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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Iván Duque, el presidente popular que dejó de serlo

El mandatario renunció a las viejas formas de la política sin proponer a cambio un discurso decidido

Jorge Galindo

A Iván Duque, flamantemente joven presidente de la República de Colombia que llegó al poder con una imagen personal cuidada y potente, se le está hundiendo el suelo de popularidad que tan cuidadosamente construyó durante la campaña presidencial. Entonces, su perfil de moderado simpático (que además contrastaba bien con el que pintaba de sus rivales) le granjeó una victoria relativamente amplia. El discurso de la toma de posesión, en el que ya no podía depender de enemigos, dejó las expectativas muy altas. Aquí, el contraste se dio con los elementos más extremos de su propio partido, un Centro Democrático en el que cohabita el conservadurismo tradicional con reaccionarios de corte autoritario. Los compromisos de unión, trabajo y mejora institucional dejaron a muchos esperando su cumplimiento. Pero, a la luz de sus actuales cifras de aprobación, parece que la paciencia se agota.

Aquel 7 de agosto Duque prometió dos imposibles. Primero, el fin de la polarización en un país que está incorporando por primera vez una verdadera variedad ideológica al proceso democrático, tras dos siglos de ser al mismo tiempo la democracia más longeva y una de las más restrictivas del continente. Pero también renunció al clientelismo (en jerga local, mermelada), máquina que siempre ha engrasado la gobernabilidad colombiana, sin proponer nada a cambio. Sin discurso ni posición fuerte, y sin reparto de prebendas (puestos, proyectos, partidas presupuestarias) no hay manera de mantener una mayoría viable dentro de un Congreso en el que ningún partido domina claramente: ¿qué incentivos le estás dando a los parlamentarios para que se vayan contigo, si con ello no ganan ni popularidad, ni definición ideológica, ni recursos para ellos y para sus votantes?

Habiéndose puesto a sí mismo en esta situación, al presidente solo le quedaba una alternativa: la tecnocracia. Medidas basadas en datos, en “lo mejor para el país”, en un equipo de ministros paritario y preparado, no dependiente de cuotas partidistas. Pero al final para implementar cualquier decisión necesitas construir una coalición entre los servidores públicos. Así lo hagas por decreto y te saltes el Congreso (cuando la ley te lo permita), debes encontrar alianzas dentro de la Administración, entender cómo funciona, qué palancas tocar y cuáles no. Si el equipo de gobierno es ajeno a todo este proceso, si el propio presidente carece de experiencia en el ejecutivo, tus medidas serán desbaratadas de una forma o de otra.

Ni ideología, ni mermelada, ni tecnocracia. Iván Duque se ha colocado a sí mismo en el peor de los mundos que tenía para escoger. El votante lo ha entendido, o al menos ha entendido las consecuencias, y por eso se ha apartado de él.

¿Qué opciones le quedan al presidente impopular? Por ahora, lo que tiene es tiempo: 1.360 días le restan. Ahora debe escoger qué palancas emplear para aprovecharlos. Los datos apuntan a por lo menos una opción que sería coherente con su discurso inicial, con sus intenciones de unir al país bajo causa común, de mejora institucional: la lucha contra la corrupción.

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La corrupción sigue siendo el asunto que más preocupa a los votantes. Lo es según el sondeo bimensual de Gallup, decano del país, pero también a decir de la más reciente encuesta de Invamer. Que, a diferencia de Gallup, sí detecta un leve repunte en la desconfianza de la ciudadanía: si en septiembre ocho de cada diez consideraba que esta batalla iba a peor, ahora son casi nueve.

Además tiene la suerte de que la cara más relacionada con la vieja política de su partido, el expresidente Álvaro Uribe, está de capa caída en popularidad según todos los sondeos. Este hecho, insólito para el país, daría espacio extra al nuevo líder para maniobrar. Un espacio que se vio acrecentado cuando la consulta anticorrupción encabezada por Claudia López y Angélica Lozano alcanzó once millones y medio de votos en agosto, a un puñado del umbral de aprobación. Duque tuvo el buen olfato de apoyar dicho referéndum cuando Uribe se posicionaba contra él. El resultado superó las expectativas de todos, y cuando el presidente recibió a las promotoras a las pocas horas parecía estar en una posición inmejorable: la realidad le había dado la razón frente a los escépticos dentro de su propio partido, López y Lozano le ofrecían avanzar con la agenda legislativa abriendo la posibilidad a reformular unas propuestas, las sometidas a consulta, que a decir de muchos expertos eran mejorables sobre el papel. El presidente, en definitiva, podía moverse hábilmente y hacer suya la agenda anticorrupción.

Los sondeos así lo indicaban. Por aquel entonces, Iván Duque era la persona en quienes más confiaban los colombianos para luchar contra la corrupción: un 61,8% le tenía fe, según Invamer. Superaba incluso a Claudia López y a Sergio Fajardo, que basaron su campaña (y en realidad todas sus carreras políticas) en la limpieza institucional. Sesenta días después, la cifra había caído veinte puntos: Duque ya estaba al nivel de figuras tan polémicas como la del fiscal Néstor Humberto Martínez, a quien precisamente acaba de ofrecer su apoyo tras la revelación de sus grabaciones con uno de los cerebros de la trama Odebrecht en Colombia, de una manera que entra en contradicción con su discurso de regeneración institucional.

Lo que probablemente provocó este cambio en la percepción es que Duque renunció a las viejas formas de la política sin proponer a cambio un discurso fuerte, decidido, popular, sin dar prioridad a los cambios institucionales que traerían las nuevas formas. Es muy posible que dicho esfuerzo hubiese fracasado en el Congreso en su primer intento, pero al menos entonces el presidente podría haber señalado a los viejos políticos clientelistas como culpables del fracaso, recogiendo beneficios en popularidad para volver a la carga con el argumento de la opinión. En cambio, decidió la pausa, el titubeo. Y ahora, la ambigüedad.

A pesar de todo, todavía no es tarde para realizar este movimiento. Generará enemigos, sin duda. Le implicará problemas con la tecnocracia y una parte de la opinión, seguramente la más conservadora, le dará la espalda. Pero es que nadie se mete en política para hacer amigos. Y si alguien lo hace, está destinado a la decepción.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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