La última locura del presidente
Jair Bolsonaro ha defendido el trabajo infantil, el que aparta a los niños de los estudios y que es considerado un crimen contra los derechos de la infancia
El presidente Jair Messias Bolsonaro nos tiene acostumbrados, en su medio año de Gobierno, a todas las sorpresas y locuras. La última, sin embargo, en una transmisión en vivo por Facebook de este jueves, ha creado cierto espanto al defender el trabajo infantil con estas palabras: “El trabajo dignifica al hombre y a la mujer a cualquier edad”. Sus declaraciones evocan el trágico recuerdo del campo de concentración nazi de Auschwitz, un lugar del infierno donde los niños eran sacrificados en los hornos crematorios. A la entrada del campo de exterminio está escrito, en alemán, “el trabajo dignifica al hombre”.
El presidente no esconde su deseo de descriminalizar la legislación de hoy de Brasil que no permite el trabajo infantil. No lo va a hacer, explica, “porque iba a ser masacrado”. Los argumentos de Bolsonaro para defender su deseo son de una superficialidad que asombra: “Cuando un niño de nueve o 10 años va a trabajar en algún lugar lleno de gente, se le llama trabajo esclavo, o no sé qué, trabajo infantil. Pero cuando está fumando una pipa de crack, nadie dice nada”.
Bolsonaro absuelve el trabajo infantil, que supone, sin duda, abandonar la escuela, con un recuerdo de su infancia. A los nueve y 10 años fue a trabajar a una hacienda de Sao Paulo a recoger maíz. “Aquello no me perjudicó en nada”, explicó dando a entender que tampoco para los niños de hoy sería ningún drama si se les permitiera ir a trabajar, algo que va a contramano de toda la pedagogía y praxis de los países civilizados del mundo. Hoy el trabajo infantil, que roba a los niños el tiempo para el estudio, es considerado un crimen contra los derechos de la infancia.
Esa tentación del presidente Bolsonaro de descriminalizar el trabajo infantil, algo que remite a los tiempos de la esclavitud, me ha hecho recordar una de mis primeras entrevistas que hice aquí en Brasil cuando era corresponsal de EL PAÍS. Como hijo de dos maestros de primaria, una de mis preocupaciones al llegar a este país era conocer la situación de la enseñanza.
Así, me fui a Brasilia a conversar con el entonces ministro de Educación, Paolo Renato de Souza, que por cierto considero como uno de los grandes artífices del nuevo ciclo educativo del país. El ministro dominaba perfectamente el español y más que una entrevista aquel encuentro acabó siendo una reflexión sobre lo que había sido en el pasado y lo que era aún en el presente el problema de las escuelas brasileñas. “Para que usted entienda el problema con el que estamos luchando tiene que saber que hace aún 40 años nadie ponía en discusión que la escuela era solo para los hijos de los ricos. Los pobres, que serían la mayoría, debían trabajar como sus padres”. Y añadió: “como siempre lo fue”.
De ahí que la primera revolución de la educación de este país fue quebrar el tabú que la escuela y el saber eran un derecho para pocos privilegiados. Y si acaso con una deuda histórica para los hijos de los pobres condenados a perpetuar la tragedia del analfabetismo de sus padres y a trabajar desde niños. Por ello una de los primeros esfuerzos, dijo el ministro, es el de “llevar a todos los niños” a la escuela. Como en muchos casos, los padres de aquellos niños pobres necesitaban trabajar para ayudar a sobrevivir la familia. Así nació la “Bolsa escuela”, creada por el que sería el primer ministro de Educación del Gobierno Lula, Cristovam Buarque. Consistía en una ayuda económica a las familias que se comprometieran a llevar a los hijos a la escuela.
Según me dijo entonces el ministro Souza, el segundo paso era ofrecerles una escuela de calidad que entusiasmara y motivara a los niños a superar a sus padres en vez de tentarles a abandonarla ya sea por falta de interés o motivación.
Hoy, a casi 20 años de distancia, aquel sueño de los pioneros de la educación de acabar con los restos de la esclavitud para que ni un solo niño llegara a la madurez semianalfabeto se topa con lo que ha dicho el presidente Bolsonaro al defender el trabajo infantil en detrimento del estudio y del saber. Es duro y frustrante, por no usar un adjetivo más fuerte.
Un niño que necesite trabajar en pleno siglo XXI para poder ayudar a sus padres analfabetos, supone no solo un bochorno para un país rico y moderno como Brasil, sino una blasfemia. Una dicha por un presidente que se dice llamado por Dios a “mudar los rumbos de esta nación destrozada” por ese fantasma de la izquierda que él y sus huestes se han inventado.
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