El lugar de la UE en un mundo desacomplejadamente militarista
La creciente disposición a la acción bélica de algunos países marca la agenda global. Europa, reacia a ello, debe recalibrar sus perspectivas ante el nuevo escenario
La cuestión es existencial. ¿Qué lugar quiere ocupar Europa en un mundo cada vez más militarista?
Los contornos de la diagnosis se van aclarando. No solo Estados Unidos, la superpotencia global, tiene entre los pilares de su hegemonía un músculo militar inigualado y la disposición política y social a utilizarlo. Asistimos ahora a un creciente activismo militar de otras potencias. No es tanto una cuestión de aumento del gasto —lo hay, pero moderado: 1,78 billones de dólares a nivel mundial en 2018 frente a 1,68 en 2014, según datos en dólares constantes de 2017 del Instituto de Estudios Internacionales para la Paz de Estocolmo—. Es una cuestión de disposición a la acción.
Rusia salió de su letargo con la operación en Georgia en 2008, redobló en Ucrania en 2014 y actúa ahora con vigor en Siria y con creciente intensidad en Libia (en apoyo al general Hafter, en el Este).
Más recientemente, Turquía también ha roto moldes y actúa de protagonista en el exterior con una ofensiva de envergadura en el norte Siria y ahora la oferta de apoyo bélico al Gobierno de Trípoli (Oeste).
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Estas acciones han granjeado a ambos países un papel de potencias clave en las crisis de Siria y Libia.
Por otra parte, China continúa la poderosa modernización de sus fuerzas armadas, militariza sin ambages territorios disputados, amplía el radio de acción de sus medios bélicos con desarrollo tecnológico y musculares ejercicios.
En este escenario, la cúpula política europea habla insistentemente de avanzar en la integración militar europea. Por un lado, se hallan los esfuerzos para coordinar la industria del sector, la adquisición de medios que sean compatibles y complementarios. En definitiva, que haya mayor cohesión, coherencia, economías de escala en el material y el personal del que disponemos.
Por el otro, se producen intentos de promover capacidades de despliegue rápido común: la acción.
Mucho se reflexiona sobre las discrepancias de los Gobiernos europeos en los objetivos de política exterior que dificultan la operatividad común. Menos se habla de algo más difícil de medir, pero que sin duda pesa en esta ecuación: la reticencia de las sociedades europeas ale el uso de la fuerza militar. Por motivos diferentes —históricos y recientes— la disposición psicológica a esta clase de emprendimientos es reducida en muchos países.
Estos dos factores juntos y los ideales que rigen el proyecto europeo hacen sumamente improbable que, hasta donde llegue la mirada, Europa juegue un papel militar protagónico no ya a escala global, sino incluso en su entorno. Esto puede considerarse moralmente loable pero obliga a contemplar el déficit estratégico que conlleva.
Si, como afirman sus líderes, Europa quiere ser un gran actor geopolítico, debe asumir los límites de las palancas a su disposición —comercio, tecnología, cultura— y reflexionar a fondo sobre cómo superarlos. Las crisis de Irán, Siria o Libia ponen en evidencia la cruda realidad de una casi irrelevancia incluso en zonas cercanas.
Esa reflexión puede conducir a la conclusión de que los límites son insuperables, y que la opción realista de futuro es convertirse en una suerte de gran Escandinavia, un lugar de prosperidad y derechos, un motor de mediación, un pilar del multilateralismo. Simplemente habría que tener claro qué se quiere y puede ser.
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