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Rusia, de la libertad de 1990 al autoritarismo

Políticos de la era Yeltsin ven la reforma constitucional de Putin como una transgresión del espíritu de la declaración de soberanía de hace 30 años

Pilar Bonet
Boris Yeltsin, Nikolái Ryzhov  y Mijaíl Gorbachov  en el Kremlin el 19 de junio de 1990.
Boris Yeltsin, Nikolái Ryzhov y Mijaíl Gorbachov en el Kremlin el 19 de junio de 1990.Y. LINUZOV/ V. MUSAELIAN (TASS)

Rusia conmemora hoy el 30º aniversario de su declaración de soberanía, el proyecto de Estado democrático que el 12 de junio de 1990 fue aprobado por Borís Yeltsin, el recién elegido jefe del Parlamento ruso (por entonces el Soviet Supremo), y por un nuevo órgano legislativo, que se llamó Congreso de los Diputados Populares de la República Socialista Soviética de Rusia.

Aquella soberanía marcaba un cambio de planteamiento en la mayor de las 15 repúblicas de la URSS, pero tenía carácter limitado, pues se proclamaba en el marco de un Estado piramidal, que el líder soviético Mijaíl Gorbachov aún confiaba en salvar frente a las tendencias centrífugas ya evidentes.

Las fuerzas políticas integradas en el Congreso de los Diputados Populares ruso (cámara de 1.068 escaños) respaldaron aquel documento, que obtuvo 907 votos a favor, 13 en contra y nueve abstenciones. Entre aquella declaración de soberanía “dentro de una URSS renovada” y la actualidad, media una agitada historia, cuyo punto culminante fue la desintegración de la Unión Soviética en diciembre de 1991. Sin embargo, la declaración constituyó el germen a partir del cual se configuró el sistema estatal postsoviético de Rusia y se perfilaron los capítulos básicos de la Constitución actual.

Este 30º aniversario coincide con la tramitación de una reforma constitucional orquestada por la Administración del presidente Vladímir Putin. De ahí que se compare aquel momento de apertura con este de involución.

Dados los cambios de perspectiva en la política rusa desde 1990, la fiesta del 12 de junio resulta algo confusa. La jornada que se instituyó en 1994 se llamó inicialmente “día de la declaración de soberanía de Rusia”. Informalmente, también se denominó “día de la independencia”, aunque, según uno de los diputados de aquel congreso, “a finales de los noventa nadie entendía ya de qué independencia se trataba”. Lo que se había visto como una “liberación” de Rusia respecto a otras repúblicas soviéticas se había transformado en una “catástrofe geopolítica” en la percepción de los gobernantes. A partir de 2002, tras la llegada de Putin al Kremlin, pasó a llamarse el “día de Rusia”.

La declaración de soberanía fue, en realidad, un producto de los cambios que puso en marcha Gorbachov en los años ochenta. Ya en 1988 en foros internos del Partido Comunista (por entonces el único) se hablaba de renovar las estructuras del Estado y las relaciones entre las diferentes nacionalidades y territorios, pues la perestroika había destapado tensiones que, tras estar sofocadas durante décadas, reaparecieron como problema en cuanto cesó la represión. En el otoño de 1986 hubo enfrentamientos étnicos en Kazajistán, cuando Gorbachov sustituyó al máximo líder de la república, un kazajo, por un ruso; en febrero de 1988 los armenios se proclamaron independientes de forma unilateral en el territorio azerbaiyano del Alto Karabaj y en 1989 se registraron conflictos en Uzbekistán.

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Antes de que Rusia adoptara su propia declaración de soberanía, las repúblicas bálticas, Estonia, Letonia y Lituania, habían adoptado ya las suyas propias y lo mismo había hecho Azerbaiyán. Para fines de 1990, todas las repúblicas de la URSS habían participado en el proceso de “soberanización” y solo una parte de las 15 quería participar en la renovación del Estado soviético que Gorbachov proponía mediante un nuevo tratado de carácter confederal. El documento debía sustituir al firmado en 1922 por las tres repúblicas eslavas (Rusia, Bielorrusia y Ucrania) y una confederación del Cáucaso que dejó de existir en 1931.

El proceso para la firma de un nuevo Tratado de la Unión fue abortado por el intento de golpe de Estado perpetrado por un grupo de altos funcionarios de la URSS en agosto de 1991. En diciembre de aquel año, las tres repúblicas eslavas pusieron fin al tratado de 1922 en los bosques de Bielorrusia y la URSS dejó así de existir como sujeto de derecho internacional. La declaración de soberanía pasó a ser considerada por unos como un elemento más en la destrucción de la URSS y por otros como un intento fallido de replantear aquel Estado sobre nuevas bases. “A Putin y los veteranos de los servicios de seguridad que llegaron con él al Kremlin la declaración de soberanía les avergonzaba, porque la consideraban como un elemento de la desintegración de la URSS”, señala Lev Ponomariov, exdiputado del Congreso ruso.

En sus 15 puntos, la declaración de soberanía contemplaba la creación de un “Estado democrático de derecho en el marco de una Unión renovada” y el “derecho de los pueblos” a su “autodeterminación en las formas nacionales-estatales y nacionales-culturales por ellos elegidas”. También establecía la supremacía de las leyes rusas sobre las de la URSS y el Tratado de la Unión renovado como mecanismo para dirimir conflictos. Además, Rusia se erigía en exclusiva propietaria de sus riquezas.

“La declaración de soberanía fue un ejemplo de consenso y compromiso, que contrasta con el vigente lema de “el Estado soy yo”, afirma Oleg Rumiantsev, que en 1990 era secretario de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados Populares de Rusia. Según Rumiantsev, la responsabilidad por la desintegración de la URSS recayó en Yeltsin “por no haber tomado la iniciativa para sustituir a Gorbachov en la tarea de promover un nuevo Tratado de la Unión tras el intento de golpe de estado de agosto de 1991”. “Hoy estamos ante una “operación de encubrimiento, cuyo objetivo es conservar una enorme concentración de poder económico en manos de un clan, de un grupo muy pequeño de gente rica para garantizarles que podrán legar sus activos en herencia a sus hijos”, afirma. Se trata de una “usurpación de poder”, sentencia el jurista en un debate organizado ayer entre políticos de los años noventa.

"Estamos ante una falsa reforma constitucional que lleva a una mayor concentración de poder y no deja ningún mecanismo independiente a la sociedad civil ni para las actividades políticas y económicas”, afirma Rumiantsev.

“Nosotros no pusimos la bomba de relojería en las reformas de Gorbachov”, dice a su vez Guennadi Búrbulis, que fue secretario de Estado de Rusia con Yeltsin. Búrbulis cree que el “objetivo, espíritu y sentido de la Constitución rusa” se ven “invalidados moral y jurídicamente” por las contradicciones internas de la reforma. “En el futuro habrá que restablecer las normas y mandatos constitucionales porque la sociedad no puede permanecer mucho tiempo en este estado de anulación de los principios”, dice. Advierte Búrbulis, sin embargo, que resulta “una simplificación peligrosa e ingenua” pensar que las modificaciones constitucionales responden “al deseo de una sola persona”. “Hay que comprender que el factor imperio es una infección” señala, y afirma que Putin es “una personificación trágica de esta grave enfermedad” que “no ocurre en el vacío”. La URSS había dejado de existir en agosto de 1991 y la cuestión esencial tras aquel intento fallido era “como sobrevivir en un campo de minas”, asevera.

“Putin y los dirigentes rusos no se encuentran cómodos con la declaración de soberanía, aunque la festejan como un ritual. Prueba de su incomodidad es que instituyeron la fiesta nacional del 4 de noviembre, dice Ponomariov. Esa fiesta conmemora episodios de la lucha contra los polacos en el siglo XVII.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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