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Columna
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El idioma compartido

Volveremos a comunicarnos, sin importar que las historias sean tristes o monstruosas

Emiliano Monge
Un migrante salta de un vagón a otro de 'La Bestia' a su paso por Chiapas
Un migrante salta de un vagón a otro de 'La Bestia' a su paso por Chiapas Moises Castillo (AP)

En su extraordinario ensayo Coger un papel y dibujar, John Berger cuenta de manera pormenorizada la noche en la que él y la escritora Latife Tekin, quien era monolingüe en turco —idioma del que el artista y escritor inglés no conocía ni una palabra y media—, se las arreglaron para comunicarse.

Berger y Tekin se habían citado a cenar, junto con un par de amigos en común que fungirían como traductores, pues las novelas de la escritora habían maravillado al intelectual inglés. La pareja de amigos, sin embargo, quedó desplazada desde el comienzo: la primera mirada que Berger y Tekin intercambiaron fue de recelo y el ambiente, de golpe, se cargó de una terrible timidez.

Para romper aquella timidez, Berger recurrió al otro idioma que conocía: sacó un bloc de notas de su mochila y se dibujó a sí mismo leyendo una de las novelas de Tekin. Tras reírse y darle la espalda a la pareja de amigos, la escritora tomó el bloc y dibujó una barca volcada, anunciando así que no sabía dibujar. Pero Berger no estaba dispuesto a darse por vencido: tomó el bloc y giró el dibujo de Tekin, para que éste quedara boca arriba. Ella, entonces, hizo otro dibujo: todas las barcas, aseveraba, se acaban hundiendo.

A partir de ese momento, la conversación se volvió íntima y profunda: “Yo le dije que en el fondo del mar había pájaros. Ella me dijo que había un ancla en el cielo. (Estábamos bebiendo raki, como los demás). Entonces me contó la historia de las excavadoras municipales que derribaban las chabolas que se construían por la noche. Y yo le conté la historia de una anciana que vivía en una furgoneta. Cuanto más dibujábamos, mejor nos entendíamos. Terminamos riéndonos de nuestra propia velocidad, aunque las historias fueran tristes o monstruosas”.

Antes, en el mismo ensayo, Berger cuenta cómo aprendió a dibujar en el internado al que sus padres lo enviaron, observando las diferencias entre los modelos y los dibujos de uno de sus maestros antes que copiando aquellos modelos. Después, hacia el final del texto, narra la historia de un dibujo de Picasso, un torso de mujer que, a diferencia del resto de su obra, no era ni “una de sus figuras inventadas” ni tampoco “una de sus figuras al natural”, pues parecía, más bien, “aparecer en el papel como aparecería en un recuerdo”.

Lo que Berger hace en el texto referido es utilizar estas tres historias para demostrar que, en esencia, hay “tres maneras distintas en las que funcionan los dibujos”. “Hay dibujos que estudian y cuestionan lo visible (como los de su maestro), otros que muestran y comunican ideas (como los que intercambiaron él y Tekin), y, por último, aquellos que se hacen de memoria (como el torso de la mujer de Picasso)”.

Cuento esto aquí porque me parece que el postulado de Berger también puede aplicarse al habla. Finalmente, como nos ha quedado claro gracias, entre muchos otros, a George Didi Huberman o a Giorgio Agamben, la palabra es una imagen, en la misma medida en que la imagen es una palabra.

Digamos entonces que hay tres maneras en las que funciona el habla —en relación, obviamente, con sus detonantes—: está la que estudia y cuestiona lo visible, está esa otra que muestra y que comunica ideas y, por último, está aquella que se hace de memoria.

En el primer caso, el habla que estudia y cuestiona lo visible, las palabras resultarían de la tensión que se crea entre la realidad y quien decide nombrarla, es decir, las palabras serían la consecuencia del enigma que encierra cualquier hecho, suceso o evento, por nimio que parezca.

Como si yo, Emiliano Monge, tras observar a una pareja de migrantes, aprendiera a nombrarla, más que por lo que yo mismo soy capaz de expresar, por lo que alguien más es capaz de enunciar a voz en cuello: “Me entristeció observar sus últimos momentos, el hombre y la mujer se despedían, probablemente para siempre. No quedaba, entre ellos dos, más que silencio”.

En el segundo caso, el habla que muestra y comunica ideas, las palabras se gestarían en sentido opuesto, o avanzarían, por decirlo de otro modo, en sentido contrario: buscarían llevar al mundo lo que antes, lo que primero hubiera sido imaginación. En estos discursos, las palabras construirían lo que debería habitar el mundo, por lo que, en lugar de vincularse con la verdad, se vincularían con la veracidad.

Como si Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, aseverara en una de sus conferencias matinales —y todos le creyéramos al escucharlo—: “Los migrantes ya no enfrentan lo que antes enfrentaban en México. Ahora tienen vía libre. Si los ven sentados en una banqueta, es porque están descansando. Todos ellos reciben ahora un permiso humanitario, que les permite, además, migrar en grupo, en pareja, en familia. México es un país amigo, ya no es un territorio de enemigos y peligros”.

En el tercer caso, el habla que se hace de memoria, las palabras se convertirían en herramientas de redención. Serían, en otros términos, las llaves que abrirían las puertas de las mazmorras en las que un recuerdo, una impresión, un apunte involuntario o un pedazo de información mal digerida habría dejado encadenado al tiempo. En estos discursos, las palabras ni construirían ni cuestionarían, sino que exorcizarían, para que el tiempo volviera a transcurrir sobre sus rieles.

Como si alguno de ustedes, tras haber visto una y mil veces a los migrantes que atraviesan México, de pronto, intempestivamente, aseverara: “Sí, ellos están ahí y han sido traicionados, obligados a volver a huir de las fuerzas policiales de un Gobierno que les había prometido otra cosa. Y nosotros estamos en la acera de enfrente, sin hacer nada. No lo había pensado así, pero esto es lo importante: ¿cómo podríamos hacer algo?”.

O como si cualquiera de ustedes, cenando con Latife Takin, quien no sabe dibujar ni habla una palabra de español —me atrevo a suponer que ustedes tampoco saben turco pero que tienen dedos ágiles—, después de que ella modelara una barca volteada, le dieran vuelta al pedazo de migajón con que ella está jugando, para que la barca quedará boca arriba.

Como si ustedes, tras reírse después de que Takin modelara el ancla del cielo, esculpieran la parvada del fondo del mar. Y luego de que ella diera forma a las excavadoras derribando las chabolas, tallaran a los migrantes que se despiden, cada madrugada, en alguna frontera.

Y es que solo así, dibujando, escribiendo o modelando, buscando desesperadamente algún idioma compartido, lograremos entendernos nuevamente.

Y volveremos a comunicarnos, sin importar que las historias sean tristes o monstruosas.

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