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“Vino la peste, pero este año al menos Dios ha mandado lluvia para llenar la cisterna”

La construcción de depósitos de agua en Brasil peligra tras la disminución de las ayudas públicas. Estos tanques garantizan la supervivencia de los campesinos en medio de la crisis sanitaria y económica

Beatriz Jucá
Francisco Monteiro y su esposa, Zuleide de Souza.
Francisco Monteiro y su esposa, Zuleide de Souza.Fernanda Siebra

El paisaje del sertón ha cambiado. Las numerosas antenas parabólicas que antes llamaban la atención sobre los tejados a los márgenes de la carretera ahora parecen discretas ante las vistosas estructuras redondas y blancas que casi engullen las fachadas de las casas más sencillas. Desde que las cisternas, pequeños depósitos de agua hechos de hormigón, empezaron a incluirse en los presupuestos públicos hace 20 años, 1,3 millones de familias de bajo poder adquisitivo que viven del campo en la región semiárida de Brasil, en el nordeste del país, pasaron a tener acceso a un derecho básico: el de tener agua potable al lado de casa. Hoy, 343.000 de ellas pueden almacenar agua para la producción agrícola. El poder público construyó las cisternas para que cada casa tuviese su propio depósito y no dependiera de gobernantes para tener el agua asegurada. Hubo un tiempo de extrema miseria en el que se ofrecía agua a cambio de votos. Las cisternas, que almacenan el agua de la lluvia de los primeros meses del año para que los agricultores puedan superar los veranos secos, son un empuje para miles de familias rurales mientras Brasil atraviesa las graves crisis sanitaria y económica por la pandemia del coronavirus. Gracias a ellas, tienen agua en sus parcelas para beber y plantar. Un derecho básico capaz de alejar el hambre y el éxodo que marcan la vida de tantas familias en el sertón brasileño, castigadas por una histórica falta de políticas públicas para convivir con la sequía.

“Vino la peste, pero este año Dios ha mandado lluvia llenar la cisterna” celebra el agricultor Francisco Monteiro. La vida de su familia, en el sertón central de Ceará, ha cambiado con la pandemia. La venta de los alimentos que produce en los mercadillos agroecológicos de las comunidades vecinas acabó. Hasta intentó venderlos en mercadillos online, pero las medidas restrictivas de la comunidad impusieron que los vecinos solo pueden salir del distrito los lunes y los jueves. Como el día de reparto en el mercado online organizado por las entidades de la sociedad civil cae en miércoles, acabó desistiendo. El dinero que entra todos los meses ha disminuido, pero celebra que este año ha llovido bien y las dos cisternas que tiene están llenas: una con agua potable y otra para la producción de frutas y verduras, que sigue firme en la parte de atrás de su casa. No le está faltando comida en la mesa. Y la familia no ha tenido que vulnerar el confinamiento para ir a buscar agua a los embalses, que al fin se han visto abastecidos por las precipitaciones de este año. “El que tiene una cisterna en casa va sobrellevándolo bien. Nos lo estamos tomando con tranquilidad porque este virus es algo que ha venido determinado. Sabemos que los mercadillos no pueden volver ahora. Pero sigo con mi huertecito y tengo comida”, dice Monteiro.

Con la crisis provocada por la pandemia, la población en condiciones de pobreza extrema podría llegar a los 83,4 millones en América Latina y el Caribe, según estima un informe presentado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Estos dos organismos instan a los países a desarrollar políticas de lucha contra el hambre ante la gravedad del problema. En Brasil no se han elaborado políticas en este sentido para los pequeños agricultores. El Parlamento Nacional aún discute un plan de emergencia para campesinos a causa de la pandemia. Las cisternas, una solución que viene mitigando el hambre en la región semiárida brasileña, no están garantizadas ―tan solo autorizadas― en el proyecto que se someterá a votación esta semana. Ya estaban amenazadas los últimos años. Los fondos para construirlas, reducidos año tras año, tuvieron la previsión histórica presupuestaria más baja en este segundo año de Gobierno de Bolsonaro (de 50,7 millones de reales, unos 9,4 millones de dólares). Esta tecnología, que demuestra su importancia también en estos momentos de pandemia, hace años que viene transformando la vida de las familias en la región semiárida.

Cisternas en una comunidad de Senador Pompeu, Estado de Ceará.
Cisternas en una comunidad de Senador Pompeu, Estado de Ceará.Fernanda Siebra

A los que allí viven les parece un milagro ver cómo la sequía agrieta el suelo de los embalses cuando la lluvia no llega y no tener que migrar en busca de recursos y trabajo para sobrevivir. Las grandes sequías nunca han abandonado el sertón brasileño: lo que estaba cambiando los últimos años era la “forma de superarlas”. “Para vivir aquí en este clima hay que ser el genio de la lámpara. Tienes que saber inventar agua”, dice el agricultor Francisco Monteiro, mientras tira de una cuerda atada a una especie cilindro de metal que él mismo adaptó para sacar el agua que ha encontrado cinco metros bajo tierra. Era noviembre de 2019, periodo de sequía, cuando recibió a EL PAÍS en su casa. Y mostró, orgulloso, el pozo —un agujero de menos de 30 centímetros de diámetro— que él mismo cavó cerca de 100 metros de la casa en la que vive con su esposa Zuleide de Souza. Incluso tuvo la suerte de encontrar agua en una región de embalses subterráneos escasos y ampliar el pequeño huerto en el que planta verduras y hortalizas. Pero cuando el agua de la tierra desaparece, como tantas veces sucedió, es la cisterna la que mantiene al menos parte de la cosecha durante los meses que acaban en “bre”: septiembre, octubre, noviembre y diciembre), cuando raramente llueve.

“Para mí, lo de ahora no es nada en comparación con lo que ya fue”, cuenta Francisco. Incluso con el mínimo acceso al agua, las altas temperaturas le han hecho perder los dos bancales de cilantro a finales del año pasado. La producción (de subsistencia con la venta del excedente) también ha caído. Luego aumentó otra vez con las lluvias de este año, pero su comercialización se ha visto paralizada con la pandemia. Aun así, tener agua en la cisterna para beber y producir es un alivio tanto para la crisis como para las sequías que vienen acaeciendo durante periodos cada vez más prolongados, en un escenario en el que el mundo entero vive una emergencia climática. “Vamos tirando. Unos días hay más, otros días menos, pero hay comida en la mesa. Hubo épocas en las que no teníamos ni un trozo de hierba que poner en la cazuela. Hoy tenemos”, dice. Los primeros meses son de esperanza en el sertón. La lluvia que cae en las cisternas es quien anuncia la abundancia (o no) del resto del año, pero no siempre ha sido así.

La hora de partir

La memoria de Francisco le transporta a los tiempos de sus abuelos, cuando la orden máxima durante las grandes sequías era migrar para intentar escapar del hambre porque, allí, morían tanto animales como personas. Si el suelo pedregoso ya no daba verduras por falta de lluvias en una época en la que almacenar no era una opción, familias enteras tenían que abandonar sus casas y salir andando por las carreteras en busca de algún alimento y de cualquier oportunidad de trabajo. Los matorrales de la caatinga (vegetación de la zona) se convertían en comida, y el xique-xique (especie de cactus) asado o el caldo de la raíz de grano de terciopelo era lo que alimentaba a los niños. El hambre era tanta que se saqueaban mercados y depósitos en las ciudades. Las continuas y numerosas hornadas de miserables incomodaban a las élites y al Gobierno, que reaccionó con una política federal de creación de campos de concentración, espacios que mantenían a los retirantes (migrantes que huían del hambre) bajo una vigilancia constante y les ofrecían algún alimento. Los “corrales humanos” existieron en Ceará durante las grandes sequías entre 1915 y 1932, y se desmantelaban cuando volvía el invierno lluvioso, a principios de año. “Mis bisabuelos tuvieron que lanzarse al mundo sin saber cómo sería. Los encorralaron en Fortaleza y los tratados como a animales, pero lograron vencer”, dice Francisco.

Las dos generaciones siguientes, la de su padre y su abuelo, se enfrentaron a las grandes sequías con los llamados frentes de trabajo del Gobierno, grandes proyectos de contratación de mano de obra para hacer labores de emergencia en carreteras o represas. Eran por lo general los hombres quienes abandonaban sus casas para trabajar en la construcción de carreteras y regresaban, cada 15 días, con un poco de comida para alimentar al resto de los familiares. “Contaban que era poco y que había que apañárselas como fuera. El dinero que ganaban daba para arroz y harina. Pero en aquella época aún no había ni gas ni neveras, claro. No pagábamos la luz porque no había electricidad, así que el dinero no hacía tanta falta”, dice Francisco.

Él creció sin poder estudiar porque desde los nueve años tuvo que ayudar a su padre en la agricultura de subsistencia y en el trabajo de cuidar las tierras de un hacendado. Tenía 26 años cuando el jefe de su padre murió, y las limitaciones de los herederos sobre lo que podían plantar y criar allí hicieron que toda la familia tuviera que marcharse. Luiz, su padre, compró un terreno, pero Francisco optó por seguir el camino de tantos jóvenes la década de 1970 y tratar de ganarse la vida en São Paulo. “Me marché porque en aquella época aquí solo había trabajo, no había dinero. No tenía ni idea de nada. Para mí, São Paulo estaba al otro lado del océano, y yo nunca llegaría”. Pero, con la ayuda de un amigo de su padre que le ofreció casa y comida, llegó.

Francisco Monteiro saca agua de un pozo.
Francisco Monteiro saca agua de un pozo.Fernanda Siebra

Francisco vivió diez años en São Paulo, donde fue desde carnicero hasta metalúrgico. Casado y con cuatro hijos, tomó una decisión muy común para los sertanejos que migran por la sequía: la de volver a casa. “Le hice una promesa a Dios para que me ayudase a volver y no tener que irme de nuevo a São Paulo a mendigar trabajo”, cuenta. Volvió a trabajar en la agricultura. El año siguiente a su regreso, Francisco perdió toda su cosecha por culpa de una gran sequía. Era 1986, y tuvo que apuntar a un frente de trabajo. Trabajó en la construcción de represas, pero no veía ninguna política que hiciera llegar el agua a las comunidades rurales. Iba manteniéndose, año a año, con el stock de granos que plantaba en los inviernos de poca lluvia. Cuando llovía, vendía en los mercadillos lo que producía en su huerto. Fue allí donde empezó a conocer los movimientos de los agricultores y las entidades que buscaban diseminar un cambio cultural en la región: la de dejar de intentar luchar contra la sequía y ponerse a crear estrategias para convivir con ella.

Todo empezó en 1999, cuando miles de entidades de la sociedad civil decidieron unirse bajo el paraguas de la Articulación de la Región Semiárida (ASA) tras una serie de debates sobre la desertificación durante una convención de la ONU en Recife. Ellas decidieron apostar por el stock de aguas pluviales en las cisternas a gran escala como estrategia para democratizar el acceso al agua. Calcularon una demanda inicial de un millón de cisternas y crearon un programa homónimo, inicialmente ejecutado con fondos internacionales y con alguna aportación del Gobierno. El programa se convirtió en política pública federal.

Las familias que vivían en las zonas rurales aisladas y saciaban su sed con el agua de pequeños pantanos y embalses pasaron a tener acceso a una fuente segura cerca de sus casas por primera vez. El acceso al agua potable, junto con las políticas del Gobierno de transferencias monetarias como el Bolsa Familia, les daba una oportunidad de permanecer en esas tierras. La mortalidad infantil en el sertón, ese lugar donde en épocas de sequía faltaba de todo, también descendió. Un estudio do IPEA (Instituto de Investigación Económica Aplicada) revela que, en los municipios con dos años en el programa, se redujo en un 19% las muertes de los niños menores de cuatro años por diarrea, una causa asociada a la falta o a la mala calidad del agua. Por su parte, en los municipios que ya llevaban nuevos años, esa reducción fue del 69%. El éxito del programa ahondó su discusión. Ya no solo bastaba con tener agua para beber, y el programa evolucionó en 2008 para garantizar una segunda agua para la producción agrícola. Tampoco servía de nada asegurar una fuente de agua segura en casa y no tenerla en las escuelas, por lo que desde 2012 el Gobierno pasó a construir cisternas en los centros educativos.

“Las cisternas son un instrumento, una tecnología. El programa solo funcionó porque había otras estrategias de construcción de saberes”, advierte el coordinador del Eje Clima y Agua del Instituto Regional de la Pequeña Agricultura y Agricultura Apropiada, André Rocha. Es una solución que salió bien porque vino con un cambio cultural. El verbo de la región semiárida cambió de “enfrentar” a “convivir”. El programa, ejecutado por las entidades de la sociedad civil, moviliza a los agricultores y los forma tanto para que puedan construir las cisternas como para que aprendan a repararlas cada año. Y les estimula a que ellos mismos creen nuevas soluciones sobre cómo convivir en las regiones más áridas del país.

Una nueva identidad

“Hoy soy agroecológico, multiplicador y experimentador de semillas criollas”, se presenta de nuevo Francisco Monteiro. Se acomoda las botas y camina lentamente por el camino pedregoso que separa su casa del huerto. En un pequeño terreno con bancales organizados con etiquetas pegadas en botellas de plástico, muestra su pequeño huerto como quien anuncia el milagro de tener algo que comer y vender incluso durante las sequías o una crisis como la provocada por el nuevo coronavirus. Su esposa y él viven de la pensión y de lo que venden en los mercadillos agroecológicos, ahora suspendidos. En el salón de casa, las paredes azules están repletas de cuadros de santos y los estantes abrigan el televisor de pantalla plana y la cadena musical que pudieron comprar gracias a lo que ganaron plantando. “Entré en este negocio de la agroecología que parece que ha sido el mejor plato que he encontrado en mi vida”, dice Francisco, riéndose.

Francisco Monteiro y su esposa Zuleide de Souza, con sus nietos.
Francisco Monteiro y su esposa Zuleide de Souza, con sus nietos.Fernanda Siebra (Fernanda Siebra)

Él sabe que la pelea por el agua sigue viva en el sertón. Tener la cisterna en casa nos da esperanzas, pero las sequías cada vez más prolongadas nos dejan en la duda de si se va a llenar o no. “La garantía que tenemos es de 16.000 litros de agua los años que llueve”, dice. Cuando la lluvia no llena ni la cisterna, toca contar con una acción de emergencia del Gobierno para un abastecimiento que no siempre llega. Como tampoco es seguro que la cisterna llegue para todos. La demanda creció los últimos años, y 343.035 familias aún esperan una cisterna para almacenar agua potable. Dos de los tres hijos de Francisco Monteiro, que construyeron sus casas en la misma parcela de su padre, están en esa cuenta. “Tal y como están las cosas, no tenemos esperanzas de conseguirlo pronto”, dice, preocupado.

Ocurre que el programa se sumió en un auténtico limbo. Si los últimos tres años la reducción de recursos ya generaba preocupación, ahora el programa está amenazado. Desde el inicio de su mandato, el presidente Jair Bolsonaro emprendió una cruzada contra las organizaciones de la sociedad civil, principales ejecutoras del programa por medio de convocatorias públicas. También extinguió el Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria, órgano colegiado encargado de la interlocución sobre el programa dentro del Gobierno y negociaba metas y recursos. De momento, las entidades siguen ejecutando lo que ya fue contratado. Pero el Gobierno es poco transparente en cuanto a las metas y el futuro del programa que, debido a su eficiencia, llegó a ser exportado a África.

Francisco Monteiro riega las verduras orgánicas de su parcela.
Francisco Monteiro riega las verduras orgánicas de su parcela.Fernanda Siebra

El Ministerio de Ciudadanía, responsable del programa Cisternas, no respondió a ninguna de las cinco peticiones que le hizo este periódico durante meses para saber acerca del futuro del programa y de cómo podrá mantenerse el diálogo con la ASA. Por medio de la Ley General de Acceso a la Información, el Gobierno tampoco respondió cuáles son sus proyectos para universalizar el acceso al agua. Se limitó a afirmar que “el objetivo principal del Programa Cisternas sigue siendo la universalización del acceso al agua para el consumo humano en las familias y escuelas de las zonas rurales”. Públicamente, el presidente Jair Bolsonaro viene diciendo que pretende apostar por la desalinización y en una fábrica israelí que extrae agua del aire, además de la construcción de pozos y del trasvase del Río São Francisco, inaugurado recientemente. Lo que tanto expertos como entidades que actúan en esta región argumentan es que las políticas relacionadas con la sequía deben partir de varios frentes, pero el éxito de las cisternas no solo radica en promover el acceso al agua, sino en crear una red con protagonismo popular que estimule acciones de convivencia (y no de enfrentamiento) con el clima.

Francisco Monteiro está preocupado con el programa. Dos de sus hijos todavía esperan una cisterna, al igual que muchos vecinos de su comunidad. “Teniendo agua, comida no falta, ¿a que no?”, explica. En las comunidades rurales, el miedo al nuevo coronavirus en este momento en el que la epidemia empieza a crecer en el interior del país se suma al miedo a volver que tener migrar cuando acabe, si no hay trabajo y políticas públicas para que sigan en el campo. Monteiro se suma a ellos: “El virus es para los grandes, para los pequeños, para los ricos y para los pobres. No se puede no tener miedo a algo que es mundial y que puede, después, sacarnos de aquí, de nuestro sitio, como pasaba antes”.

Este artículo hace parte de la serie de publicaciones producidas resultado de la Beca de periodismo de soluciones, ejecutada con el apoyo de la Fundación Gabo, Solutions Journalism Network y Tinker Foundation, instituciones que promueven este periodismo en Latinoamérica.

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Sobre la firma

Beatriz Jucá
Reportera de EL PAÍS Brasil, escribe sobre política, salud y derechos humanos. Tiene un máster de periodismo EL PAÍS/Universidad Autónoma de Madrid y está especializada en Periodismo Literario. Fue becaria de los programas '5 Sentidos' y 'Periodismo de Soluciones' de la Fundación Gabo. Licenciada en Periodismo por la Universidad Federal de Ceará.

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