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La penúltima batalla de las perdedoras de la guerra

Supervivientes e historiadores recuerdan las agresiones que sufrieron las mujeres en el fin de la contienda y su papel protagonista en la reconstrucción del país

Un grupo de mujeres limpia ladrillos recogidos de los escombros provocados por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, en 1946 en Berlín. / WALTER GIRCKE (GETTY)
Un grupo de mujeres limpia ladrillos recogidos de los escombros provocados por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, en 1946 en Berlín. / WALTER GIRCKE (GETTY)ullstein bild Dtl. (EL PAÍS)
Ana Carbajosa

La joven Helga Cent-Velden tenía entonces 18 años. Una vecina la había delatado y los soldados rusos fueron directos a buscarla a la casa trasera. “Cuando escuché que golpeaban la puerta con un arma, supe que eran ellos. Me escondí en la esquina de un armario, me acurruqué y me cubrí de ropa. Registraron toda la casa pero no me encontraron”, recuerda con precisión ahora en Berlín. Aquella era la primavera de 1945 y Cent-Velden logró burlar escondida a los soldados rusos que violaron a sus vecinas. Cuando callaron las bombas, la joven Cent-Velden salió a las calles de Berlín a limpiar escombros y a reconstruir el nuevo país junto con miles de mujeres.

Cuando se conmemora el fin de la Segunda Guerra Mundial hace ahora 75 años y de la derrota del régimen nazi que aniquiló a seis millones de judíos, Cent-Velden y otras testigos directas rememoran la esperanza ante el fin de la guerra. Pero también los abusos, el miedo, la lucha por sacar adelante a la familia y hasta los suicidios de mujeres del bando perdedor, que se sintieron incapaces de afrontar un futuro que Joseph Goebbels había pintado con rabo y cuernos de diablo. Los investigadores han ido arrojando en los últimos años luz sobre la lucha por la supervivencia de las mujeres de a pie en aquellos meses, en los que la barbarie de la guerra había condenado a muchos hombres al frente o a la tumba.

A sus 93 años, Cent-Velden posa hoy sonriente en su apartamento berlinés, dos calles más allá de la casa en la que creció. Ha perdido la vista, pero mantiene una memoria y una locuacidad envidiables. “Los soldados soviéticos se llevaron a muchas mujeres de los sótanos para divertirse. En mi barrio hubo muchas violaciones y suicidios”, recuerda. Ella vivía junto al Tiergarten, donde los soldados fueron entrando casa por casa. Cerca de la suya, había un hospital en el que las enfermeras “sufrieron mucho, porque los rusos se portaron muy mal”. Cent-Velden logró esquivar hasta dos veces a aquellos soldados soviéticos que hablaban una lengua que no entendía y que le resultaban temibles.

Las agresiones de las que habla Cent-Velden no son un caso aislado. Las estimaciones de Miriam Gebhardt, profesora de Historia de la Universidad de Constanza hablan de cientos de miles de víctimas de violaciones y no todas a manos de los temidos soldados rusos, sino también de americanos, franceses e ingleses. Gebhardt, autora de Als die Soldaten kamen (Cuando llegaron los soldados), explica que “cuando llegaban los vencedores, registraban las casas para buscar a gente del partido y armas. Primero confiscaban los objetos de valor y a veces también violaban a las mujeres. Hubo agresiones en grupo, en las casas, en los bosques o en burdeles ambulantes montados en hoteles”, detalla.

Sus estimaciones, basadas en parte en extrapolaciones, hablan de cerca de 860.000 víctimas. Gebhardt reconoce que se trata solo de una aproximación, que no es posible tener una cifra concreta porque muy pocas mujeres hablaban de lo que les había pasado, en parte porque temían que les culparan de haber tratado de seducir a su agresor. “Fueron episodios generalizados de violaciones contra las mujeres en toda Alemania”. La violencia contra las mujeres duró hasta el final de la ocupación en 1955, según Gebhardt, quien explica que el tema se abordó al principio para determinar si el Estado pagaría pensiones a los niños nacidos de esas violaciones, pero que luego cayó en el olvido. Las memorias anónimas tituladas Una mujer en Berlín, en la que la autora narra la violencia sexual durante aquellos meses tardó décadas en convertirse en superventas.

Cent-Velden explica el por qué del silencio. “Conocí a mujeres que habían sido violadas por los rusos, pero entonces, no se hablaba de las cosas terribles que le había pasado a cada uno. Todo el mundo estaba traumatizado. Empezaron a hablar poco a poco, en los meses siguientes. Yo misma no pude hablar de lo que me pasó hasta la reunificación”. Los relatos, muchos ya perdidos, forman parte del sufrimiento de la gente corriente del bando agresor y vencido, que tardó más en aterrizar en los libros de historia y de asentarse en la memoria colectiva.

Helga Cent-Velden, este jueves en su casa de Berlín.
Helga Cent-Velden, este jueves en su casa de Berlín.Patricia Sevilla Ciordia

Marita Krauss, historiadora de la universidad de Augsburgo, describe cómo fue la lucha por la supervivencia de las mujeres en aquellos meses y semanas. Cómo por todas partes la gente, sobre todo las mujeres, trataban de conseguir comida, de vender joyas, alfombras. “Se buscaban la vida, para alimentar a la familia con lo que fuera. Iban al campo a recoger cardos y hierbas para ensaladas, bellotas para moler y hacer harina pan o caracoles para dar proteínas a los niños, pero sobre todo patatas, muchas patatas”. Cuenta Krauss que enseguida hubo periódicos de mujeres donde imprimían recetas con ingredientes de emergencia, con las que se esforzaban por crear la ilusión de una cierta normalidad. Las mujeres fueron asumiendo mayores puestos de responsabilidad, por ejemplo subiendo escalones en las empresas y reemplazando a hombres que se habían ido a la guerra.

Ilse Grob tiene ahora 90 años y vivió la guerra en el norte, en el Estado de Schleswig Holstein, recuerda bien las sensaciones contradictorias con las que abordaron el fin de la guerra. “Estábamos muy contentos de que no hubiera más combates, pero teníamos miedo de los fanáticos del nacionalsocialismo que andaban por ahí y de qué iba a ser de nosotros. Éramos los perdedores y los que habíamos empezado la guerra”.

Ese profundo sentimiento de inseguridad llevó a decenas de miles de alemanes a suicidarse, según la investigación del historiador Florian Huber. “En Alemania tenemos desde hace décadas un debate interno sobre nuestro pasado, pero no hablamos de la gente que se suicidó, porque no encajan en la narrativa de buenos y malos”, sostiene Huber, autor de Kind, versprich mir dass du dich erschiesst, algo así como Hijo, prométeme que te dispararás. “Los suicidios fueron un fenómeno en toda Alemania, pero sobre todo en la zona soviética, porque la gente tenía miedo de las represalias y las mujeres temían las violaciones”, explica ahora en una entrevista.

Las investigaciones de Huber le llevan a concluir que no había un perfil determinado, que los suicidios afectaron a todo tipo de gente corriente y tanto a nazis como a izquierdistas. “La primera causa fue la experiencia de la violencia, de quienes vieron cómo mataron a sus maridos o de mujeres que fueron violadas y no pudieron superar el dolor y la humillación que sentían. Pero también estaba el propio miedo a la violencia. Habían escuchado historias de que los soldados arrancarían la lengua de sus hijos y los ojos de las mujeres, que violarían a todo el mundo. Cundía la sensación de que no había futuro”. Cent-Velden coincide: “Muchas mujeres se suicidaron porque no sabían qué iba a ser de ellas ni de su familia. La propaganda nazi nos había dicho que iba a ser más terrible de lo que luego fue. Sí, fue terrible, pero sobrevivimos”.

Había además, según Huber, “un sentimiento de culpa y de complicidad por lo que había pasado con los judíos. Todos los adultos sabían lo que pasó en los campos”. Krauss explica que “el conocimiento de lo que había pasado con los judíos estaba presente. La gente había visto cómo desaparecían, cómo los deportaban. Puede que muchos no supieran qué pasaba exactamente con ellos, pero todo el que tuviera un familiar en el frente lo sabía y la gente escuchaba en secreto la BBC, pero no se hablaba de ello en público”. Grob asegura que antes de terminar la guerra ya sabían que había gente que había desaparecido y que había rumores de que había campos de concentración. “Fue después, en la radio de los ingleses, donde empezamos a conocer el detalle de las atrocidades”.

Cuando las bombas dejaron de caer, el paisaje de muchas ciudades alemanas amaneció sembrado de escombros. Ocho millones de hogares habían sido destruidos. La reconstrucción física del país corrió en paralelo a la psicológica de hombres y mujeres rotos por la guerra. Como miles de mujeres, Cent-Velden se puso manos a la obra y se convirtió en una de las célebres mujeres de los escombros, las Trümmerfrauen, que trabajaron con sus manos para devolver la normalidad al país, y que hoy son una figura mítica en Alemania. Muchos hombres estaban muertos, heridos o encarcelados. Más de una decena de estatuas rinden tributo a estas mujeres en toda Alemania.

Primero le tocó la zona de Tiergarten, donde había que retirar todo lo que los soldados habían dejado atrás: mochilas, cascos, botas, ropa, munición y hasta granadas de mano, que tiraban al lago y algunas de las cuales terminaron por estallar. Más tarde, fue destinada a una cuadrilla en la Postdamer Strasse, donde recogió escombros con las manos desnudas. “No éramos heroínas; era una situación de emergencia y teníamos que trabajar para comer”, reflexiona Cent-Velden.

Recientemente ha surgido un cierto debate sobre la verdadera dimensión del fenómeno de las Trümmerfrauen, tras la publicación del trabajo de la historiadora Leonie Treber, que sostiene que no fueron tan numerosas como a menudo se cree y que dependió mucho de la zona del país. Asegura además que “a partir de 1946 ese trabajo ya empezó a profesionalizarse. No fue tanto un fenómeno colectivo como regional”. Polémicas aparte, el lugar que ocupan las mujeres de los escombros en la memoria colectiva de Alemania es indisputable. “Sin esas mujeres, las Trümmerfrauen, la vida en Alemania habría sido insoportable. Su fuerza, emocional y física puso en pie al país”, escribe Neil Mac Gregor en Alemania, memorias de una nación.

Refugiadas

Karin Voss era una niña cuando acabó la guerra y recuerda el cielo rojo, ardiendo un día y cómo llovieron cenizas al día siguiente, cerca de Hamburgo, en una zona bajo control británico tras la capitulación. Recuerda también “la sensación de alivio” y el desembarco de miles de refugiados del Este de Europa. A Alemania llegaron cerca de 11 millones de refugiados de Prusia, Pomerania o Silesia entre otras zonas y en varias oleadas, huyendo del Ejército Rojo. En casa de Voss, como en muchas otras en el campo, se instalaron unos 25, también madres con hijos. “Las refugiadas contaban historias de cómo habían sufrido ataques en el camino. Historias terribles de cómo violaban a las jóvenes”, asegura Voss.

Voss recuerda bien las cadenas humanas de mujeres encaramadas a las montañas de escombros. “Llevaban la cabeza cubierta con un pañuelo para protegerse del polvo”. Habla también de las dificultades para conseguir comida y objetos para quemar. “Ese invierno fue terrible y la gente murió de frío y de hambre. Los primeros diez años después de la guerra fueron muy difíciles”, cuenta esta mujer que trabajó como agricultora y después como agente inmobiliaria. En aquellos años, cuando viajaba de su pueblo a Hamburgo veía desde la ventanilla del tren cómo cada vez había menos escombros y más casas. “Nuestro único deseo era que no hubiera nunca más una guerra”.

Cada vez quedan menos voces como la de Voss, Cent-Velden o la de Grob. Son mujeres que han ido muriendo y su testimonio corre el riesgo de perderse. Cent-Velden, que ha sido maestra e histórica militante socialdemócrata, se esfuerza para que su mensaje no se olvide. “Soy una detractora fanática de la guerra. Siempre pelearé para que lo que pasó en tiempos de Hitler no vuelva a suceder. En Alemania tenemos paz desde hace 75 años y eso es sobre todo gracias a Europa, a la Unión Europea. No debemos olvidarlo”.

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Sobre la firma

Ana Carbajosa
Periodista especializada en información internacional, fue corresponsal en Berlín, Jerusalén y Bruselas. Es autora de varios libros, el último sobre el Reino Unido post Brexit, ‘Una isla a la deriva’ (2023). Ahora dirige la sección de desarrollo de EL PAÍS, Planeta Futuro.

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