Topo Gigio, mi abuela y ‘Roma’ de Cuarón
Cuarón es más contemporáneo que setentero (época en la que sucede la película), porque apenas México comienza a hablar de las trabajadoras del hogar en clave de reconocimiento laboral
No lloré cuando vi Roma, de Alfonso Cuarón, porque las lágrimas tardan un poco en brotar. Pero esa película se me quedó enquistada en el alma y ha ido emergiendo de a poquito, cuando se le pega la gana y cuando sabe que me agarra desprevenida. Así, a lo canijo, para que eche alguna lagrimita. Solo por no dejar.
De pequeña viví en varios países por azares laborales de mi padre. Pero, aún en movimiento, siempre tuve tres constantes vitales: Topo Gigio, mi abuela materna y la Ciudad de México. Tres elementos que además se funden en un mismo recuerdo: yo, con menos de dos años, abrazada a un Topo Gigio gigante, mi abuela enferma de nostalgia prematura porque nos íbamos del país y la Ciudad de México alejándose desde aquella ventanilla de un avión turbulento. Eran casi los años 70. Hoy, mi abuela es recuerdo, a Topo Gigio lo tengo en el clóset, pero a la Ciudad de México la absorbo a diario desde sus más delirantes contradicciones.
Y entonces llega Roma y me explota en la cara. Esos planos que no se acaban porque la ciudad nunca se acaba, o no imaginamos dónde pueda acabar. Esas calles que se llenan de coches gringos, grandotes, que no caben y rayan paredes y conciencias y algún que otro carro que no entiende que ya es hora de hacerse a un lado. Esos sonidos que no se callan, porque esta ciudad es ruidosa hasta en Viernes Santo, la música de las radios portátiles que a veces escupen alguna noticia, y los aviones, ¡ah, cómo hacen ruido los aviones! O no, que cuando una se concentra y mira al cielo, los descubre pasar en silencio. Son doble cara esos aviones. O lo son desde las azoteas de la Ciudad de México. Y la cámara sigue su recorrido entre la escolta estudiantil, los restaurantes concurridos y la mierda del perro que nadie levanta y que esos coches gringos, grandotes como el ego expandido de una nación puberta, aplastan con desdén. La mierda en primer plano. Así las cosas en una ciudad que no encuentra cómo ser moderna, no termina de acomodar su historia y se sabe sofocante en lo social, lo moral y lo político. Una ciudad que prolonga la violencia del 68 como marca de agua de toda convivencia colectiva. Una ciudad de vibrantes vaivenes. Así me la recuerda Roma, porque así la fui viviendo. De a poquito. Y absorbiendo. Hasta hacerla mía.
Luego Cuarón comete la osadía de poner al centro de su historia a un par de mujeres extraordinarias: Yalitza Aparicio y Marina de Tavira, la trabajadora del hogar y la dueña del hogar. Ambas abandonadas a su suerte y frágiles en una narrativa social que no les asegura ningún espacio de afirmación. La trabajadora del hogar, la muchacha, la criada, la sirvienta, la invisible pero indispensable, la que limpia la casa, cuida a los niños, cocina y aguanta, aguanta, aguanta. Solo que en Roma, la invisible lo fue mucho menos porque encontró en la dueña de la casa a un alma en pena que optó por abrazarla. En eso Cuarón es más contemporáneo que setentero (época en la que sucede la película), porque apenas ahora, casi 50 años después, México comienza a hablar de las personas trabajadoras del hogar en clave de reconocimiento laboral. Vaya que nos hemos tardado en descifrarnos. Vaya que Cuarón nos da con el espejo en la cara. Vaya potencia en la relación complementaria de esas dos mujeres intensas.
Vi Roma en un pequeño cine de la Colonia Roma, en una zona golpeada por los sismos recientes en la capital mexicana. Vi Roma en la Roma para saborear la redundancia. Cuando la película terminó, nos quedamos todos un poco en silencio. Salí del cine. Me fui caminando y ahí, en solitario, solté una lágrima. Ya intuía que la extraordinaria obra de Cuarón se me había metido hasta la médula. Tuve ganas de abrazar a Topo Gigio y a mi abuela.
Luego vi pasar los aviones.
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