con ellos cada dos semanas”, cuenta sin consuelo.
En el corcho de su habitación hay una foto del mayor, de siete años, junto a los gemelos de cinco, debajo, un post-it con la conjugación del verbo ser.
En la de Massouda, sobre la cama, hay una pancarta gigantesca. El día 15 —ya ha pedido permiso a la policía— organiza una concentración en la plaza Mayor para que no se olvide que Afganistán lleva un año bajo dominio talibán. “El activismo nos mantiene en pie, se lo debemos a quienes no pudieron salir, tenemos que ser su voz”, dice Massouda, que entiende el castellano pero no se lanza a hablarlo.
Es la segunda vez que los talibanes arrancan de cuajo su vida: durante el primer quinquenio talibán, en 1998, con 17, se exilió a Pakistán, donde sobrevivió tejiendo alfombras. De vuelta en Afganistán se labró una carrera como activista e investigadora, y era la principal proveedora de su extensa familia (madre, hermanas, sobrinos). “Tenía tantos planes... mi lucha era la educación de las niñas y los pobres, y ahora a nadie le importa eso”. Su mirada, tristísima, se pierde en el plato de arroz: “La vida ya no tiene sentido. Mi cuerpo está en Salamanca; pero mi cabeza sigue en Kabul, cuando cierro los ojos vuelvo a mi casa… Y, sin embargo, allí ya nada es como lo recuerdo, simplemente, no me siento parte del mundo”, suspira. Acaban de prescribirle gafas de vista cansada, está convencida de que a causa “de tanto llorar”.
“Yo lloré en el Aeropuerto de Kabul. Después ya no...”, cuenta Mohammad Ali Hoseini, de 24 años. “Es difícil para un hombre decir que llora”. El joven periodista ejerce de portavoz de su familia. En total son nueve, tres generaciones. Huyeron de Afganistán jugándose la vida y acabaron refugiados en Ourense.
Viven repartidos en dos pisos. El que comparte Mohammad con su hermana Samana (que era modelo y funcionaria del Ministerio de Cultura) y las hijas de esta, de 17 y 11 años, está cuidado, pero los escasos muebles tienen muchas décadas, como demuestran los muelles vencidos del sofá y el terciopelo rajado de las sillas. En otro viven la matriarca, Amena, de 50 años; su marido, Nasir, ingeniero médico de 55, su hijo Hamza, un dentista que no ha logrado homologar el título para ejercer aquí aunque sea de auxiliar y que busca trabajo “de lo que sea”; su esposa Zaihab (modista), y el bebé de la pareja, que llegó a España con apenas dos semanas y la piel chamuscada por las esperas al sol de aquella huida del infierno. Shahab, que ya echa a andar, es el único que empezará a hablar de forma natural castellano y gallego si sus padres permanecen en Ourense. Los demás van a clases y no todos progresan igual: los que mejor lo llevan son los dos hombres jóvenes y la niña de 11, que enseguida hizo amigos en el colegio.
Mohammad habla con soltura español, pero su inglés es excelente y cree que en “Irlanda o Reino Unido” habría tenido más fácil encontrar trabajo en lo suyo. A pesar de ello no cambiaría su destino. En Galicia ha dado conferencias en colegios, instituciones e incluso ante los alumnos de Periodismo de la Universidad de Santiago. “No quiero salir de España, me ayudaron, es mi segundo país. Ourense es una ciudad verde y bonita en la que he conocido gente amable y ya tengo amigos gallegos”, dice, aunque admite que la comida no sabe igual: “Aunque cocines lo mismo y las alubias sean alubias, y el arroz, arroz, sabe diferente”.
Ojalá que todos los problemas de su familia fueran esos. La gran preocupación de los Hoseini es encontrar trabajos antes de que acabe la cuenta atrás de 18 meses que dura la ayuda del Estado español. Creen que tendrían más oportunidades en Madrid, Barcelona o Valencia, pero no pierden la esperanza. “Queremos ser productivos. Es duro ir cada semana a por el papel que nos da la Cruz Roja para poder hacer la compra en Eroski... para nosotros se hace difícil recibir dinero de esta manera”, dice Mohammad, acostumbrado a trabajar como periodista digital “desde 2015″. La suya era una familia acomodada. Tenían “una casa grande, dos coches y ahorros en el banco, que ya no se podrán recuperar”.
En Salamanca, Massouda, que está buscando una beca para hacer un posgrado en derechos humanos, inmigración o género, cuenta que otras activistas que han ido a parar a Canadá o Suecia sí encuentran trabajos acordes a su formación. Ella se mantiene ocupada participando en medios (en el salón hay un trípode desde el que ambas mujeres graban sus habituales entrevistas con el móvil) y dando charlas. Massouda y Khadija han dado charlas por toda España sobre la situación de las mujeres en Afganistán, pero solo una vez han cobrado por ello. Y les urge cobrar, porque el ministerio paga los 500 euros del piso y los 350 de gastos mensuales (cada una). También, a través de la ONG Cepaim, reciben clases de español y asistencia psicológica. El sistema de asilo está pensado como “una lanzadera” a la autonomía, explican fuentes de Inclusión. El refugiado recibe ayuda durante un tiempo a cambio de ciertos compromisos (como aprender el idioma y buscar empleo activamente; por lo que no pueden viajar si no es por motivos laborales). Este apoyo no puede ser indefinido y el sistema está ahora muy tensionado con la llegada de ucranios, explican desde el ministerio, añadiendo que, si pasado el plazo el refugiado no puede valerse por sí mismo, las ONG o los servicios sociales podrían activar otro tipo de recursos.
A pesar de las incógnitas del futuro y las nostalgias de lo que dejaron atrás, ninguno de los refugiados duda de la decisión tomada. “Al día siguiente de mi salida mataron a 17 mujeres activistas”, dice Massouda. “Mis colegas periodistas lo están pasando muy mal”, añade Mohammad, “algunos han sido encarcelados, tengo fotos de sus espaldas completamente de color rojo”, torturadas. Su vida transcurre entre un Kabul que no existe y una ciudad gallega en la que aún tiene que encontrar su sitio. Entremedias, la esperanza de una nueva vida: se acaba de casar con su novia Tahera, que huyó a Irán. Una boda por videoconferencia a 6.000 kilómetros de distancia, con el permiso de sus familias y un imán. “Esto ahora es lo más importante para mí”, comenta el flamante esposo mientras acaricia su anillo: “Encontrar trabajo y conseguir que venga Tahera”.
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