Yo sobreviví al infierno de Paradise
Dos vecinos de la ciudad californiana que desapareció a causa del fuego cuentan cómo se quedaron en sus casas y sobrevivieron
Kevin Guthrie recuerda que el fuego ya había pasado. Llegó por la carretera y pasó de largo. Entonces un bombero llegó a su casa y les dijo que tenían que evacuar. “Nos dijo que estábamos en el corazón de la bestia”. Guthrie miró a su abuelo, inválido, de 83 años. “No puede caminar y no teníamos dónde ir”. Decidió ignorar la orden de evacuación. Era el 8 de noviembre por la mañana y se disponía a sobrevivir al incendio más letal y destructor jamás registrado en California (EE UU).
Guthrie vive en una casa de madera, como todas, en Neal Road, una de las cuatro carreteras que salen de Paradise. La ciudad californiana, de 26.000 habitantes, ya no existe. Más de 18.000 estructuras, la mayoría casas unifamiliares, fueron destruidas entre las 6:30 y las 12:00 de la mañana de aquel día. Toda la ciudad fue evacuada, pero el fuego iba más deprisa que los coches. Nadie sabe cuánta gente se quedó dentro del infierno voluntariamente. Hasta el domingo se habían recuperado 85 cadáveres y más de 200 personas seguían desaparecidas. Los que se quedaron y sobrevivieron, como Guthrie, están aislados del mundo en medio de las cenizas de lo que fue su ciudad.
Tal como lo recordaba Guthrie, el fuego volvió, relató este superviviente a EL PAÍS. “El viento empezó a soplar por el otro lado”. Fue entonces cuando una lluvia de maderas incandescentes empezó a caer sobre su casa, asegura. “Eran montañas”. Lo cuenta mirando al horizonte y haciendo un gesto con los brazos como si se echara agua encima, para dar una idea de la avalancha de pavesas que volaban sobre su casa. “Fue de locos”. Tenía un bidón de agua, tierra y una pala. Las iba quitando mientras se acumulaban contra la pared de su cobertizo. En su cabeza, asegura, estaba todo el rato la idea de que no tenía dónde ir con su abuelo. “Estaba dispuesto a luchar hasta el final”.
Guthrie salvó su casa, y con ella las vidas de su padre y su abuelo. “Lo siento por los demás, es horrible”. Guthrie dijo esto cuando aún no había salido de su casa a ver la ciudad. Creía que lo que aparecía en televisión era toda la destrucción. En un paseo en coche, a menos de 200 metros de su casa pudo comprobar el aspecto sobrecogedor que tiene el resto de Neal Road. Literalmente, todas las casas arrasadas, una detrás de otra, convertidas en cenizas menos alguna excepción.
Guthrie tiene 35 años y ha vivido toda la vida en Paradise. Conocía cada una de estas casas. “Llevo toda mi vida pasando por esta calle”, decía conmocionado por el paisaje. “Todos los recuerdos de mi vida han desaparecido”. Guthrie mostró a este diario las casas de su padre y su madre, esta última estaba intacta. El fuego chamuscó el apartamento de al lado y, milagrosamente, se paró ahí. La de su padre, en una pequeña urbanización de Paradise, estaba hecha cenizas. Solo dos de las casas de la urbanización habían ardido. “Solo es una casa”, decía Guthrie tras descubrir el desastre. “Lo único que echaremos de menos son las fotos de mi infancia. Estamos todos bien”.
Justo enfrente de Guthrie vive Vishal Mahindru, un inmigrante de Punjab de 46 años que tiene varios negocios en la zona. Tiene una granja en la que vive con su familia y la de su hermano. Aquel día fue su esposa la primera en darse cuenta de que había un fuego al levantarse para trabajar. “Yo le dije que no se preocupara”, contaba recientemente a la entrada de su terreno. “A las 8.00 de la mañana se fue la luz”. Ahí se dio cuenta de que era serio. El fuego se veía en toda la colina que hay frente a su granja.
“Hacía mucho viento. El fuego era muy fuerte. A las 11.00 de la mañana estaba por todas partes”. A esa hora, Mahindru ya había ignorado las órdenes de evacuación y había decidido quedarse en su casa para defender a los animales, porque sabía que si se iba no podría volver a entrar hasta que hubiera pasado todo. Vio a un helicóptero echar agua y parar el fuego momentáneamente. “Parecía que nos salvábamos”. Mahindru describe esa misma escena, cuando el viento cambió y el fuego acometió la ciudad por segunda vez. “Entonces vino del otro lado y todo se hizo oscuro. Yo rezaba a Dios. No podíamos respirar, no se veía nada”. Según iba cayendo la lluvia de brasas las iban apagando con tierra y el bidón de agua de la finca.
Viendo la propiedad de 16 hectáreas de Mahindru es aún más excepcional que consiguiera salvarla de lo que algunos vecinos describen como un huracán de fuego. El terreno que posee está cubierto de hierbas secas. Hay cuatro tractores cargados con balas de paja y toda una fila de cobertizos de madera justo en la línea por donde se acercaba el fuego. Un polvorín. “Pensé, mierda, se va a incendiar todo”, confiesa Mahindru. Está prácticamente intacto. De sus 30 animales, solo una llama tiene el lomo chamuscado porque le cayó una pavesa encima.
Aquel cambio de dirección del viento lo recuerda igual Chanté Johnson, una mujer suiza de 62 años cuya casa está intacta en la finca de al lado de la de Guthrie. El fuego pasó y luego volvió. “Volvió a 80 kilómetros por hora”, decía con la mascarilla aún puesta en la puerta de su finca. “Hizo como un torbellino y volvió”. Tenía siete caballos. Se salvaron tres. Johnson no se quedó a defender la casa. Trató de salir en coche por Neal Road, como decía el plan de evacuación. Eran las 12.30 y no sabía que a esa hora, hacia el otro lado, ya ardía toda la ciudad. De hecho, se estaba yendo cuando ya había pasado lo peor. La carretera estaba completamente atascada. “La gente tenía tanto pánico que nadie me dejaba sitio para incorporarme”. Un gesto tan sencillo de civilización como dejar a alguien incorporarse al tráfico se había convertido en una cuestión de vida o muerte.
El incendio que arrasó la ciudad de Paradise y la pedanía de Concow fue lo que los bomberos llaman un fuego “de viento”, en vez de un fuego “de combustible”, explica el Guy Anderson, bombero de la agencia antincendios de California, Cal Fire. “El ojo profesional sabe ver la diferencia inmediatamente”. Es decir, fue un incendio donde el avance y la velocidad del fuego los decide el viento, no lo que se va quemando. Eso explica estampas surrealistas en Paradise, como restaurantes calcinados en los que los toldos de la terraza están intactos. O árboles quemados solo por un lado, como si les hubieran dado con un soplete. La mayoría de las señales verticales de los negocios están en pie, junto a montones de escombros.
Cuando las familias Guthrie, Mahindru y Johnson hablaron con EL PAÍS estaban atrapadas entre los restos de Paradise. Todos los accesos están cortados mientras siguen las labores forenses de recuperación de cadáveres, en una inmensa escena del crimen que nadie sabe cuánto tiempo más va a permanecer cerrada. No pueden salir a por comida, combustible, ni agua. Nadie puede entrar a dárselo.
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