Europa será Poder o no será
Los nuevos problemas europeos requieren cooperación mundial, por eso la UE debe reforzarse ante las demás potencias
Esta legislatura de la UE empieza en un instante clave. Aquel en que Europa puede y debe ambicionar constituirse como Poder, a título completo. O resignarse a dejar de ser, incluso, poder en minúscula. Las dificultades son múltiples; la oportunidad, también.
Desde que nació en 1957 hasta el fin del siglo XX, la Europa comunitaria gozó de independencia. En el sentido de que fraguó y desarrolló competencias propias, hacia adentro, sin necesidad de negociarlas con los demás actores. Así, ante un problema de aprovisionamiento alimentario, inventaba la política agrícola, molestase o no a terceros. Si le urgía una unión aduanera entre sus socios, la establecía mediante una tarifa exterior común. Si el mercado común sin aranceles no bastaba, lo completaba con una política de competencia y con 300 directivas que lo convertían en interior, sin traba ninguna. Si la ampliación al Sur descosía socialmente la petite Europe, se sacaba de la manga la política de cohesión...
El filo del cambio de escenario llegó en los años noventa del siglo XX, entre la gestación del euro y su entrada en vigor: primero, como operación para sortear las turbulencias importadas del volátil dólar; segundo, como fe de bautismo de una voluntad política integradora. Fue un acto de soberanía, pero debatida con socios exteriores, a quienes la moneda única planteaba un desafío. Desde entonces, el grueso de los desafíos que afronta la UE son mundiales. No pueden resolverse internamente apelando solo a las propias fuerzas y empleando en solitario las competencias internas. Exigen cooperación internacional. Y así, la independencia evoluciona a interdependencia. La soberanía se perfila como autonomía.
¿Alguien lo duda? Ni una fiscalidad justa, ni la lucha contra las grandes redes del narcotráfico, ni el combate contra las mafias de trata de personas, ni el cambio climático, ni las grandes recesiones, ni el ciberespionaje o el terrorismo tienen solución únicamente en lo europeo.
Así que Europa aspira y en parte consigue convertirse en su laboratorio de pruebas para encauzar esos retos; en un poder blando que influye pacíficamente frente a los canónicos poderes duros; en un poder ideológico frente al de las armas; en una instancia que apuesta a gobernar la globalización espontánea y salvaje, regulándola...
El concepto más redondo de los trenzados esos años es el de potencia normativa. Igual que Roma perdura más por su derecho que por sus acueductos y falanges, Europa proyecta su multilateralismo fundacional en programa multilateral mundial.
“No es solo que se construyese basándose en normas, sino que se predispone a actuar por la vía normativa en la política internacional”, la definió Ian Manners (Normative Power Europe, JCMS, 2002). Así, la bóveda de la función de Europa “no es lo que hace o lo que dice, sino lo que es”: un factor para “cambiar las normas” internacionales. Eso implica, por ejemplo, que si la UE busca inducir a los otros a cumplir sus metas contra el cambio climático —como diseñó en el Acuerdo de París—, debe “ser”: obedecerse a sí misma y acercarse a la neutralidad de emisiones ideada para 2050. El problema, como recordó el miércoles Ursula von der Leyen en Estrasburgo, es que “solo representamos el 9% de las emisiones mundiales”. Los europeos pueden influir mediante el ejemplo. Y condicionando otras políticas en otros tableros.
Pero para eso necesitan convertirse en Poder. Sobre todo cuando los poderes duros que antaño eran constructivos (los EE UU de Clinton u Obama, la Rusia en transición, entre otros) vuelven a los viejos síndromes nacionalistas, unilateralistas, agresivos. Por eso, la potencia normativa se debe completar con el poder coercitivo, para casos de incumplimiento. O Europa se fabrica ya como Poder —asentado en su cohesión socioeconómica interna— o no resistirá.
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