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La exjornalera que da voz a los invisibles en Italia

La ministra de Agricultura, que trabajó en el campo desde los 14 años, ha impulsado la regularización masiva de inmigrantes

Daniel Verdú
La ministra de Agricultura italiana, Teresa Bellanova.
La ministra de Agricultura italiana, Teresa Bellanova.FILIPPO ATTILI / HANDOUT (EFE)

A las tres de la madrugada sonaba el despertador, subía a un autobús y viajaba 150 kilómetros hasta un campo de la provincia de Brindisi. Teresa Bellanova tenía entonces 14 años, y muchas veces llegaba a casa cuando ya había oscurecido, comía algo y dormía unas horas antes de volver a deslomarse en algún campo de olivos o almendras. El trabajo no se elegía en su tierra y en aquel tiempo, en lugar de ir al colegio, también empaquetó uva de mesa en un almacén mugriento durante largos turnos. “Aquello sí era duro. Comíamos en un sótano donde había unos hornitos para calentarnos la comida”, recuerda al teléfono. Hoy Bellanova es ministra de Agricultura de Italia y acaba de impulsar la regularización masiva que podría alcanzar hasta a 500.000 inmigrantes que trabajan en el servicio doméstico y como jornaleros en los campos donde ella misma fue explotada.

Bellanova, de 61 años, es un meteorito caído en la política italiana. Más bien propulsado desde el inconexo universo de Matteo Renzi, que hace nueve meses la eligió para ocupar uno de los dos ministerios que su recién formado partido, Italia Viva, había logrado después de provocar la caída del anterior Ejecutivo y alumbrar uno nuevo con el Partido Demócrata (PD) y el Movimiento 5 Estrellas (M5S).

La titular de Agricultura, que hoy ha virado hacia posiciones más liberales y reformistas (promovió la criticada reforma laboral de Renzi), vivió una larga carrera como dirigente sindical y de partidos de izquierdas. El campo la había curtido en la batalla contra la explotación de los jornaleros, conocía el lenguaje y la cultura de la negociación. “De una mesa te levantas solo con un acuerdo”, apunta. Aceptó entrar en política de la mano del ex primer ministro Massimo D’Alema, muy vinculado a la región de Apulia. En la última legislatura ocupó los puestos de subsecretaria de Estado de Trabajo y viceministra de Desarrollo Económico, donde gestionó graves crisis industriales. Pero esa hoja de servicios no valió de nada el día de su toma de posesión. Solo se habló de su vestido turquesa.

Cuando Bellanova prometió el cargo ante el presidente de la República, Sergio Mattarella, tuvo que aguantar burlas acerca de cómo iba vestida. También sobre su falta de títulos académicos (pudo estudiar hasta el graduado escolar). Le dio igual. “Es ignorancia, superficialidad y una visión sobre las mujeres que ni quiero comentar. Yo me visto como quiero y no estoy orgullosa de no tener una licenciatura: no estuve en condiciones de sacarla. Pude salir adelante y soy afortunada por haber llegado hasta aquí. Pero mi vida ha estado hecha de sacrificios”.

Casada con un traductor marroquí y madre de un hijo, Bellanova nació en Ceglie Messapica, en la región de Apulia (sur de Italia), en 1958. Su ciudad fue durante años una de las mecas de la explotación a jornaleros a través de los sistemas de capataces ilegales (individuos que reclutan a trabajadores y los colocan en lotes al alba a cambio de una parte de su escaso salario). Su primer registro en la seguridad social italiana fue a los 14 años. Pero, en realidad, empezó mucho antes a trabajar en el campo. “Fue en esa época cuando empezó la lucha contra la explotación”, explica.

El pasado 13 de mayo, muchos años después, todos esos recuerdos llamaron de golpe a su puerta. Bellanova, con la voz quebrada, anunció junto al primer ministro la regularización masiva de inmigrantes que trabajan en el campo y en el servicio doméstico italiano para suplir la mano de obra que ha emigrado durante la pandemia. Una cifra que podría alcanzar a unas 500.000 personas (una parte de jornaleros inmigrantes hizo ayer huelga por haberse quedado fuera de los requisitos para acogerse a ella) y que le gustaría ampliar al sector de la construcción.

Una medida que solucionará el problema de la cosecha y aportará unos 2.600 millones de euros a las arcas del Estado. Pero impensable hace solo unos meses, cuando Italia cerraba sus puertos y el debate sobre la inmigración era solo combustible electoral. El M5S, socio mayoritario del Gobierno, se negó a respaldar la propuesta de Bellanova. El choque fue durísimo. Si no pasaba, advirtió ella, dimitiría. Y con ella, podía caer todo el Ejecutivo (el apoyo de Italia Viva es decisivo).

“Reconocer la dignidad a los seres humanos es la primera obligación de la política. No se podía aplazar más. Con esta medida creamos las condiciones para que los empresarios puedan tener mano de obra legal. Juntos debemos liberar a este sector de la criminalidad y las mafias. Porque primero someten al trabajador, lo humillan, lo hacen invisible, lo extorsionan. Y si los empresarios no lo aceptan, son atacados y sus productos destruidos”.

La formulación en voz alta de la idea de un Estado que proteja a los invisibles, aunque el objetivo actual sea económico, sigue teniendo un eco extraño en una Italia en la que todavía están vigentes los decretos que diseñó el anterior ministro del Interior, Matteo Salvini, para desposeer de cualquier derecho a los inmigrantes irregulares. Un periodo en el que ningún partido se atrevió a gritar demasiado por miedo a perder un puñado de votos.

“Salvini alimentó el miedo, trabajó en el terreno de la confrontación, la contraposición. ¡Llegó a pedir plenos poderes desde una playa! Pero en política se pueden hacer dos cosas: seguir el miedo e incentivarlo, o no temer perder apoyos haciendo lo que crees correcto. Afrontar el tema de los últimos de la Tierra, de los que no votan, no aporta apoyo electoral. Pero el deber de la política no es seguir las consignas de la calle, sino construir caminos que lleven a la gente a reflexionar sobre los asuntos de la acción de Gobierno útil para un país que no se enfrente todo el tiempo creando heridas”. Un modelo que serviría en estos momentos en otros lugares de Europa.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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