Liberalismo del día después
El único legado de Hugo Chávez, antonomasia del populismo, es el fementido, catastrófico y asesino “Estado comunal” de Nicolás Maduro
La idea de que, tarde o temprano, el fracaso del socialismo del siglo XXI hará resplandecer —por oposición, casi forzosamente— la alternativa liberal como programa futuro para lo que se ha dado en llamar "la Venezuela del día después", tal vez no sea una inoportuna extravagancia.
Para muchos opositores venezolanos es concebible que, en un ambiente electoral en el que estuviesen garantizados las libertades públicas y la transparencia en el cómputo de los votos, el repudio a todo el sufrimiento que la era Chávez ha traído a mi país inclinaría decididamente la balanza hacia quienquiera que ofrezca un plan dirigido a propiciar una economía de mercado y haga posible un Estado que no antagonice cruelmente la prosperidad y la dicha de los individuos. Quienes hoy en Venezuela piensan así, no son pocos.
Sostienen que la trágica cauda de muerte y desolación que ha empujado a millones a preferir dejar el país, la omnipresencia y la magnitud sideral de la corrupción, la pasmosa ineptitud de un Gobierno incapaz de brindar y sostener servicios públicos de ninguna especie, la violencia criminal de un Estado fallido y la cínica tiranía de unos pocos no habrá hecho sino acercar al público elector a una plataforma partidaria del freedom of choice, la libre competencia y el Estado pequeño.
Mi comentario respecto a esta proposición es que soñar es barato y, además, tal como afirmó el filósofo de Brooklyn, Mario Puzo, los tontos mueren. Tal vez me equivoque, como en tantas otras ocasiones. Mi escepticismo se funda en el perfecto idiota latinoamericano que, hace ya más de 20 años, perfilaron Carlos Alberto Montaner, Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza como comprensiva sátira al aparentemente insumergible amasijo de ideas y supercherías que hoy más que nunca da sustento a nuestros populismos.
Tengo para mí que, dolorosamente, el perfecto idiota latinoamericano no es solo un brillante constructo descriptivo, un ingenioso y provocador recurso de argumentación. Mirando hacia atrás, se comprende ahora que el perfecto idiota latinoamericano —el libro— prefiguró cabalmente a los electores chavistas, trabalhistas, kirchneristas, correístas y, últimamente, morenistas que han dado una vez más espaldarazo al proteico, insumergible populismo de nuestra América durante el último cuarto de siglo.
El perfecto idiota latinoamericano —el sujeto populista— no solo existe en la vida real, sino que tiene una terca carnadura y ganarlo para una disposición liberal es quizá el cometido más escarpado y noble que, actualmente pueda asumir un político en nuestra América. El retorno kirchnerista que se cierne sobre Argentina es prueba de ello.
Por otra parte, y al mismo tiempo, es justo hacer notar que Venezuela ostenta un extraño récord en la historia de las ideas en Latinoamérica: en mi país han aparecido, de tiempo en tiempo y a contrapelo de lo que esperaría la sabiduría convencional, figuras intelectuales como Carlos Rangel, cuyo libro Del buen salvaje al buen revolucionario, publicado en 1976 en medio de la orgía de gasto público y omnipotencia del petroestado que caracterizó la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez, pudo parecer entonces una práctica de vuelo en solitario.
El libro de Rangel se lee ahora como una pionera y desapasionada inspección de las extraviadas relaciones entre el individuo y el Estado en nuestra región, desde el Descubrimiento hasta nuestros días. Es también muchas otras cosas, me apresuro a decir, pero lo que hoy quiero destacar es el acento que Rangel puso en la necesidad de superar exitosamente, y no solo en el terreno de las ideas, el déficit que suponen las supersticiones del estatismo latinoamericano.
Nadie puede vaticinar, a fecha cierta, cuándo finalizará la pesadilla venezolana ni avizorar siquiera si en un futuro cercano mis compatriotas podrán elegir libremente a sus gobernantes. Pero, con todo y la parsimonia con que desde enero pasado han comenzado a moverse las cosas, hay señales en el cielo.
Aunque la desengañada sabiduría del tiempo indique que el perfecto idiota latinoamericano, como el Espartaco de Howard Fast, regresa siempre y siempre son millones, no luce prematuro comenzar a airear un programa que logre infundir en el perfecto idiota venezolano la noción de que no son Maduro y su panda de narcogenerales quienes han arruinado el legado de Chávez, sino que el único legado de Chávez, antonomasia del populismo, es el fementido, catastrófico y asesino “Estado comunal” de Nicolás Maduro.
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