Un día buscando gasolina en Sri Lanka con el pícaro Roshan
La escasez de combustible en la isla, motor de las protestas, agudiza el ingenio de los conductores de ‘tuk-tuk’
Roshan Ravindra tiene al menos tres sistemas más o menos eficaces para llenar el depósito de su tuk-tuk (ocho litros de “gasolina 92″) sin tener que esperar horas o días en las colas que serpentean alrededor de las gasolineras de Colombo. La escasez de combustible ha sido uno de los factores que, hace más de tres meses, hizo saltar la llama de la revuelta popular de Sri Lanka que ha forzado la huida y dimisión del presidente. Los conductores son quienes la sufren más directamente, y algunos han muerto deshidratados mientras esperaban para repostar. Pero es un problema con efecto dominó, que ha mermado la calidad de vida de los 22 millones de habitantes de la isla: es más difícil desplazarse al trabajo, los trenes escasean y van más atestados que de costumbre, las ambulancias tardan más de lo que debieran.
Con su tuk-tuk verde aparcado frente al lujoso hotel Kingsbury, en el paseo marítimo de Colombo —epicentro de un levantamiento que tuvo su cenit con el histórico asalto al palacio presidencial del 9 de julio—, espera a que salgan los pocos extranjeros que se alojan en él. Y les pide un favor: que le acompañen a la gasolinera más cercana con el pretexto de que deben ir al aeropuerto para tomar un avión, o de que quieren hacer una excursión a las playas de Tangalle, en el sur. La estrategia funciona a veces. El pícaro Roshan llega a una estación de Lanka IOC —la compañía estatal— con un viajero norteamericano. Tras negociar con los policías que controlan que no haya líos —parece que tiene labia y don de gentes—, consigue cinco litros.
“El país necesita los ingresos de turistas, sobre todo si hay muy pocos como ahora. No hago nada ilegal, porque como ves nos han dejado pasar”, dice Ravindra, un hombre jovial de 33 años y con tres hijos. Son esos chavales —de seis, tres y dos años— los que le han movido a agudizar el ingenio ante la enorme crisis económica que se avecina; lo mismo a las familias, que han adaptado su dieta a los productos disponibles: el pescado, antes accesible, ha quedado casi excluido porque los barcos, sin combustible, tampoco salen a faenar de forma asidua. “Con esta gasolina puedo trabajar un poco, y con el trabajo puedo alimentar a mi familia, gracias a Dios”, añade. Es católico y ha decorado el techo de su vehículo con una bandera de Australia.
Ravindra accede a explicar a EL PAÍS cómo funciona el mercado negro de combustible que se ha abierto paso en la isla debido a las restricciones. Al Gobierno de Sri Lanka le falta moneda internacional para importar energía en cantidades suficientes. Y cada uno intenta ganarse la vida como puede. Algunos de estos estraperlistas del petróleo “son trabajadores de las compañías de abastecimiento que lo sacan de forma más o menos consentida” —eso explica Ravindra y coinciden con él otros conductores con los que ha conversado EL PAÍS— y ofrecen el combustible al abrigo de la noche. Pero otros son simplemente pacientísimos conductores de tuk-tuk, que se prestan a pasar un par de noches al raso, en la fila, para llenar el depósito y revenderlo.
Tras dejar atrás las carpas del parque de Galle Force, donde este domingo los manifestantes se han tomado un respiro —hay parejas de enamorados que pasean protegiéndose del sol con un paraguas y familias que comen juntas sobre la playa frente al océano Índico—, Ravindra tuerce a la izquierda, quita la llave del motor y hace una llamada. En menos de cinco minutos aparece un hombre delgadísimo con gorra y aparca su tuk-tuk rojo 10 metros por delante del de Ravindra. Sale con una botella de plástico de litro y medio que antes contenía agua y ahora, parece ser, gasolina. Aunque el color es un poco sospechoso. Hay un litro. Ravindra paga 3.000 rupias (unos 8 euros), un precio elevadísimo con el que este señor hace su pequeño agosto. No quiere dar su nombre, pero tampoco se esconde. “Llego y me pongo a la cola. Me llevo comida y agua. Y me pongo a esperar. Avanzo sin encender el motor, solamente empujando el tuk-tuk [lo empuja mientras lo cuenta, de hecho] hasta que llego”.
Ravindra tuerce el gesto ante lo que acaba de venderle el intermediario. “La gasolina no solo está más cara, sino que es de peor calidad. Con los mismos litros, ahora recorres menos kilómetros. Yo creo que la mezclan con algo”, cuenta. La inflación —que en junio de este año alcanzó el 55%— es otro de los graves problemas que afronta la población, que ahora, tras las protestas, confía en que el futuro presidente y su Gobierno pongan en marcha un plan económico urgente para sacar al país de la depresión. Hay menos de todo —incluidos alimentos y medicinas— y todo es muchísimo más caro.
La utilización de turistas como pretexto y el acceso al mercado negro son dos de sus métodos. Para explicar el tercero, accede a mediodía a recorrer otras gasolineras de Colombo. Algunas están precintadas, otras sirven solamente a médicos y personal hospitalario para emergencias. Y en todas ellas hay restricciones. La gasolinera se intuye, aunque no se vea aún. Unos 500 metros antes de llegar a la estación empieza a verse ya una fila perfectamente ordenada de tuk-tuks; muchos están vacíos, porque hay tal tiempo de espera que uno puede marcharse; otros intentan descansar o comen.
Las gasolineras de Colombo están protegidas como si fueran una infraestructura crítica. En esta, también de Lanka IOC, hay un nutrido grupo de policías, de miembros de la Armada y del Ejército. Hay caos, pero no tensión, porque la gente ya sabe de qué va todo esto. Los operarios no dejan de repostar maquinalmente; tienen cara de cansados. No hay precios indicados en ningún sitio porque suben cada día. Este domingo, la gasolina —la que usan motos y tuk-tuks— está a 485 rupias (1,3 euros). El estraperlista de Ravindra cobra seis veces más de lo que le cuesta.
El hombre pone en marcha su tercera técnica: la propina. Desliza un billete de 1.000 rupias en la mano de un expendedor, que accede a ponerle siete litros, dos más de los que le tocarían para su tuk-tuk porque hay racionamiento. Los policías llegan también con sus motos particulares y se cortan menos aún. Piden el depósito lleno: 18 o 20 litros. Y los trabajadores obedecen sin protestar ni pedir propina. “¿Tú crees que necesitan tanta gasolina, si ni siquiera es su moto de trabajo? ¿Qué crees que hacen con ella?”. Ravindra deja la pregunta en el aire, sonríe y se esfuma para ir a comer con su familia.
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