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La varita mágica de Macron ya no obra milagros

El presidente francés empieza a dar signos de desgaste, en Francia y en Europa, pese al avance imparable de sus reformas

Marc Bassets
El presidente francés, Emmanuel Macron, este sábado en París.
El presidente francés, Emmanuel Macron, este sábado en París.REGIS DUVIGNAU (EFE)

Emmanuel Macron empieza a bajar de la nube en la que se instaló hace un año cuando ganó la elección presidencial.

El presidente francés sigue gobernando sin una oposición capaz de plantarle cara y acaba de derrotar a los sindicatos en el pulso por la reforma de los ferrocarriles públicos. Pero el ímpetu imparable del nuevo presidente, que en unos meses transformó el paisaje político francés hasta llegar al poder, muestra signos de agotamiento.

Las dificultades para refundar Europa, evidenciadas en la última cumbre en Bruselas, o la sucesión en Francia de polémicas nimias en apariencia, amenaza con erosionar la imagen presidencial. La varita mágica de Macron ya no obra milagros.

El proyecto macroniano para refundar la Unión Europea chocó en el Consejo Europeo del jueves y el viernes con la realidad de una UE en la que el presidente francés se enfrenta a como mínimo dos coaliciones adversas. Una es la de los países nórdicos reacios a sus planes para remodelar el euro. La otra, la de la coalición de nacionalistas de la Europa central y oriental, ahora ampliada a Italia.

Ni el frágil acuerdo para cerrar la crisis política por la inmigración ni el tímido inicio de reforma del euro parecen a la altura de las ambiciones iniciales del presidente francés para transformar la UE.

A Macron le ha costado estos meses persuadir a Merkel, bajo presión de la derecha alemana, y también ha descubierto los límites de la seducción con líderes como Donald Trump. De nada ha servido el charme del francés con el presidente de Estados Unidos. Ni en el cambio climático, ni en Irán, ni en el comercio internacional, ni en ninguno de los contenciosos con los europeos, Trump no ha cedido ni un milímetro.

En Francia, el presidente francés exhibe un balance mejor. El sistema presidencialista de la V República y su hegemonía parlamentaria le otorgan poderes casi plenos para reformar, sin más oposición que la de las protestas en la calle. Las reformas más delicadas —la del mercado laboral y la de los ferrocarriles, el tipo de reformas hacía tambalear gobiernos— se ha aprobado sin contratiempos. Y han debilitado a los sindicatos, que el macronismo considera como uno de los factores de bloqueo de la sociedad francesa.

Pero, como escribe en Le Monde el experimentado cronista Gérard Courtois, se observa un "cambio de clima" en la actitud de los franceses respecto a su presidente. Ya no existen los estados de gracia —y un repaso a las hemerotecas muestra que, si con Macron existió, se dio por acabado unas semanas después de llegar al Elíseo en mayo de 2017— pero quizá sí, como dice Courtois, los "estados de indulgencia". Y el de Macron se difumina día a día. "Ahora", escribe Courtois, "quienes sólo se sentían irritados por el jefe de Estado ya no le aguantan. Agobia a quienes le daban el beneficio de la duda. Decepciona a una parte de aquellos a quienes seducía. Desencanta a los entusiastas".

No se ha producido una crisis real, ni él ha cometido un error de calado que expliquen el fin del estado de gracia o de indulgencia. Es más bien una suma de gestos y actitudes. La afición del presidente a la frase ingeniosa y provocadora —su mención a la "pasta loca" que supuestamente Francia gasta en subsidios— le pasa factura. Las escenas de encuentros con franceses de a pie, filmadas y difundidas por el Elíseo, han dejado de caer en gracia. Lo que hace unos meses podían parecer gestos de audacia ahora lo son de arrogancia. Ocurrió con el reciente encontronazo con un adolescente que le llamó Manu, y al que el presidente regañó diciéndole que debía llamarle "señor presidente de la República", o "señor".

Macron quería resacralizar la presidencia tras los años de François Hollande, el presidente que se sentía incómodo con los oropeles. Las polémicas de bajo vuelo humanizan, quizá demasiado, la presidencia jupiterina, o monárquica, que él había concebido. Un rey nunca debería sentir la necesidad de recordar que es el rey. Tampoco la hiperactividad contribuye a la resacralización: rodeado de ministros, en general, menos brillantes que él, el presidente acaba dando y recibiendo todos los golpes.

"Nada es definitivo, nada está decidido", escribe el director del diario Libération, Laurent Joffrin, en un artículo titulado Alerta meteorológica sobre la macronía. Y así es. Macron pierde puntos en los sondeos, pero sigue rondando el 40%. Sus votantes —sobre todo los de centroizquierda— se inquietan, pero no emerge un líder que le haga sombra. Hay dudas sobre su manera de ejercer el poder, pero es el primer presidente en décadas que impone reformas en el país irreformable casi por definición.

El fin del estado de gracia no significa que haya caído en desgracia, pero el tiempo en que todo se le perdonaba —en Francia y en Europa— se acaba.

La oposición no levanta cabeza

La ventaja de Emmanuel Macron y su partido, La República en marcha, es la ausencia de alternativa. Su ascenso al poder en 2017 desarboló el sistema de partidos, y estos no se han recuperado. La derecha tradicional de Los Republicanos se escora aún más a la derecha. Liderados por un político de ley y orden, Laurent Wauquiez, intentan disputarle el terreno al Frente Nacional, la vieja fuerza ultra que se ha rebautizado como Reagrupamiento Nacional. Lo sigue dirigiendo la hija del fundador, Marine Le Pen, que intenta construir puentes con otros grupos de la derecha dura. A la izquierda, Macron tiene el Partido Socialista, del que provienen millones de sus votantes y algunos de sus ministros, y que, con el pragmático Olivier Faure como primer secretario, intenta reordenarse para resucitar volver a ser lo que fue. Más a la izquierda, La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon se ha convertido en la oposición más metódica y la que más se escucha en la Asamblea Nacional y los medios de comunicación. Las elecciones europeas de 2019 serán la primera prueba en las urnas. Para Macron, y para el nuevo paisaje político francés.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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