Pascuas de sangre en Tierra Santa
En una inusual conjunción de festividades religiosas musulmana, judía y cristiana, la ola de atentados y ataques en Israel y Palestina amenaza con desembocar en un nuevo estallido armado
Ha pasado una semana desde el atentado en el que murió tiroteado el 7 de abril en la terraza del bar Ilka, en un céntrico distrito de locales de ocio de Tel Aviv, el informático Eytam Magini, de 27 años. “Los miembros del grupo de WhatsApp informaron en una media hora de que estaban bien. Todos, menos él. Su silencio fue el peor presagio”, recuerda Yoav, de 28 años, amigo de Magini y también programador informático, mientras enciende una vela ante el bar donde perdió la vida. Magini había llegado algo antes a la cita semanal de la noche del jueves, en el inicio del fin de semana en Oriente Próximo, junto con el ingeniero Tomer Morad, también de 27 años, su confidente desde la infancia en un suburbio del área metropolitana de la capital económica de Israel. “Nos quería contar a todos que iba a casarse pronto con su novia, pero las balas se lo impidieron”, relata sombrío Yoav junto al altar improvisado de flores, cirios, lamparillas y enseñas israelíes con la Estrella de David.
Los paseantes se detienen de tanto en tanto ante el memorial espontáneo que aún marca la tragedia del bar Ilka, en la que perdieron la vida tres personas y otras ocho resultaron heridas. Mientras, la actividad retorna a la normalidad en la zona de copas de la calle de Dizengoff, atestada de clientes bien entrada la noche. “Para nosotras es una obligación moral, un deber cívico, defender el estilo de vida que define esta ciudad a pesar de la violencia”, alega con una cerveza en la mano entre un grupo de mujeres Toni Ribtener, agente inmobiliaria en la cincuentena.
En la terraza de Ilka, el palestino de Yenín, en el norte de Cisjordania, Raad Hazem, de 28 años, disparó a bocajarro contra los parroquianos. Luego se dio a la fuga durante nueve horas, acosado por un millar de policías y militares en una persecución sin precedentes, hasta que fue abatido a tiros por agentes del Shin Bet (la agencia israelí de inteligencia interior) junto a una mezquita de Jaffa, antigua urbe costera palestina absorbida hoy por el gran Tel Aviv.
Desde el 22 de marzo han muerto 14 personas en ataques perpetrados en cuatro ciudades israelíes, por lo que el primer ministro, Naftali Bennett, ha dado carta blanca “sin limitaciones” a las fuerzas de seguridad para “vencer al terror” en la ola de atentados más sangrienta registrada en siete años. “Quien tenga un arma con licencia, es hora de que la lleve consigo”, exhortó a los ciudadanos. En las operaciones militares e intervenciones policiales que han seguido a su consigna han perdido la vida 22 palestinos en ese mismo periodo. La lista incluye militantes de grupos radicales y manifestantes violentos, pero también adolescentes, una mujer desarmada y un abogado defensor de los derechos humanos.
La escalada alcanza su apogeo en unos días en que se da una conjunción inusual, que solo se produce cada tres décadas. Coinciden el mes sagrado musulmán de Ramadán, el inicio de la Pascua judía y la Semana Santa cristiana. La espiral de la tensión culminó el viernes en una batalla campal durante el rezo del alba en la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén, donde más de 150 palestinos resultaron heridos. Otros 300 fueron detenidos por agentes israelíes, que irrumpieron ante los disturbios en el recinto de Al Aqsa, tercer lugar más sagrado del islam. La escalada amenaza con provocar un nuevo estallido en la Ciudad Santa, como el que hace un año desembocó en una guerra abierta en la franja de Gaza, en la que murieron 250 palestinos, una cuarta parte de ellos niños, y 13 israelíes.
El atentado que golpeó el icónico corazón de la noche de Tel Aviv ha despertado de su letargo a una mayoría de israelíes, que ignoran el conflicto palestino o lo observan como algo lejano, a pesar de que hierve a escasas decenas de kilómetros. “Vivo cerca del bar Ilka. Al principio pensé que se trataba de fuegos artificiales. Ahora sé que convivimos con una violencia descontrolada”, confiesa Yoav en el sitio donde cayó muerto a balazos su amigo Magini, quien le esperaba una semana atrás para tomar la primera copa del fin de semana.
El Ejército patrulla ahora a pleno día en urbes como Jerusalén, en un intento de devolver la sensación de seguridad a los ciudadanos. “Desde el momento en que el territorio que va desde el Mediterráneo al río Jordán se ha convertido en un Estado único bajo soberanía de facto israelí, donde Cisjordania es una provincia para palestinos sin derechos civiles básicos, las olas de violencia han pasado a ser un ritual periódico e inevitable”, sostiene el analista político Daniel Kupervaser. Él cree que esta situación se ha tornado en permanente, dado el inmenso poderío israelí y la indiferencia de la comunidad internacional ante el conflicto palestino.
Hasta el presidente palestino, Mahmud Abbas, se sumó, en contra de lo habitual, a la letanía de condenas a los atentados que han golpeado el área de Tel Aviv. El 29 de marzo, otro joven radicalizado de Yenín, armado con un fusil de asalto M-16, sembró el terror en el suburbio de Bnei Brak, con mayoría de población judía ultraortodoxa, al acribillar a cinco personas. Pero el veterano rais palestino también advirtió de que sin una “solución política”, con un Estado propio para su pueblo, no habrá en Tierra Santa “una paz justa y permanente, que ofrezca seguridad y estabilidad”.
El primer ministro israelí, Naftali Bennett, un ultranacionalista religioso que rechaza cualquier fórmula para una Palestina independiente, ha estado tentado de responder a la ola de ataques con una reedición de la Operación Escudo Defensivo, la movilización general del Ejército que ocupó a sangre y fuego las ciudades de Cisjordania en 2002, en la etapa más violenta de la Segunda Intifada. Pero él gobierna 20 años después al frente de una heterogénea coalición a ocho bandas que incluye al laborismo, la izquierda pacifista y, por primera vez, un partido árabe israelí.
En su política de paz económica y social, sin concesiones territoriales ni políticas, el Ejecutivo de Bennett ha mantenido abiertos los pasos fronterizos para los trabajadores palestinos, excepto durante este fin de semana, por la Pascua judía. “El sueldo medio mensual palestino ronda los 800 shéqueles (230 euros), mientras en Israel es 10 veces superior”, precisa el analista Ben Caspit, en la revista digital regional Al Monitor. “Esos ingresos (de 150.000 trabajadores) sostienen a cerca de la mitad de las familias en Cisjordania y contribuyen a reducir la miseria en la franja de Gaza (20.000 trabajadores)”, apunta este columnista sobre la actual estrategia israelí de mejorar las condiciones de vida de los palestinos con el fin de desactivar la tensión.
Casi toda la actividad militar antiterrorista se ha concentrado en el norte de Cisjordania, en torno a las ciudades de Nablus y Yenín, además de Hebrón (sur), focos de resistencia de milicias radicales. Las fuerzas de seguridad palestina reconocen que ya no controlan campos de refugiados donde los milicianos se han hecho fuertes. La intervención del Ejército con redadas masivas ha conducido inexorablemnete en un baño de sangre en algunos de estos bastiones extremistas durante la que ha sido bautizada como Operación Rompeolas.
La letal interceptación de tres activistas de la Yihad Islámica cuando se dirigían, según portavoces castrenses, a cometer un atentado el pasado día 2 llevaba el sello de los asesinatos selectivos planeados por Israel durante las dos Intifadas. Las mismas fuentes aseguraron que las tropas se vieron obligadas a abrir fuego contra una mujer palestina cerca de Belén, que se abalanzó el día 10 sobre un puesto de control pese a los disparos al aire de advertencia. Iba desarmada. El primer ministro palestino, Mohamed Shtayeh, ha acusado a las fuerzas israelíes de “asesinar por asesinar, sin la más mínima consideración por el derecho internacional”, en declaraciones citadas por France Presse.
Al contrario de lo ocurrido el Ramadán de 2021, Jerusalén, epicentro del conflicto, se había mantenido al margen de la violencia hasta el estallido de la madrugada del viernes. “La suspensión de las expulsiones de las familias palestinas del distrito de Sheij Yarrah ha calmado en gran parte los ánimos”, esgrime el columnista del diario Haaretz, Anshel Pfeffer. El Tribunal Supremo dio carpetazo en marzo a las órdenes de desahucio instadas por una organización de colonos judíos, que reclaman la propiedad de las casas en Jerusalén oriental, y permitió a los residentes palestinos seguir en sus hogares mientras el Gobierno les ofrece una solución definitiva, un proceso que puede demorarse durante años.
Los servicios de inteligencia israelíes consideran que los últimos atentados no han estado coordinados y parecen obra de lobos solitarios, según filtraciones aireadas por la prensa hebrea. Los dos primeros ataques siguieron un patrón diferenciado en Beersheva (sur, cuatro muertos) y Hadera (norte, dos fallecidos). Fueron perpetrados por ciudadanos árabes israelíes (comunidad que agrupa a un 20% de la población) que contaban con antecedentes de vínculos con el yihadismo del ISIS, y no por palestinos infiltrados desde Cisjordania en el centro de Israel. La celebración en vísperas del Ramadán de una cumbre diplomática en el Negev (sur israelí), a la que asistieron ministros de cuatro países árabes, ha extendido entre la opinión pública palestina la constatación de que su causa ha quedado relegada en la escena internacional, tras más de medio siglo de ocupación.
Por qué siguen golpeando una y otra vez las oleadas de violencia indiscriminada, se interroga la sociedad israelí a través de los medios de comunicación. La contestación la condensa en un tuit Avi Issacharoff, coguionista de la serie televisiva Fauda, que ha trasladado a Netflix un relato del conflicto palestino. “Es una contradicción decir que no hay una solución política, que vamos a seguir ocupando [a los palestinos después de 55 años] y luego preguntarse por qué nos atacan ahora”, razona este periodista, excorresponsal en los territorios ocupados, y veterano de las fuerzas de élite mistaarvim (los que viven entre los árabes, en hebreo), comandos que operan clandestinamente en Gaza y Cisjordania. “Muchos todavía creen que podemos colonizar y dominar a un pueblo”, remacha, “y seguir viviendo en paz”.
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