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“Los talibanes están sacando a la gente de sus casas por la noche, y luego desaparecen”

Muchos de los refugiados que llegan a Turquía relatan la red de espionaje que los islamistas construyeron durante años

Abdulkadir y su familia en Afganistán
Abdulkadir y su familia proceden de la provincia de Tahar (en el noreste de Afganistán). Dos de sus hijos murieron en un bombardeo talibán y otro (en la foto), perdió la mitad de un brazo.Andrés Mourenza
Andrés Mourenza

Abdulkadir esboza una media sonrisa incrédula cuando se le pregunta por qué ha huido de Afganistán, como si su interlocutor estuviera gastándole una broma o fuera un ser procedente del espacio exterior. A decir verdad, es la reacción de casi cualquier refugiado afgano ante esa pregunta. ¿Por qué moja la lluvia? ¿Por qué huye uno de Afganistán? Las respuestas son obvias.

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“Hace cinco años, los talibanes comenzaron a atacar varios lugares de nuestra provincia. Había pueblos que los talibanes capturaban de noche y luego venía el Ejército y los recuperaba de día. Pero, hace seis meses, ya empezaron a entrar en nuestra localidad”, explica Abdulkadir. Él y su familia pertenecen a la minoría uzbeka de Afganistán y vivían en la provincia nororiental de Tahar (fronteriza con Tayikistán), en un pueblo donde llevaban una vida dedicada mayormente al campo. Los talibanes izaron su bandera en la capital provincial, Taluqan, el 8 de agosto, aunque ya desde 2019 controlaban varios distritos de Tahar. Allí donde gobiernan han impuesto sus atroces leyes y han puesto en marcha sus severos tribunales, habituados a dictaminar castigos corporales. Numerosas instituciones, incluidos hospitales y escuelas, han dejado de funcionar. “Todo lo que estaba vivo y animado se ha marchitado. Las mujeres no pueden salir a la calle sin la compañía de un hombre. Por ejemplo, una mujer de nuestro pueblo, maestra, quiso seguir dando clases, y los talibanes le dieron latigazos a ella, y también a su marido, por permitírselo”.

Los ojos de su hijo Fazil Ahmet, de ocho años, giran sin parar, como buscando algo, quizás las moscas que revolotean en la habitación en la que viven, cubierta de alfombras mugrientas, en la ciudad de Van, en el este de Turquía. Es lo mejor que ha podido encontrar Abdulkadir para alojar a los 11 miembros de su familia y la de su cuñada, a los que mantiene trabajando de lavaplatos en un restaurante, 12 horas cada día, por unos cinco euros diarios.

Al lado de Fazil Ahmet, dormita febril Mohammad, su primo de año y medio. Pero, pese a la apariencia de hallarse perdido en otro mundo, Fazil Ahmet y su hermano Samirhan, de 10 años, siguen con atención el rosario de horrores que desgrana su padre. Es su vida, al fin y al cabo. Una vida de ataques, bombardeos y huidas. Han perdido hermanos y, Fazil Ahmet, también la mitad de su brazo.

En el hogar de su tía, Nasringül, hermana de la esposa de Abdulkadir, sendos ataques con mortero de los talibanes acabaron con la vida de su marido, primero, y de una de sus hijas, después. “No dormía ni de día ni de noche. Atacaban los helicópteros del Ejército y los talibanes bombardeaban”, relata Nasringül: “No podía quedarme en Afganistán. Si no nos dejan salir a la calle a las mujeres, ¿quién iba a cuidar de mi familia siendo yo viuda? Tenía miedo de que me forzaran a casarme con un talibán”.

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“Paseíllos” talibanes

La mayoría de los afganos que están llegando a Turquía en las últimas semanas proceden de las provincias del norte, capturadas por los talibanes antes que Kabul, y muchos de ellos pertenecen a las minorías tayika y uzbeka, mientras la mayoría de los talibanes son de etnia pastún. “Claro que si eres uzbeko puedes colaborar con los talibanes, y quizás te den un buen puesto, pero la mayoría no lo hace si no es por obligación”. De hecho, parte del rápido avance talibán se explica por la amplia y tupida red de espías que los talibanes han forjado en los últimos años, tanto de colaboradores voluntariosos como de aquellos obligados a espiar bajo amenaza, asegura Abdulkadir.

Lo confirma Dost Mohammad, otro joven afgano recién llegado a Van. Su padre era un oficial de inteligencia del Ejército Nacional Afgano, aunque eso solo lo supo después de su muerte. En 2019, cuando viajaba entre Baghlan y Mazar-i-Sharif, fue emboscado por los talibanes: “Viajaba en un coche civil, un Toyota Corolla que acaba de comprarse tres días antes. Pero sabían exactamente cuándo iba a pasar. Lo atacaron con un lanzagranadas de mano a la salida de Puli Khumri y luego ametrallaron su coche. Iban a por él, porque cinco minutos después pasó un convoy militar al que no hicieron nada. Alguien traicionó a mi padre, por envidia o enemistad lo vendió a los talibanes”. Dost Mohammed estudiaba entonces el último curso del instituto, pero tuvo que abandonarlo para trabajar y mantener a su familia, hasta que, oliéndose la llegada de los talibanes, escapó. Su idea es llegar a Estambul y luego a Europa, trabajar, conseguir suficiente dinero como para poder sacar de Afganistán a su madre y hermanos.

Said Sabir Ibrahimi, experto afgano del Centro sobre Cooperación Internacional de la Universidad de Nueva York, explica que “los talibanes no han capturado todo el país de la noche a la mañana. Llevan desde 2014 disputando el control de la mitad de Afganistán, cuando las tropas de la OTAN se retiraron [a Kabul]”. Y añade que “desde entonces, ha habido un flujo de desplazados de las zonas rurales a las ciudades, y de ahí a ciudades más grandes como Herat, Mazar-i-Sharif o Kabul. Los afganos temen a los talibanes no solo por su régimen de los noventa, sino por sus acciones de los últimos 20 años. Han puesto bombas, han atacado pueblos y han asesinado a la gente”.

Mursal, de 22 años y con un niño rubio de dos años entre sus brazos, está nerviosa y pide que no le hagan fotos. Tras ser detenida al cruzar ilegalmente la frontera entre Irán y Turquía el pasado lunes, la han recluido junto a su marido e hijos en el centro de deportación de inmigrantes de Van. Hace meses que huyeron de la provincia de Maidan Wardak por temor a los combates y se refugiaron en Kabul, como medio millón de afganos que, según ACNUR, se han visto desplazados por la guerra durante 2021. Al ver que los talibanes se acercaban también a la capital afgana, Mursal y los suyos decidieron huir: “Mi marido trabajó con los estadounidenses en 2013. Era tan solo un trabajo de logística, pero para ello tuvo que dar su información al Ministerio de Interior. Ahora los talibanes tienen esas bases de datos, con toda la información y las fotos biométricas”. A los afganos que huyen, las promesas de amnistía de los fundamentalistas les suenan huecas. No es simple desconfianza; es lo que ocurre en provincias cuyo control ostentan desde hace semanas o meses.

Abdulkadir habla con orgullo de uno de sus sobrinos. Un joven “valiente”. Muestra un vídeo en su teléfono en el que da un discurso desde un estrado a un grupo de aldeanos en el que subraya la necesidad de parar a los talibanes. “Luchaba junto al Ejército, pero quizás hablaba demasiado”. A Abdulkadir se le oscurece el semblante y baja la voz: “Hace un mes, cuando llegamos aquí [a Turquía], recibí la noticia de que los talibanes lo habían matado junto a otros parientes nuestros, pero no se lo he dicho a mi mujer todavía, para que no se ponga más nerviosa”. No es el único caso, Abdulkadir ha recibido varias noticias de desapariciones: “Los talibanes están sacando a la gente de sus casas por la noche, especialmente a la que tenía cargos con el anterior Gobierno, y luego los matan, o desaparecen”.

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