En busca de anclas en la deriva occidental
Tras el 29, Roosevelt propuso el ‘New Deal’. Tras el 45, llegó el ‘Plan Marshall’ y se impulsó el Estado del bienestar. Occidente necesita ahora algo de ese calado
Tras la Gran Depresión del 29, Franklin D. Roosevelt puso sobre la mesa el New Deal.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos impulsó el Plan Marshall.
Durante la Guerra Fría, ante el riesgo de seducción de la ideología comunista, los líderes occidentales entendieron en la segunda mitad del siglo XX que había que desarrollar un potente Estado de bienestar.
Se antoja cada vez más claro que Occidente necesita hoy algo de esa envergadura, donde por envergadura no se entiende solo cuántos puntos de PIB cuesta la idea, sino su fuerza totémica, su capacidad de consolidar la adhesión de la ciudadanía al proyecto compartido. Porque hay grandes pedazos de las sociedades occidentales que se están descolgando del contrato social que nos ha regido en las últimas décadas.
A primera vista puede parecer exagerado poner en el mismo plano el tiempo actual y la depresión del 29, la Segunda Guerra Mundial o la Guerra Fría. Pero si se sobreponen el impacto de la crisis económica de 2008, el de la vertiginosa revolución tecnológica y las consecuencias del cambio climático, los factores de agitación son suficientes como para dar a grandes sectores de la ciudadanía occidental la sensación de que se le va disgregando la tierra bajo los pies. La sensación de que el presente es peor que el pasado, y el futuro será peor todavía, arraiga en amplios cachos de nuestra geografía, lejos de los corazones palpitantes de las metrópolis cosmopolitas, o de las animadas regiones turísticas. En esas zonas en la sombra, se diluye la adhesión al proyecto compartido y crece el apoyo a fuerzas que lo antagonizan de forma más o menos radical. Este es un común denominador entre los que apoyan propuestas nacionalistas —Trump, Bolsonaro, Salvini, Brexit—; desideologizadas —chalecos amarillos, Movimiento 5 Estrellas—; y en ciertas medidas izquierdistas —Iglesias, Mélenchon y Tsipras en su momento—.
Estos ciudadanos perciben que el sistema está podrido en favor de una élite depredadora. Múltiples hechos abonan esa percepción (piénsese en España en el clamoroso volte-face del Tribunal Supremo a favor de los bancos en el caso de las hipotecas).
Justificada o no esa percepción, las clases dominantes harían bien en tomar nota de ella y comprender que deben hacer concesiones, y de forma significativa, si quieren preservar no ya un privilegio u otro, sino el mismo sistema. Macron, quizá tarde, parece haberlo comprendido. Tras anunciar una subida del salario mínimo de 100 euros de la noche a la mañana, ha reunido más de 100 líderes empresariales en el Elíseo para hacerles ver precisamente eso, según ha transmitido algún invitado. Y algunos —los de Total, Michelin, Orange, Publicis— han reaccionado anunciando bonuses para los empleados.
La sensación es que se necesitan con urgencia cosas muy tangibles y muy inspiradoras. Es de temer que la compleja y mínima reforma de la zona euro no será quien contenga la marea del descontento. Mucho mejor colágeno para el proyecto común serían un subsidio de paro paneuropeo o potentes programas para crear plazas de investigación para jóvenes talentos. Pero, sobre todo, algo que haga sentir y pensar a las clases dominadas que las clases dominantes están reequilibrando el sistema en su favor. Las clases dominantes necesitan entender que esto no es perder algo. Es lanzar anclas en medio de una deriva que lleva a Occidente lejos de lo que ha sido en las últimas décadas. Hacia un lugar ignoto y no necesariamente mejor.
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