Adiós, adoquín; hola, chaleco
Cómo se viste una revolución y dónde arde no son cuestiones accesorias. La última prueba son los activistas que hacen temblar a Macron
Una prenda y un lugar definen el movimiento de protesta de la clase media empobrecida en la Francia de provincias que hace temblar al presidente Emmanuel Macron.
La prenda es el chaleco amarillo fluorescente, obligatorio desde 2008 en los vehículos, por decisión del Comité Interministerial de Seguridad Vial. El lugar son las rotondas, las decenas de miles de plazas circulares que por todo el país ordenan el tráfico en los cruces de carreteras.
Cómo se viste una revolución y dónde arde no es un tema accesorio. En su colección de artículos Mitologías, publicada en los años cincuenta, el semiólogo Roland Barthes diseccionaba iconos de la Francia de su tiempo como el modelo de automóvil Citroën DS19, los combates de pressing catch, el bistec con patatas o la figura del político populista Pierre Poujade. No escribió Barthes sobre chalecos amarillos, ni sobre rotondas, pero ambos se asemejan bastante, en versión contemporánea, a lo que llamó “mitos de la vida cotidiana francesa”.
El chaleco amarillo viste la revuelta contra los precios del carburante desde que esta empezó a gestarse en octubre. El movimiento nació como una protesta contra la subida de las tasas al gasóleo y la gasolina. Los franceses que viven en ciudades pequeñas o en zonas rurales y necesitan su vehículo para sus quehaceres diarios sienten que la medida los penaliza. Sin automóvil no pueden ir a trabajar, ni a buscar a los niños al colegio, ni a hacer las compras ni al hospital en caso de emergencia.
Así, una prenda que hasta ahora permanecía guardada en la guantera se ha convertido de repente en un poderoso símbolo político. La historia de la ropa asociada a insurrecciones en Francia es larga, empezando por los sans-culottes de la Revolución: el pueblo en armas ya se diferenciaba de la nobleza en su manera de vestir. El uniforme es el mensaje. Y también el color de las prendas imprime carácter: los rojos y los azules, las camisas pardas y negras o la revolución naranja.
Un motivo del éxito del chaleco en la actual revuelta francesa, según el historiador de los colores Michel Pastoureau, es que el amarillo tiene pocas connotaciones políticas. “Pragmáticamente, es un color que nadie ha empleado, estaba disponible”, ha declarado Pastoureau al semanario Les Inrockuptibles. Se olvidaba el experto del lazo amarillo del independentismo catalán, pero apuntaba con acierto que, en los chalecos franceses, el significado del color es múltiple. “Al principio, se trataba de un asunto de gasolina y coches”, dice Pastoureau. “La idea era sacar el chaleco amarillo para señalar un peligro, pedir que se prestase atención. Simbolizaba así la idea de rescate, de preservar el poder adquisitivo, de salvar Francia. Es una bella idea”.
Si hubiera que imaginar un responsable último en el origen de esta “bella idea”, este podría ser François Fillon, el primer ministro que hace 10 años presidió el Comité Interministerial de Seguridad Vial que decidió hacer obligatorio el uso de la prenda fluorescente en caso de que una emergencia forzara al conductor a bajarse del vehículo en plena carretera. Una década después de aprobar aquella medida, en 2017, Fillon pasó a convertirse en el candidato de la derecha a las elecciones presidenciales y partió como favorito. Sus aspiraciones, sin embargo, se vieron truncadas por las noticias sobre los supuestos empleos ficticios de su esposa e hijos. Y el beneficiario de aquel escándalo resultó ser un político joven y con poca experiencia: Emmanuel Macron. Ahora el presidente Macron vive el momento más difícil de su mandato. ¿Por culpa de qué? ¿De quién? De los chalecos amarillos, los mismos que impuso Fillon. Sin ellos, las protestas serían, como mínimo, diferentes. Inesperadamente, la prenda fluorescente ha resultado ser el regalo envenenado de Fillon a Macron, su venganza fría.
Karl Lagerfeld, en una campaña de publicidad institucional para fomentar la adquisición y el uso de estos chalecos por parte de los conductores, los definía así: “Es amarillo, es feo y no pega con nada. Pero le puede salvar la vida”. El diseñador de Chanel iba ataviado con uno en el anuncio, y en aquellos anuncios revelaba otra clave de la potencia simbólica de esta prenda: el feísmo.
Una prenda que permanecía guardada en la guantera se ha convertido en un poderoso símbolo político
El chaleco amarillo es el mono de trabajo del operario moderno, el nuevo proletario que se desplaza cada día por las carreteras suburbanas y provinciales. Es la bandera de los que se declaran apolíticos y ni son ni quieren ser elegantes. Es el golpe en la mesa —lo más parecido al adoquín que lanzaban los estudiantes en Mayo del 68— de los que nunca ganan en el concurso de la mermada meritocracia republicana. Y es la manera que tienen los invisibles de hacerse visibles: la manera de los últimos de la clase de dar una lección a los primeros, la revuelta de la Francia no glamurosa.
Pero los chalecos amarillos que inundan el país no serían tan eficaces sin el espacio donde sus mensajes resuenan: la rotonda. “Es la intersección. Todo el mundo da vueltas alrededor”, decía esta semana un manifestante apostado en una en Bretaña. Como observó el periodista Jean-Laurent Cassely en la publicación Slate, la rotonda, en la Francia de los pueblos dispersos y la baja densidad demográfica, equivale a la vieja plaza central en las viejas ciudades: es el escenario de las revoluciones. Permite, como el chaleco amarillo, hacerse ver —al entrar en la rotonda, el vehículo forzosamente ralentiza— y al mismo tiempo ver y controlar a quien circula.
Se calcula que hay más de 30.000 rotondas en toda Francia y que se han multiplicado por 60 en los últimos 20 años, según un informe de la ONG Programa para la Valoración de Carreteras Europeas. Han servido para reducir los accidentes, pero también han sido criticadas por el elevado coste de su construcción.
El paisaje francés —el político, el intelectual, el físico— se parece bastante al de una rotonda y al chaleco amarillo. Y, sin embargo, son símbolos simples y claros, casi orgánicos. Y con algo en común: el automóvil, hoy desprovisto de cualquier aura glamurosa. Roland Barthes escribió sobre aquel Citroën DS19 que era “el equivalente bastante exacto de las grandes catedrales góticas (…), una gran creación de época, concebida apasionadamente por artistas desconocidos, consumida en su imagen, si no en su uso, por un pueblo entero que, en ella, se apropia de un objeto perfectamente mágico”.
El culto al automóvil parece de otra época. El coche hoy es visto como una máquina que contamina y destruye el planeta. Pero es también una herramienta de trabajo, del mismo modo que el chaleco amarillo es el actual mono de operario y la rotonda el punto donde confluye y puede que se atasque la comunidad. Los mitos de la vida cotidiana pueden acabar siéndolo de la revolución.
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