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A Bolsonaro se le están derrumbando sus Columnas de Hércules

Hasta el mito Bolsonaro ya admite que la economía, que él prometía resucitar como un milagro, está en crisis y sin grandes esperanzas de poder resurgir tan pronto

Juan Arias
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en abril pasado.
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, en abril pasado.EVARISTO SA (AFP)

El presidente Jair Bolsonaro acaba de declarar que había llegado como “el pato feo de la política”, pero que “ha decidido cambiar al país”. La realidad, más bien, es otra. Su gobierno y sus profecías parecen ya un campo de escombros. Bolsonaro había prometido en su campaña algo como las famosas Columnas de Hércules de la mitología que, como decían los romanos, alcanzarían los confines del mundo (Non Terrae plus ultra). Su gobierno y sus promesas mesiánicas, sin embargo, parecen anunciar que está devolviendo a Brasil a los peores y más oscuros momentos de su historia.

Bolsonaro, el capitán de reserva, había prometido levantar no las dos Columnas de Hércules, sino muchas más para que después de él nadie fuese capaz de ofrecer un Brasil mejor. Él habría llegado al Non plus ultra, donde nadie en el pasado había conseguido llegar. Para ello, en una campaña en la que ofrecía “deconstruir al país” para ofrecer uno nuevo y liberado de sus demonios de izquierda, ofreció levantar cuatro columnas que nadie, en el pasado, había conseguido llevar a cabo.

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Prometió acabar con la “vieja política” desgastada, para ofrecer una forma nueva de gobernar que no estuviera basada en el intercambio de favores. Ahora resulta que empieza a entender que aquella vieja política tenía la piel más dura que la suya y, día a día, le está desbaratando sus sueños. Más aún, ha entendido que o se arrodilla ante ella o acabará devorado. Y ha empeorado hasta ofrecer nuevos ministerios. La vieja política, el viejo Congreso, no es un monasterio de monjes austeros con voto de pobreza y obediencia. Es voraz y se lo está demostrando.

Había prometido ofrecer una política, en la construcción de sus Columnas de Hércules, limpia de corrupción, con la caza a los corruptos. Para ello consiguió llevar a su nuevo gobierno al campeón de la lucha a la corrupción, al mítico juez Moro, estrella de Lava Jato, que llegaría como un nuevo Savonarola, con proyectos redentores. No le dio tiempo ni de empezar cuando, justamente, dentro de la familia de Bolsonaro, empezaron a resucitar de la tumba viejos personajes de la corrupción política como el emblemático Queiroz, uno de los personajes de las oscuras milicias, asesor y viejo amigo de la familia, investigado por manejos sospechosos de dinero. Le siguieron la procesión de los asesores fantasmas de sus hijos, mientras florecían, ya en el gobierno, los viejos naranjales de la corrupción. Y la gente se preguntaba: “¿Y Moro?”.

El que debía haber sido el nuevo mito contra la corrupción política ha ido deshilachándose, golpeado en el ring de los boxeadores de la vieja política y no pasa día sin que coleccione una derrota. Y hasta Bolsonaro parece querer olvidarse de que era uno de sus mitos de la campaña. ¿Acabará sacrificándolo a los leones?

El mito de la ultraderecha había prometido reconstruir al país del desastre económico al que lo había conducido la fracasada y desastrosa política de la expresidente Dilma Rousseff, con su caravana de 14 millones de desempleados y la inflación devorando a los pobres. Había prometido una política liberal, con menos Estado, con menos Brasilia y más Brasil. Había prometido colocar en sus trillos el descarrilado tren de la economía del brazo del otro mito escogido, el ultraliberal de la escuela de Chicago, Paulo Guedes, que sufre y suda para convencer al Congreso para aprobar el proyecto de las pensiones. A pesar de las amenazas apocalípticas si dicha reforma no fuera aprobada, no es imposible que acabe deshidratada, camuflando los viejos privilegios de las castas y obligando a los pobres a trabajar hasta morir.

Hasta el mito Bolsonaro ya admite que la economía, que él prometía resucitar como un milagro, está en crisis y sin grandes esperanzas de poder resurgir tan pronto. Ha llegado a decir que tal como están las cosas no ve cómo los inversores extranjeros pueden hoy desear venir a probar fortuna en Brasil.

Y su nueva Columna de Hércules prometida a gritos en la campaña que le ganó votos hasta de quienes no confiaban en su persona y en su preparación, la de liberar a Brasil del cáncer de la izquierda arrancándola del poder, se le está convirtiendo en un búmeran. En su furia iconoclasta contra la izquierda y contra un comunismo que nunca existió en Brasil, lo que está consiguiendo es crear nuevas nostalgias de un pasado en el que por lo menos no existía la caza a la cultura, al arte y a los derechos elementales de las minorías.

Bolsonaro y sus huestes de extrema derecha, que habían ofrecido a la izquierda el exilio si él ganaba, empujados por una morbosa obsesión contra la “ideología marxista”, están resbalando hacia otra ideología inventada que ofrece hacer tierra arrasada de lo mejor que tenía Brasil, que era su riqueza multicultural y multireligiosa, envidiada por sociólogos extranjeros.

La nueva ideología de los bolsonaristas envenenados por el autoproclamado filósofo y astrólogo, Olavo de Carvalho, que desde fuera del país pretende gobernar a Brasil desenterrando lo peor de los tiempos de la Edad Media, va a acabar despertando no solo en los de izquierdas, sino en los simples demócratas, nostalgias de cuando Brasil era un país respetado y aplaudido. Menos infeliz y con menos miedo.

Esa nueva ideología de las cavernas, que pretende acabar con las raíces marxistas del mundo, ha dado ya su primer fruto. Es la primera vez que un presidente de Brasil consagrado en las urnas con 57 millones de votos es denigrado en medio mundo arrastrando con él la antigua amable imagen de Brasil. Más aún, en los Estados Unidos, cuyo líder político, el ultraderechista Trump es el mayor ídolo de Bolsonaro no ha conseguido, en la cosmopolita ciudad de Nueva York, encontrar un lugar, ni público ni privado, para recibir un premio de la Cámara de Comercio de Brasil. Todos repitieron: “¡A él, no!”.Y hasta su ídolo Trump se calló y se lavó las manos.

El presidente brasileño, menos amado en muchas décadas en el mundo, no se ha intimidado y ha dicho que, si no lo quieren en Nueva York, se irá a recibir el premio a la ciudad de Dallas, en Texas. Quien se lo ha aconsejado ignora, o no recuerda, que no parece el mejor lugar para que un presidente reciba un homenaje. En aquella ciudad, un tirador de esos que Bolsonaro admira en Brasil acabó el 22 de noviembre de 1963 con la vida de uno de los más famosos presidentes americanos: John F. Kennedy. Mejor buscar, si lo encuentra, algún otro lugar menos emblemático en tiempos donde crece la violencia que se está envalentonando en Brasil y en el mundo.

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