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El líder de la discordia

El expresidente es uno de los políticos que más ha dividido a la sociedad colombiana

Francesco Manetto
Álvaro Uribe, el pasado mes de octubre tras su llegada a la Corte Suprema de Justicia de Colombia.
Álvaro Uribe, el pasado mes de octubre tras su llegada a la Corte Suprema de Justicia de Colombia.Juan Zarama (EFE)

Álvaro Uribe cuenta con el apoyo de millones de colombianos. En las elecciones legislativas de 2018 logró un resultado abrumador para un senador: más de 800.000 votos. Pero al mismo tiempo el expresidente, que gobernó el país durante dos mandatos entre 2002 y 2010, es uno de los políticos más cuestionados de su historia reciente y más detestados por amplísimos sectores de la población. La simplificación sentimental de amor y odio que él mismo no ha dejado de alimentar es relevante porque, con esa premisa, una parte de la sociedad nunca estará dispuesta a aceptar las decisiones de la justicia en su contra, como ocurrió este martes con el arresto domiciliario decretado por la Corte Suprema de Justicia. Mientras tanto, habrá quienes nunca asumirían una absolución.

A pesar de que el alto tribunal ha demostrado serenidad y probó el funcionamiento del Estado de derecho, todo lo que rodea a Uribe suena a discordia. El exmandatario se negó a perder protagonismo y quiso mantenerse en la primera línea de la política tratando de influir e interferir en la agenda del Gobierno. Una forma para protegerse, pero también de exponerse y no saber retirarse a tiempo. Las controversias de su figura se entienden mejor en el contexto del conflicto armado entre el Estado y las FARC, que duró más de medio siglo. En medio de una guerra, su gestión de la seguridad y del sector de Defensa le valió popularidad en los sectores más conservadores y al mismo tiempo le costó gravísimos señalamientos. En esas acusaciones se fundamentan algunos de los casos que lo involucran, como el expediente sobre sobornos y manipulación de testigos que motivó la medida de aseguramiento dictada por la Corte.

Para muchos su nombre ha quedado vinculado, aun de forma indirecta, a los grupos paramilitares, a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y a una banda de criminales dedicada a la limpieza social conocida como Los 12 apóstoles, que según la investigación en los noventa tuvo su base de operaciones en una finca de la familia Uribe ubicada a unos 80 kilómetros de Medellín. En esa década el político fue gobernador del departamento de Antioquia y ya había sido senador. Tiene 68 años, es hijo de un ganadero asesinado en 1983 -un crimen que el expresidente atribuye a las FARC y que la guerrilla negó-, se inició en el Partido Liberal pero fue virando y, tras dejar la presidencia, acabó fundando su propia formación, el Centro Democrático. Es el partido que sostiene al actual Gobierno de Iván Duque y pese al nombre da cabida a sectores de la derecha radical.

Su política de seguridad dejó tras sí el escándalo de los mal llamados falsos positivos, es decir, una práctica sistemática por la que las Fuerzas Armadas perpetraron miles de ejecuciones extrajudiciales. Asesinatos de civiles, que eran presentados después por los militares como guerrilleros caídos en combates a cambio de permisos especiales o beneficios. Según un informe de la Fiscalía publicado el año pasado, hubo al menos 2.248 ejecuciones extrajudiciales entre 1998 y 2014, aunque el 97% de los casos se dieron entre el primer y el segundo mandato de Uribe.

Uribe mantuvo una feroz oposición a los acuerdos de paz con las FARC alcanzados por Juan Manuel Santos, quien había sido su ministro, un hito que llevó a la desmovilización de la organización insurgente. La Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común se constituyó después como fuerza política organizada con la salvedad de algunos grupos de disidentes. La imposición del arresto domiciliario preventivo llevó a lo largo de la jornada a sus seguidores a condenar una vez más el fin de la guerra y a explotar el argumento de que mientras los excombatientes están sentados en el Congreso, la justicia decide actuar contra un expresidente. Esa posición queda, sin embargo, desmontada por las mismas ideas de Estado de derecho y separación de poderes.

El exmandatario convirtió a Santos en su principal enemigo, de una forma a menudo expresada con visceralidad. Y su entorno temió que con Duque, al que aupó al poder, sucediera lo mismo. Duque no es uribista, al menos en sentido estricto, pero del uribismo depende su capital político y quizá por eso horas después de conocerse la decisión de la Corte se pronunció de forma insólita, incluso imprudente, a través de las redes sociales. “Soy y seré siempre un creyente en la inocencia y honorabilidad de quien con su ejemplo se ha ganado un lugar en la historia de Colombia”, escribió en su cuenta de Twitter.

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Hace meses se conoció que una trama de espionaje militar contra políticos y periodistas, activa cuando el Ejército estaba bajo el control de un comandante muy próximo al exgobernante, llegó hasta su despacho al hacer perfilamientos de su antiguo secretario de la Presidencia, Jorge Mario Eastman. La Corte Suprema abrió en junio otra investigación preliminar a Uribe para averiguar si el expresidente fue destinatario de la información obtenida a través de seguimientos ilegales de la inteligencia militar durante 2019.



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Sobre la firma

Francesco Manetto
Es editor de EL PAÍS América. Empezó a trabajar en EL PAÍS en 2006 tras cursar el Máster de Periodismo del diario. En Madrid se ha ocupado principalmente de información política y, como corresponsal en la Región Andina, se ha centrado en el posconflicto colombiano y en la crisis venezolana.

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