Macron a la intemperie
La crisis de los 'chalecos amarillos' lastra la autoridad del presidente en Francia y su influencia internacional
Hay frases que regresan para golpear como una condena. “Que vengan a buscarme”, dijo Emmanuel Macron. Era julio de 2018, la clase política y mediática se preparaba para marcharse de vacaciones y el diario Le Monde acababa de revelar que el jefe de seguridad del presidente francés, Alexandre Benalla, había agredido a dos personas en la manifestación del 1 de mayo. La prensa y la oposición pedían explicaciones por haber mantenido a un colaborador poco recomendable. La reacción de Macron fue chulesca y desafiante. Que fuesen a buscarle, decía. “Y vienen”, apostillaba esta semana en su columna Laurent Joffrin, director de Libération.
La revuelta de los chalecos amarillos es un bumerán: la venganza, que casi nadie vio venir, de los franceses que llevan décadas alimentando un hartazgo con el modelo económico, y un año y medio sintiéndose humillados por la arrogancia de su presidente. Silencioso y apenas visible desde hace días, pronunciará esta semana un discurso a la nación. El discurso podría ir acompañado de nuevas medidas para calmar los ánimos. En 18 meses ha pasado de ser un presidente dinámico y popular, que se proponía rescatar Francia y Europa, a ser ampliamente despreciado.
Pueden encontrarse motivos inmediatos al estallido anti-Macron: el precio del carburante, la supresión parcial del impuesto a las fortunas, los recortes en los servicios públicos. Hay motivos que viene de más atrás, que se resumen en la fractura social de la que advirtió el presidente Jacques Chirac en los noventa. Pero, en la heterogénea confederación de intereses y reclamaciones que son los chalecos amarillos, hay un pegamento en común: el odio a Emmanuel Macron.
La palabra odio puede sonar excesiva, pero es difícil encontrar otra que describe mejor el sentimiento que despierta el joven presidente francés entre una parte de sus conciudadanos. El factor personal es una agravante en la crisis y complica la salida. No bastan medidas económicas: urge también una reconquista emocional que hoy se antoja improbable.
En la V República, el régimen presidencialista vigente desde 1958 en Francia, es habitual que el jefe del Estado sufra un desgaste rápido tras alcanzar el poder. Los antecesores de Macron —el socialista François Hollande y el conservador Nicolas Sarkozy— gobernaron un solo quinquenio. Pero la visceralidad del rechazo al actual presidente y la violencia verbal y física en las calles amenazan con arruinar su presidencia.
Las posibilidades de aplicar el programa con el que fue elegido —tenían pendiente, en los próximos meses, la conclusión de una revisión constitucional y de la reforma de las pensiones— se ha reducido de golpe. “Corre el riesgo de ser un pato cojo en los asuntos internos durante los dos últimos tercios de su mandato”, dice François Heisbourg, presidente del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, con sede en Londres, y consejero especial de la Fundación para la Investigación Estratégica en París. Heisbourg usa la metáfora que suele aplicarse al presidente de Estados Unidos al llegar al final de su mandato, o tras perder la mayoría parlamentaria en las elecciones de medio mandato.
La crisis también socava la influencia de Macron en la política exterior, aunque de manera más matizada, según Heisbourg. “En el ámbito europeo, ya chocaba antes con la inercia alemana”, explica. Alude a las reticencias de la canciller Angela Merkel a los planes franceses para impulsar la integración de la Unión Europea y la moneda única. Ahora, añade, a Alemania le será más fácil justificar su propia inercia.
Otra cuestión es la batalla muy mediatizada que Macron mantiene desde hace meses con el hombre fuerte del Gobierno italiano, su ministro del Interior, Matteo Salvini. "Macron ya no es mi adversario. Ya no es un problema para mí. Es un problema para los franceses”, se ha felicitado Salvini en plena revuelta de los chalecos amarillos. Heisbourg sostiene que el debilitamiento de Macron influirá poco en la posición en la UE de la Italia de Salvini y los populistas del Movimiento 5 Estrellas. Es ante Berlín y Bruselas, y no París, que Roma tiene que defender sus heterodoxos presupuestos.
Donald Trump también se frota las manos al ver a Macron —el mismo que hace menos de un mes le daba lecciones sobre los males del nacionalismo; el que despreciaba a los países que renunciaban a combatir el cambio climático— en la intemperie. El presidente francés, desde que ganó las elecciones en mayo de 2017, quiso ejercer el papel de interlocutor europeo y a la vez de contrapeso liberal, ecologista e internacionalista de su homólogo estadounidense.
“En ausencia de Macron, los americanos sentirán la tentación de ejercer una brutalidad aún mayor hacia los europeos. Pienso sobre todo en las cuestiones comerciales”, advierte Heisbourg.
Hoy el bumerán en forma de mensajes de los populistas Trump o Salvini en la red social Twitter es la última preocupación del presidente francés. Son otros los ofendidos que le inquietan: los franceses que le ven como el presidente de los ricos, porque que eliminó parcialmente el impuesto sobre las fortunas. O el presidente de las ciudades, porque supuestamente ignora lo que supone llenar el depósito de carburante y circular por carretera a menos de 80 kilómetros por hora, nueva velocidad máxima dictada por París. Es el presidente de las reiteradas meteduras de pata y frases ofensivas. El que, en un viaje a Dinamarca, lamentaba que sus compatriotas fuesen “galos refractarios” a las reformas. O el que en un viaje a Grecia llamase “vagos” a quienes rechazaban el cambio. Y el que en un vídeo en las redes sociales lamentaba que el Estado gastase una “pasta gansa” en subsidios sociales.
“Puede que su popularidad sea tan baja como la de sus predecesores, pero no viene del mismo resorte. [Los franceses] no dicen nos ha traicionado, o no tiene ni idea. Dicen: ¿Este quién se ha creído que es?”, comenta Jérôme Fourquet, director del departamento de opinión del instituto Ifop.
Por primera vez, Macron —el presidente jupiterino, como él mismo teorizó sobre la función— titubea y da la impresión de que no sabe qué hacer. Por primera vez, bajo la presión de la calle, rectifica y anula una decisión ya adoptada como es la subida de las tasas al carburante. Por primera vez, aflora la tensión con su primer ministro, Édouard Philippe, el fusible que podría caer si la crisis degenera aún más. Por primera vez, la utopía tecnocrática —la idea de que la razón sirve para aproximarse a cualquier problema y para explicarlo a la opinión pública— se estrella con la hiperemocionalidad de la época. Y por primera vez, parece solo: en su hora más crítica, muy pocos le defienden, en clase política pero también en la prensa.
El descenso a la tierra de Júpiter —el omnipotente dios romano— está siendo estrepitoso.
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