La crisis detrás de la revuelta popular de Sri Lanka: depósitos vacíos, precios desbocados y corrupción
La escasez de combustible, que ha perturbado el día a día de la población, prendió las protestas en una isla conjurada para “echar al presidente”
Daniel Bernard entra en la carpa que ha sido su segunda casa los tres últimos meses. El 9 de abril, la población de Sri Lanka dijo basta y empezó a levantar campamentos improvisados en el paseo marítimo de Colombo. Este empresario de 45 años se sumó desde el inicio a las protestas masivas por el deterioro de las condiciones de vida en la isla. Transformada en levantamiento popular, “la lucha”, como aquí la llaman, provocó la huida y dimisión del presidente Gotabaya Rajapaksa, a quien los manifestantes culpan de la peor crisis económica en la historia del país desde su independencia en 1948. La escasez de combustible, que ha alterado durante las últimas semanas la vida diaria de la población, terminó de avivar una revuelta que también se ha alimentado del hartazgo de la sociedad con la corrupción, la carestía y la inflación.
Se nota que Bernard tiene ganas de hablar. “He perdido millones de rupias por culpa de este Gobierno. Por eso quería que se marchasen”, dice el hombre, que hace años, cuando Sri Lanka se vendió al mundo como “paraíso”, lo apostó todo al turismo. Bernard recorre cada semana más de tres horas en coche desde Kandy, Patrimonio Mundial y lugar de peregrinación para los budistas porque se supone que alberga un diente sagrado de Buda. Por todo ello Kandy es, también, parada obligatoria para el viajero.
Bernard compró una flota de 36 vehículos que ha tenido que malvender porque no ha podido pagar el préstamo al banco. Para él y sus compatriotas, todo empezó a torcerse en 2019, el año en que Rajapaksa —miembro de una dinastía que ha controlado el país los últimos 20 años— llegó al poder: los atentados del Domingo de Pascua, que dejaron 269 muertos en iglesias y hoteles de la capital, espantaron al turista, que desapareció con la pandemia. “El país dejó de ingresar 4.000 millones de dólares anuales”, asegura Umesh Moramudali, economista de la Universidad de Colombo.
Pero el contexto internacional no explica por sí solo el desastre. La gestión económica del Ejecutivo tiene mucho que ver y así lo han entendido los ciudadanos. Nada más alcanzar la presidencia, Rajapaksa “aprobó una importante bajada de impuestos que benefició a los más ricos”, añade Moramudali. Con menos ingresos internos y externos, el país “se quedó sin moneda extranjera para las importaciones”, añade el experto. Ahí está el origen de la escasez del combustible. La rupia cayó en picado, la inflación creció de forma vertiginosa (55% en junio) y el Gobierno se embarcó en préstamos que no pudo pagar y que en abril llevaron al país a la bancarrota.
La escena se repite desde hace meses: conductores que hacen colas kilométricas y esperan horas, y hasta días, para repostar sus coloridos tuk-tuks. Muchos han acabado deshidradatos, algunos han muerto. El último, un conductor de 53 años que sufrió un ataque al corazón tras esperar toda una noche junto a una gasolinera en Panadura, un suburbio al sur de Colombo. Ahora sueltan gas a la mínima que ven una pequeña pendiente para ahorrar, pues los precios están por las nubes. Hace tres años, cuando Bernard manejaba grandes ambiciones, un litro de combustible costaba 117 rupias de Sri Lanka (0,3 euros); ahora cuesta 480. Existe un mercado negro que, según han explicado a este diario varios conductores, funciona de noche, a través de distribuidores de confianza que obtienen el combustible de las compañías. El litro sale allí a 2.500 rupias, que es más o menos el salario de todo un día de un trabajador medio en un país pobre, de 22 millones de habitantes.
Sin combustible, las ambulancias no circulan o no lo hacen con la rapidez con la que deberían. Esto le pone de los nervios a Bhumi, una estudiante de Derecho de 28 años que se sienta bajo la protección de una de las tiendas de campaña que se levantan en el Galle Force, el parque junto al océano Índico que ha sido el epicentro de la protesta. La ocupación del paseo, con sus tiendas, sus carpas y el sueño compartido de un mundo más justo, recuerda en cierto modo las protestas del 15-M en España, en 2011. Hay bidones de agua industriales, hay tuk-tuks que son heladerías y hay tamiles vendiendo banderas de Sri Lanka; hay un escenario desde el que siempre hay alguien dando arengas con un megáfono; hay esculturas y otras muestras de arte urbano; hay cuervos que molestan tanto como las palomas de Barcelona; hay un símbolo (un puño negro alzado, el del movimiento Black Lives Matter) y hay un lema omnipresente: “Gota go home” [por Gotabaya, nombre de pila del ya expresidente].
Bhumi lamenta episodios como el de un padre que vio cómo su bebé moría porque la ambulancia no llegaba y él mismo no pudo conseguir combustible para llevarle al hospital. Algunos medicamentos también escasean, y no llegan todos los alimentos que deberían. “Nos hemos quedado de hecho sin acceso a la salud pública. Los medicamentos están disponibles no en los hospitales sino en las farmacias, y a un precio que la mayoría de gente aquí no puede pagar”, explica la joven.
“Teníamos un solo objetivo común”
“Hemos dejado nuestra vida suspendida para estar aquí, pero este es el lugar donde debemos asegurarnos el futuro”, dice Bhumi, que asegura que si la revuelta ha triunfado —y lo ha hecho de forma mayoritariamente pacífica— ha sido por la unidad. “Hemos sabido dejar nuestras agendas al margen y centrarnos en un único objetivo concreto: echar al presidente”. Lo lograron. El 9 de julio ya está señalado en rojo en la historia de Sri Lanka. Más de 750.000 personas rodearon el palacio presidencial y, en una imagen que evoca el asalto al palacio de Invierno de la revolución rusa, algunas de ellas entraron.
Rajapaksa anunció que dimitiría, pero le costó hacerlo, lo que provocó momentos de vértigo y vacío de poder, con una sensación de que todo podía pasar. Mientras el poder llamaba al orden y decretaba el estado de emergencia, la calle apretaba y llegó a ocupar unas horas el palacio del primer ministro. El jueves, tras huir con su mujer y dos guardaespaldas (primero a Maldivas y después a Singapur), el presidente renunció al cargo. La transición ya ha echado a andar a través del Parlamento, que nombrará en una semana a un nuevo presidente.
El palacio, una mole neoclásica, es este fin de semana un lugar de paso y celebración. En la entrada ajardinada conviven los militares que protegen el recinto y los manifestantes, que han tapado la boca a las estatuas de los padres de la patria. Un niño trata de darle un pastelito a un soldado en un intento algo forzado, de sus padres, por crear un ambiente de confraternización; pero no da resultado, porque los soldados están en pie, impasibles. Subiendo la escalinata principal, en el lobby, está la Biblioteca GGG. “Es el único sitio del palacio que sigue ocupado. Lo hicimos para que la gente tuviera un lugar donde relajarse [hay ventiladores y sofás] y leer”, explica Supun Jayaweera, responsable de la iniciativa y uno de los líderes de la protesta.
Jayaweera, de 33 años, se sumó a la movilización porque, como abogado en la Corte Suprema, tuvo que asistir a detenidos. Asegura que “la participación de todas las comunidades” (los cingaleses, mayoritarios y a menudo privilegiados por el poder; pero también las minorías tamil y musulmana) es un hito en la historia de un país con un largo historial de división étnica y religiosa, incluida una cruenta guerra civil que se alargó hasta 2009. Pero coincide con Bhumi en que el factor clave del éxito ha sido la unidad por un fin particular. “Hay casi 70 grupos o movimientos aquí; algunos políticos, otros sindicales, estudiantiles. Aquí encuentras de la extrema izquierda hasta una parte minoritaria de la extrema derecha; el único punto en común es echar a un presidente corrupto”.
Un futuro entre interrogantes
“Devuélvenos nuestro dinero”, se lee en una pared junto al palacio. En Sri Lanka existe la convicción de que el presidente huido y su familia han saqueado las arcas públicas. Tras el asalto al palacio, los ciudadanos comprobaron indignados el lujo en que vivía, incluida una colección de coches de alta gama y, lo que más les indignó, mucho combustible acumulado. Aprovecharon, también, para bañarse y jugar en su piscina. Un hermano del presidente, Mahinda, dirigió el país de 2005 a 2015 y se ganó una reputación de “héroe” por su triunfo sobre los tamiles, lo mismo que el caído Gotabaya.
“En 2019, [Gotabaya] obtuvo una victoria asombrosa. Ha sido el presidente más poderoso del país, pero ha fracasado a la hora de proveer las necesidades más básicas. Ha roto el contrato social y ha sido derrocado”, explica Udith Erosh, activista en de redes sociales y profesor. Erosh cree que se han vivido jornadas que quedarán para la historia. “Se dirá que Sri Lanka se independizó en 1948, pero también en 2022″.
La calle permanece ahora tranquila pero a la expectativa: nadie quiere ser el primero en levantar la tienda. Los manifestantes piden “poder para la gente más allá del Parlamento” y temen que “los políticos se apropien de la protesta para ganar unos asientos más” en las próximas elecciones, en palabras de Bhumi. Urgen cambios económicos, admiten. Sri Lanka, una lágrima desprendida de la India, negocia un plan con el Fondo Monetario Internacional y la ayuda de 4.000 millones de dólares de China, que es uno de sus mayores acreedores. Pero los cambios políticos deben ser profundos también. “Tiene que haber un cambio de paradigma en la cultura política, tienen que dar más voz a nuevas ideas y a los jóvenes. Hay castas que llevan 30 años en el Parlamento y no han hecho nada”, dice Erosh. Parece difícil, sin embargo, que las protestas fructifiquen en un nuevo movimiento político, al estilo de lo que ocurrió con los indignados y Podemos en España. “Veo imposible que formen un partido”, dice Jayaweera, el abogado, “han caminado juntos para echar al presidente, pero van en distintas direcciones”.
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