En México la desigualdad dura más que la vida
Entre nuestros vencidos, nuestros caídos sin derecho a morir, se reproducen aún más las desigualdades: además de cadáveres, tenemos que aceptar, hay despojos y hay también cenizas
Es sábado 25 de mayo y es de madrugada.
El lugar es Tixtla, Guerrero, aunque podría ser cualquier otra localidad mexicana, donde los grupos delictivos se hayan apoderado de la noche.
Entre los vehículos que circulan a estas horas —pocos, pues el temor se ha generalizado— hay un par que se diferencian del resto de coches y camiones: dan vueltas, avanzan lentamente, meten reversa, se detienen, vuelven a avanzar, siguen dando vueltas.
Si no estuviéramos en Tixtla —si no estuviéramos en México—, uno podría pensar que estos dos vehículos, que sus tripulantes, más bien, están perdidos. Pero la realidad es muy distinta y —por increíble, por terrible, por duro que parezca— mucho más común y corriente: los tripulantes de ambos vehículos están buscando a sus víctimas.
Poco antes de que los victimarios sean vencidos por el hartazgo o el coraje, los vehículos en los que viajan vuelven a encontrarse en una esquina. Están uno frente al otro cuando un par de puertas se abren y ambos conductores bajan a la calle, intercambian algunas palabras y se despiden mecánicamente. Uno de los vehículos —un Atlantic color plomo—, entonces, desaparece de la escena.
El otro vehículo, en cambio, una estaquita blanca de la marca Nissan, continúa rondando las calles. Seguirá haciendo esto hasta que sus ocupantes hayan ubicado a quienes andan, a quienes creen que andan buscando. Porque una vez que los hayan encontrado o —esta también es la realidad que nos rodea— que los hayan confundido, la historia seguirá tensando su línea dramática: rondar se volverá persecución para acabar siendo cacería.
Y esto es lo que sucederá cuando la cacería haya comenzado: sin importar que uno de los hombres a los que andaban buscando estuviera acompañado de otros hombres y mujeres, los sicarios levantan a todos los presentes y después obligan a hablar al que tenían que matar: así averiguan dónde está ese otro hombre al que ellos buscan, quien también está acompañado y cuya pareja es, por lo tanto, levantada, como también es levantado un pepenador que andaba trabajando y un muchacho que nomás pasaba por ahí.
En total, serán nueve los seres humanos secuestrados, torturados y asesinados en Tixtla o en el algún punto del camino que lleva de Tixtla a Chilpancingo: César Augusto Sánchez, Pablo Salvador Sánchez, Sergio Sánchez Abraján, Julia Mora de la Cruz, Pedro Ignacio Rodríguez, Fernando Sánchez Mora, Xóchitl Vázquez Pastor, Emanuel —sus apellidos no se conocen— y el muchacho que nomás pasaba por ahí —cuyo cuerpo, al igual que su nombre y sus apellidos, se ha perdido para siempre—, a pesar de que la orden que los sicarios recibieron era matar a un par de cabrones.
A partir de aquí, este artículo podría seguir varios caminos: podría hablar de la herida que los grupos criminales, con su política de venganza y exterminación, han abierto en todos los rincones de nuestro país; podría detenerme en la locura y en la injusticia que conllevan las llamadas víctimas colaterales, que en México no son sino un aspecto más de la cotidianidad rota y desbordada que nos atrapa, tras una serie interminable de políticas fallidas u ominosas, o podría hablar del papel preponderante que tiene la impunidad en la reconversión de una tragedia en ciclo, en el hecho de que la muerte de un inocente, como también la de un culpable, se transforme, más que en una noticia, en un relato.
También podría narrar los hechos que siguieron al crimen que apenas he contado: explicar cómo, tras matar a los siete hombres y a las dos mujeres que habían torturado antes, los asesinos los apilaron, unos sobre otros, en la caja de su estaquita. Escribir cómo, instantes después, abordaron la camioneta y se dirigieron hasta un barrio ubicado a las afueras de Chilpancingo, donde finalmente se estacionaron ante la escuela primaria Colegio México, propiedad del actual gobernador del Estado de Guerrero, Héctor Astudillo. Ninguna de las opciones anteriores es la que me ha llevado a escribir este artículo, un artículo que, como el lector puede intuir, podría ser muchos otros artículos. Lo que quiero es hablar de un asunto que, por desgracia, se ha tocado menos que todos los anteriores y que me parece que ocupa un lugar central, si queremos entender el país en el que vivimos, este páramo donde los crímenes dejaron hace muchos años de ser el final de las historias de violencia. El asunto del que hablo es el de la desigualdad, pero una desigualdad perpetuada incluso más allá de la vida, una desigualdad que alcanza incluso de los muertos.
“No todos los hombres alcanzan la perfección de morir; hay muertos y hay cadáveres”, escribió Elena Garro en Los recuerdos del porvenir, uno de los libros más importantes de la literatura mexicana del siglo XX. “Hay muertos y hay cadáveres”, sus palabras retumban en el tiempo, alcanzándonos como sentencia.
Ahora bien: ojalá sólo se tratara de una ecuación binaria, como tantos filósofos —desde Foucault hasta Agamben, pasando por Zizek y Byung-Chul Han— han propuesto. Nuestra realidad derrumba cualquier literatura, sea ficción o no ficción. Entre nuestros vencidos, es decir, entre nuestros caídos sin derecho a morir, se reproducen aún más las desigualdades: además de cadáveres, tenemos que aceptar, hay despojos y hay también cenizas.
No parece suficiente la injusticia de no tener derecho a ser registrado y resguardado, como demuestra el destino de las víctimas de Tixtla: no hay derecho a ser enterrado como son enterrados los muertos, como tampoco hay derecho a ser velado como son velados los muertos ni a ser nombrado y recordado, como son nombrados y recordados los muertos.
Siete de los cuerpos de Tixtla, los que tenían nombre, podrían haber sido muertos, nuestra realidad, el desamparo en que vivimos, los volvió cadáveres: no fueron enterrados en el panteón donde estaban sus familias porque el grupo criminal que los mató amenazó a sus familiares.
El muchacho del cual sólo nos ha llegado el nombre, aquel cuyos apellidos no conocemos, ni siquiera pudo ser cadáver: nuestra tragedia lo volvió despojo. Hasta hoy, nadie lo ha reconocido ni velado. Su destino será una fosa común. Acabará en una fosa clandestina, en un tambo de ácido o en una pira. Reducido a sus cenizas, no será nombrado ni tampoco recordado. “Hay muertos y hay cadáveres”, escribió Elena Garro hace 56 años exactos.
Y bien podría haber añadido: en México, la desigualdad dura más que la vida.
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