Un viaje de más de 3.000 kilómetros sorteando muros, montañas y ladrones
Turquía, donde el ambiente es cada vez más hostil a los refugiados, ha reforzado la vigilancia en su frontera oriental. Los afganos denuncian malos tratos y devoluciones en caliente
El puesto militar de Hangedik es un lugar áspero y solitario. Unas barracas y una torre de vigilancia sobre una cima a 2.600 metros de altitud, protegidas por alambre de espino, azotadas por el viento y desde las que todo se ve en miniatura: los pueblos turcos a un lado; al otro, las pedregosas montañas iraníes y un par de cuarteles de la Guardia Revolucionaria en los que apenas se percibe movimiento. En medio de la base turca, un busto de Atatürk, el fundador de la moderna Turquía, y un lema: “Las fronteras son nuestro honor”. Desde esta atalaya en el confín oriental del país se vigila el paso de contrabandistas, la posible infiltración de insurgentes kurdos y, sobre todo, el paso irregular de migrantes y refugiados, especialmente afganos. Para cerrar el paso a estos últimos, Ankara trabaja contra reloj en el levantamiento de un muro a lo largo de los más de 500 kilómetros de frontera con Irán.
Ya tras el repliegue de las tropas de la misión de la OTAN en Afganistán a Kabul, en 2014, el número de afganos que huían de la guerra y los talibanes se multiplicó. Si ese año, las fuerzas de seguridad turcas detuvieron a 12.000 afganos en la frontera y en el resto del país, en 2018 fueron más de 100.000, y más de 200.000 en 2019. La pandemia redujo notablemente las llegadas. Cuma Omurca, director del Departamento de Migración en la provincia de Van, explica: “Desde que EE UU anunció su retirada de Afganistán hemos notado un aumento, pero los números aún son menores que en otros años”. Y añade: “Los que están llegando ahora salieron antes de la caída de Kabul, por lo que creemos que en los próximos meses sí aumentará el flujo de migrantes”.
El perfil de quienes llegan a Turquía es sobre todo el de hombres jóvenes, incluso adolescentes, explica Ibrahim Vurgun Kavlak, de la Asociación turca de Solidaridad con los Solicitantes de Asilo y los Migrantes (ASAM): “Los talibanes consideran a cualquier hombre que no les apoye como una posible amenaza, así que muchas familias los envían fuera para evitar riesgos. Aunque también se ha incrementado el número de familias afganas que viajan al completo”.
Es un viaje de más de 3.000 kilómetros que comienza en las ciudades o montañas del país centroasiático, impulsado por el miedo a la guerra, la miseria y la venganza de los talibanes. Si bien la ruta más sencilla para abandonar Afganistán es a través de su frontera occidental en Herat, el incremento de los controles talibanes y el refuerzo de la seguridad en Irán dificultan esta ruta por lo que, según confirman más de una docena de afganos entrevistados en los últimos días, los traficantes prefieren cruzarlos a Pakistán a través del Dashti Margo (el Desierto de la Muerte) de la provincia sureña de Nimroz. El Baluchistán pakistaní al que llegan es una región problemática con actividad de la insurgencia baluche y de grupos fundamentalistas, pero es también la ruta que utilizan los narcotraficantes para llevar la heroína hacia Irán, la misma que se usa para el tráfico de personas.
“Es un viaje muy duro, estuvimos en el desierto, sin comida ni agua, y luego tardamos 48 horas en cruzar las montañas [hacia Irán]”, explica Halil Rahman, un afgano de 16 años: “En Irán nos fueron pasando de zulo en zulo hasta que llegamos a Khoy [noroeste], y de ahí cruzamos a Turquía”. El viaje se prolonga en torno a un mes dado que, si bien dentro de los países, los refugiados son transportados en vehículos, las fronteras se cruzan a pie a través de cordilleras que superan los 2.000 metros de altitud. Los cementerios de la localidad de Van, la primera a la que arriban en Turquía, dan cuenta de la dureza del viaje: muertos por congelación, despeñados, víctimas de disparos...
El nuevo muro
En el límite entre Irán y Turquía serpentea brillante al sol un camino de gravilla y un nuevo muro que ha comenzado a levantar el Gobierno turco. Para ello, en la falda de la montaña se ha instalado una cementera que fabrica, en tiempo récord, bloques de tres metros de altura por tres de largo y que los tráileres suben con dificultad, escoltados por blindados de las Fuerzas Armadas turcas. El muro avanza a 300 metros por día y ya cubre cerca de la mitad de los 534 kilómetros de frontera que separan ambos países. “Los militares iraníes no hacen nada por detener a los migrantes irregulares”, se queja un oficial turco para justificar la necesidad del muro.
Una refugiada afgana confirma este relato. Son todo parabienes para las fuerzas de seguridad iraníes: “Nos dieron mantas y galletas para los niños”. En cambio, relata, el paso a Turquía fue horrible: “Los gendarmes turcos nos pegaron y me quitaron el dinero que tenía. Llovía. Teníamos sed y hambre y nos dejaron bajo la lluvia mientras nos acosaban con los perros. Luego nos devolvieron a Irán. Y los iraníes nos devolvieron a Turquía”.
Varias fuentes consultadas sostienen que las devoluciones en caliente de afganos a Irán se han multiplicado en los últimos meses y varios refugiados entrevistados cuentan que han sido devueltos hasta tres o cuatro veces. Es la misma práctica ilegal de la que acusan las autoridades turcas a Grecia en su frontera occidental: las leyes mandan que, antes de ser deportados, se deben procesar las demandas de asilo que presenten los migrantes. El director del Departamento de Migración de Van, Omurca, niega que se esté devolviendo a nadie a Irán y afirma que también se han detenido las deportaciones a Afganistán dada la situación del país (más de 100.000 afganos han sido devueltos por Turquía a su país en los últimos años).
Por tanto, los afganos que son capturados actualmente son internados en centros de detención durante meses en espera de que se aclare su situación. Se quedan en un “limbo”, denuncia el abogado Mahmut Kaçan. Por ello, y para evitar posibles devoluciones a Irán, “tratan de escapar cuanto antes hacia el oeste”. Pero no es fácil: los caminos que salen de Van se han llenado de controles policiales que hay que burlar haciendo la ruta a pie, de noche, a través de campos y montañas. A veces utilizan pequeñas embarcaciones para surcar el inmenso lago de Van y llegar así a las provincias vecinas; el año pasado, una de esas barcas se hundió y murieron sus 60 ocupantes.
Entre tanto, hasta que les llega el turno de escapar de Van, se esconden. “Han desaparecido de la vista, hasta hace poco les veías en filas por la calle. Ahora no”, explica el propietario de un restaurante de la ciudad.
Duermen en callejuelas apartadas, en casas abandonadas, bajo puentes sobre rieras secas o en colectores. Incluso en cementerios, porque los parques ya no son seguros. Halit de 21 años, que se ha juntado con otros seis compatriotas, se queja de que la noche anterior les robaron dos hombres que se hicieron pasar por policías y los llevaron a un callejón para registrarlos: se llevaron 500 liras (unos 50 euros) y un teléfono móvil. Los ladrones y timadores son una constante a lo largo del camino, porque ¿cómo van a denunciar quienes se encuentran ilegalmente en un país?
“Llevo varios días esperando al traficante. Le pague 300 dólares [254 euros] para que me lleve a Ankara [la capital de Turquía], pero ha desaparecido”, lamenta Dost Mohammad, que habita en una casa marcada para demolición junto a su nuevo amigo, Abdulmatin, de 17 años, a quien unos asaltadores robaron en Irán. Cada vez que escuchan una sirena o un ruido en el exterior, se asoman temerosos por la ventana, no sea la policía o alguien que pueda denunciarles.
Ambiente hostil
El primer objetivo de casi todos los afganos es alcanzar Estambul. La megalópolis turca, de más de 17 millones de habitantes, ofrece más oportunidades de pasar desapercibido y trabajar. “En Turquía hay unos 185.000 afganos con estatus de protección temporal y otros 120.000 o 140.000 en situación irregular. Los primeros tienen derecho a trabajar, pero solo si los empresarios les hacen los papeles. La mayoría de empresarios no los registra porque les sale más barato emplearlos en negro en los talleres textiles o en la agricultura”, explica Ali Hekmat, activista afgano en Turquía. “Por eso, si se les diera la oportunidad, casi todos preferirían irse a Europa o a Canadá”, añade.
El ambiente en Turquía, además, es de una creciente hostilidad hacia los refugiados, dada la delicada situación económica que atraviesa el país y a que la presencia de casi cuatro millones de refugiados sirios tiene visos de perpetuarse. Las declaraciones de varios líderes europeos que han pedido que Turquía se encargue de los afganos que huyen de su país (por ejemplo, el secretario de Defensa británico, Ben Wallace, propuso instalar centros para procesar las solicitudes de asilo de afganos en países como Pakistán o Turquía, sin siquiera consultar antes a Ankara) no han hecho sino enervar más los ánimos. La oposición se ha echado a la yugular del Gobierno de Recep Tayyip Erdogan, acusándolo de ser incapaz de defender las fronteras y de convertir el país en un inmenso campo de refugiados mediante pactos secretos con Occidente. “Mis colegas jamás hablaban de los afganos, pero ahora están todo el día hablando de que si van a venir seis millones de refugiados, que si no hemos luchado lo suficiente... El racismo está aumentando”, explica Hekmat.
Kavlak, de la asociación ASAM, reconoce que para Turquía se hace cada vez más difícil acoger a tantos refugiados, pero también critica el modo en que medios de comunicación turcos, artistas y famosos ―a través de las redes sociales― y partidos políticos están tratando la cuestión: “Dan la imagen de que hay un gran flujo [migratorio] hacia Turquía, pero según las estadísticas el número de recién llegados es inferior al de los últimos tres años. […] Esto provoca que mucha gente que nunca ha visto a un inmigrante o un refugiado desarrolle prejuicios negativos. Así que la xenofobia y el discurso de odio están en auge”.
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